Revista Cultura y Ocio

Los crueles postes rojos

Publicado el 05 noviembre 2015 por Benjamín Recacha García @brecacha

Marte

La nave aterrizó sobre la superficie de Marte levantando una densa nube de polvo rojo. Un par de minutos después se abrió la puerta, que había quedado impregnada de la arenilla, y se desplegó la escalera. Jason, embutido en su traje espacial, asomó la cabeza y sintió la emoción indescriptible de ser el primer humano que contemplaba aquella estampa mágica sin más intermediario que la visera del casco.

Se apoyó con las manos en el borde del hueco que era la puerta de entrada a lo desconocido, al planeta que durante generaciones había despertado la imaginación de millones de seres humanos. Rememoró entonces los años de duro entrenamiento y el momento en que le comunicaron que había sido elegido para formar parte del equipo que integraría la primera misión tripulada a Marte. Fue el mejor día de su vida.

Retiró las manos enguantadas y se fijó en las yemas manchadas. “Soy la primera persona que entra en contacto con este polvo rojo maravilloso…”

—Qué, Jason, ¿va a bajar de una vez? —La voz impaciente del coronel Stratham le recordó que no era el único humano allí.

—Disculpe, coronel —contestó a través del intercomunicador.

Jason descendió los cinco escalones que lo separaban de la superficie. Aquellas rígidas botas no eran el mejor calzado para experimentar el contacto con la fría arena marciana, pero aun así el joven astronauta apenas logró contener las lágrimas de emoción al pisarla. No era capaz de articular palabra.

Desde lo alto de la escalera el coronel Stratham y la teniente Norimaki asistían divertidos a la escena. Ellos acumulaban varias misiones a la luna e incluso habían participado en la primera misión tripulada a un cometa. Llegar a Marte era emocionante, una aventura que explicarían a sus nietos, pero no tenía pinta de ser muy diferente a las que ya habían vivido. Rocas, arena y, sí, aquel tono rojizo que le daba una apariencia más cálida al asunto.

—¿Ha visto, teniente? Tenemos con nosotros a un joven al que le abruman un puñado de piedras. No me puedo imaginar cómo reaccionaría ante las ruinas de la Acrópolis. ¿Cree que ha sido buena idea dejarle bajar el primero?

—No sea malo, coronel. Recuerde la primera vez que pisó usted la luna. ¿No sintió algo parecido?

—Desde luego menos intenso que usted cuando aterrizamos en aquel pedazo de roca a la deriva…

La teniente Norimaki rio al rememorar el momento en que, eufórica, se tumbó sobre el asteroide que viajaba a velocidad de vértigo directo hacia la Tierra. Aquella misión sí que fue excitante. Jamás olvidaría el instante de la explosión. A través de la escotilla asistieron al mayor espectáculo pirotécnico de la historia.

—Llevamos unas cuantas muescas en el cinturón, ¿eh, coronel?

—Demasiadas, teniente. Creo que ha llegado la hora de colgar ese cinturón y disfrutar de los atardeceres de Indiana sin más preocupación que disponer de una butaca bien cómoda y asegurarme de que la cerveza esté a una temperatura de consumo óptima.

Mientras Stratham descendía por la escalerilla y se unía al cabo Jason propinándole una palmadita cariñosa en el hombro, Norimaki dedicó un pensamiento nostálgico a su marido y sus dos hijos. Por mucho que hablara con ellos a diario, un año era demasiado tiempo para que una madre estuviera alejada de sus pequeños. “Tiene toda la razón, coronel. Es hora de recuperar tanto tiempo perdido”, pensó antes de alcanzar a sus compañeros.

Desde la cabina de mando, el oficial Nabokov y la piloto y experta en telecomunicaciones Justine Flauvert vigilaban que todo estuviera bajo control. Todos los indicadores se mantenían en parámetros normales y las lecturas que iban recibiendo sobre la actividad atmosférica y geológica del planeta se situaban dentro de los valores previstos.

Fue Nabokov quien los vio primero.

—¿Qué es aquello?

—¿El qué?

—Allí… Espera, voy a reprogramar la cámara, a ver si consigo acercar la imagen.

Nabokov tecleó varias instrucciones mientras Justine forzaba la vista intentando distinguir lo que parecían dos objetos alargados, situados en paralelo, a un par de kilómetros de la nave.

—Lo tengo.

Lo que vieron entonces los dejó sin aliento.

…..

Estaban tan asustados como siempre. Los supervivientes más veteranos aseguraban que hubo una época en que vivían en paz, sin más preocupación que evitar que aquellas máquinas que de vez en cuando mandaban los habitantes del planeta azul detectaran rastros de su presencia. Sabían que llamaban Marte a su hogar en honor a un ser mitológico de la antigüedad. Hacía mucho que controlaban las comunicaciones terrícolas y lo habían aprendido todo sobre su modo de vida. Habían valorado en varias ocasiones establecer contacto, pero las asambleas telepáticas siempre lo habían rechazado. Era cuestión de tiempo que llegaran hasta ellos.

Pero entonces aparecieron los invasores y nadie volvió a pensar en el planeta azul.

Oculto tras la montaña, Cíclope desvió la mirada de la nave terrícola y sus ridículos ocupantes y concentró su atención en aquellos malditos postes rojos. Se extendían por todo el planeta, siempre distribuidos de dos en dos. Se habían convertido en una verdadera plaga que estaba acabando con toda una civilización ancestral. Aquellos imponentes postes metálicos de un rojo brillante, aparentemente inertes, pero siempre inquietantes, eran en verdad crueles máquinas de matar. Aunque los primeros habían llegado hacía muchos de los largos años marcianos, todavía no habían podido descifrar su naturaleza, y se estaban quedando sin tiempo.

—Me pregunto por qué decidiste cambiarte el nombre. —Cielo Púrpura, que descansaba en un hueco de la roca, interrumpió los pensamientos de su compañero. No se separaba de él desde que la rescató de una muerte segura. Los rayos gamma que disparaban los postes rojos no fallaban nunca, salvo cuando los Guerreros del Viento se entrometían—. Tengo entendido que el cíclope era una criatura de un solo ojo… Tú tienes tres.

Cíclope le dedicó una sonrisa. Estaba bien sonreír, en su vida anterior no recordaba haberlo hecho.

—Lo sabes de sobra. Te he contado la historia montones de veces.

Cielo Púrpura respondió con aquella irresistible mirada cómplice que nacía en sus preciosos ojos amarillos.

—Pues cuéntamela otra vez. Me encanta escucharte —le recordó, al tiempo que se acariciaba las antenas y con las otras dos manos jugaba con la larguísima trenza que enrollaba y desenrollaba en torno a su cintura.

El joven accedió a remontarse una vez más al lejano día del juramento, cuando decidió morir luchando antes que vivir oculto entre las sombras, cobarde y asustado.

—Para unirse a los Guerreros del Viento había que borrar todas las huellas del pasado, olvidar el miedo transmitido de generación en generación, la tentación de desaparecer, de malvivir huyendo aun sabiendo que antes o después acabarían encontrándote. Los Guerreros combaten, afrontan el peligro y la muerte de cara, con orgullo. Debía abandonar mi nombre y adoptar uno que diera la bienvenida al nuevo ser que renacía de entre las cenizas de la derrota.

Se acercó a su compañera y dio gracias por disfrutar de la libertad que le permitía amarla. Por nada cambiaría aquella vida de la que él dirigía las riendas. Cinco minutos así valían por todas las vidas eternas de sus angustiados y asustados congéneres. Juntaron sus diminutas narices y así, cara a cara, él prosiguió con su relato en un susurro.

—Los cíclopes eran seres temibles, gigantes poderosos e inmortales, hijos de dioses, capaces de fabricar armas de un poder destructivo inigualable. Que tuvieran un solo ojo me pareció un detalle simpático, así que…

Cielo Púrpura no lo dejó acabar. Unió sus antenas con las de él y le tomó la boca por asalto con aquella jugosa lengua bífida que lo volvía loco. “Bésame”, le ordenó sin pronunciar palabra.

Los amantes no vieron el rayo. Apenas una fracción de segundo, más que suficiente para desintegrar al grupo de infelices marcianos que, desorientados por el hambre y la desesperación, habían salido a la superficie en el peor lugar posible.

…..

Nabokov y Justine Flaubert se miraban aturdidos, incapaces aún de asimilar lo que acababan de presenciar. El ordenador de a bordo no dejaba lugar a dudas, sus imperfectos ojos humanos, pues, lo habían visto bien: aquellos extraños postes acababan de disparar rayos gamma.

Sobre la superficie marciana, los tres primeros humanos que habían llegado hasta allí trataban de buscar una explicación lógica a la luz cegadora que les había obligado a taparse la cara en un gesto instintivo.

—Nabokov, díganos qué cojones ha sido eso. —Stratham fue el primero en reponerse, aunque una creciente sensación de inquietud le subía desde el estómago.

En la cabina de mando el veterano oficial ruso era incapaz de reaccionar. Fue Justine quien tomó la palabra.

—Coronel, suban a la nave cagando leches.

¿Continuará?


Este relato, supuesto primer capítulo del best-seller Los crueles postes rojos, corresponde a uno de los retos del grupo Insectos comunes. Os recomiendo otros prometedores inicios:

Las torres de los orgasmos secretos, por Toni Cifuentes.
Poe y los castigos rojos, por Esther Magar.
Los ejércitos de los robots tecnológicos, por Universos Jean Rush.
5 historias de castigos binarios, por Cerdo Venusiano.
Los misterios de los monumentos ridículos, por LaRataGris.
Pasión y 5 historias de los exquisitos, por Manu L.F.


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