«Siempre se termina así, con la muerte. Pero primero ha habido una vida, escondida bajo el bla, bla, bla, bla, bla... Todo está resguardado bajo la frivolidad y el ruido, el silencio y el sentimiento, la emoción y el miedo, los demacrados e inconstantes destellos de belleza... La decadencia, la desgracia y el hombre miserable. Todo sepultado bajo la cubierta de la vergüenza de estar en el mundo. Bla, bla, bla, bla... En otros lugares hay otras cosas; a mí no me importan los otros lugares. Así pues, que empiece la novela. En el fondo, es sólo un truco. Sí; sólo es un truco» (Paolo Sorrentino & Umberto Contarello, 2013).
Después de ver unas cuantas veces la escena final de La gran belleza (2013) de Paolo Sorrentino, comprendo y admito que expresa de forma directa y sencilla un sentimiento que he deseado transformar en pensamiento muchas veces en mi vida. Y eso que, a pesar del efecto desasosegante que me produce este fragmento final, La gran belleza es un filme que no me gusta nada, que contiene indudables aciertos parciales, pero es un fraude en toda regla. Sí, elegantemente revestido de ficción recapitulativa, humanista y crítica, pero fraude al fin y al cabo. Todo y este rechazo a la totalidad, debo reconocer que el final, tras un argumento titubeante y --en ocasiones-- pedante, consigue llegar al fondo de una cuestión que afecta a mi cromosoma Y.
En primer lugar, la escena me involucra en lo más íntimo porque está localizada en un paisaje mediterráneo, de costa escarpada, con un cielo y un mar intensamente azules y una luminosidad que reconozco enseguida, puesto que he vivido toda la vida en ellos. Un hombre maduro --Jep Gambardella, un escritor que ha basado su fama y su carrera en una única y exitosa primera novela--, siente que se encuentra desde hace tiempo en el principio del fin de su declive. El mundo que le rodea le aburre, le resulta incomprensible o simplemente lo ignora... y entonces pasan muchas cosas que no merece la pena explicar porque no es interesante. Pero llega el final de la película y, durante una travesía en yate, Jep avista de pronto un trozo de costa que le resulta familiar; un lugar en el que transcurrió un instante crucial de su pasado, algo que modificó su carácter y que no ha sido capaz de olvidar. Algo a pesar de su evocación recurrente y discontinua no ha perdido fuerza ni intensidad a lo largo de todos los años que lo separan de su presente.
Brusco cambio de plano: ahora estamos en Roma, en la Scala Santa de la basílica de San Juan de Letrán (que por cierto visité durante una fría tarde de enero de 1992), donde una monja nonagenaria que apenas puede sostenerse en pie se empeña en subir hasta el último peldaño. Estos dos acontecimientos --el recuerdo de un joven Jep en la costa mediterránea y la monja ascendiendo penosa y tozudamente-- son los polos opuestos que encierran el significado a toda la escena, quizá de todo el filme: el radical contraste entre el deseo y la nostalgia de una juventud esfumada irremediablemente y el empecinamiento --fruto de una pulsión de sufrimiento tan íntima como estéril-- por amoldarnos a metas y logros que nos imponen desde fuera (en la película, como es italiana, no puede ser otra cosa que la fe católica). Un empeño que promete la felicidad fuera de esta vida, y aun así transmitir suficiente fuerza de voluntad como para que una anciana monja se arrastre por los peldaños que se supone que pisó Jesucristo cuando llegó al palacio de Poncio Pilatos. La vida --reflexiona al final Jep-- es algo accesorio y sin transcendencia cuyo verdadero sentido es que hay una muerte al final; o como él dice: ha habido una vida antes. Esa formulación me descoloca profundamente, y es precisamente lo que convierte en algo doloroso cada plano de ese recuerdo de juventud que construye Sorrentino. Para mí, sólo ese fragmento, sin el contrapunto de la monja, es una especie de canon definitivo de la nostalgia que producen las cosas que hemos perdido por el simple paso del tiempo. Puede que para Sorrentino este audaz montaje exprese la idea central de su película, pero el efecto que provoca en mí se limita a una pequeña parte, la que pasa rozando mi biografía; su rotundidad y eficacia no tienen nada que ver con la insignificancia y torpeza que rebosa en el metraje precedente.
No es el contraste entre dos actitudes vitales vistas cientos de veces estética y éticamente enfrentadas en la ficción, lo me conmueve de este fragmento es la belleza perturbadora y desasosegante de Annaluisa Capasa, el deseo inmotivado que mueve su gesto ante el joven Jep, bajo la mezcla de madrugada y luz discontinua del faro cercano. A esa chica la hemos visto sonreír --en una escena previa, desconectada de esta de ahora-- observando al joven Jep haciendo el tonto ella y sus amigas. Todas ellas perfectas, deseables, tendidas al sol, expectantes... De modo que para Jep no es una imagen fantasmagórica e irreal, sino alguien que deseó intensamente en el pasado; para un espectador como yo, en cambio, resulta un anhelo imposible de alcanzar.
Sorrentino no ofrece demasiadas pistas sobre la situación que los involucra, pero no hace falta, ya que se deduce fácilmente: Jep y ella han estado en una fiesta en la que han tonteado hasta tarde; y cuando finalmente se han quedado solos ella se le ofrece sin más, con una generosidad natural, irreal, dolorosa. Se planta frente a él, en la escalera de piedra que se sumerge en el mar, y le enseña las tetas. Ahí están, ante sus ojos, sin capas de paño interpuestas, las mismas que ha atisbado --con disimulo o sin él-- horas antes, anhelando acceder a la imagen completa. Pues bien, ahí están, no tiene que pedirlo, las tiene ante sí, para admirarlas y disfrutarlas. Luego la chica se cubre, retrocede un poco y se sienta a un lado de las escaleras. No mira a Jep, sino a las escaleras que ascienden, quizá esperando ver pasar a Jep cómo se le acerca. El caso es que sonríe levemente sin volver el rostro hacia la pantalla. Queremos pensar que piensa en algo alegre, en algo que quiere que pase... Esa sonrisa fugaz, pillada al vuelo, excita más aún que el deseo de convertirla en realidad.
Y entonces una gran tristeza me sobreviene cuando el joven Jep es sustituido por la imagen del actor protagonista: un anciano, lúcido y desencantado, indudablemente más sabio, pero incapaz de retroceder en el tiempo. Un hombre ansioso por recuperar con la misma intensidad la ola de deseo que le embargó aquella madrugada de verano, cuando una joven adorable le enseñó las tetas que había estado buscando con las manos y los ojos toda la noche, las que iba a poseer en unos minutos, quizá las que pudo tener, las que no supo conseguir, las que no iba a tocar en la vida... A ese afán de restituir una sensación física le sigue una sacudida aún más dolorosa: la de la oportunidad que ya nunca iba a tener. Esa tristeza sensorial es de una naturaleza muy distinta a la que provoca una vivencia o un instante del pasado, puesto que no recuperamos una imagen en nuestra mente, sino que intentamos restaurar a base de recuerdos fragmentarios una intensidad que nuestros sentidos (que funcionan por acumulación) nunca podrán volver a experimentar. Ojalá pudiéramos resetearlos, pero es entrópicamente imposible. Me identifico con Jep en ese instante, pero también porque la escena transcurre en un paisaje mediterráneo que adoro, y porque adoro esa capacidad del cine para pillarnos desprevenidos y superponer la ficción de la pantalla con nuestro propio pasado y que de ahí salga un pensamiento poderoso, un texto como este...
Sobre ese breve fragmento extiendo mi propia experiencia de vida: de una forma parecida a la de Jep, pienso en las veces que yo mismo he sido testigo privilegiado de algo bello y deseable que no he pedido, el acceso a una mujer que podría haber acabado poseyendo por innumerables motivos (conscientes o no). Pero como no tengo ninguno que encaje enteramente en la situación de la película, intento desmenuzar sus elementos --el mar, el verano, la juventud, el deseo, la belleza ofrecida sin motivo-- y emparejarlos con otros momentos de mi pasado (separados por el tiempo y las personas) que no tienen otra cosa en común que haber sido protagonizados por mí. Y una vez adjudicados todos, aunque no tengo posibilidad de fabricar un recuerdo nuevo y artificial con todos ellos, me consuelo pensando que aun así viví algo parecido a esa tristeza sensorial de Jep, aunque fuera en fragmentos infinitesimalmente más fugaces. Son unas pocas imágenes que, combinadas de esta endiablada manera por Sorrentino, arrasan mi pensamiento. Es más, quizá me afecte tanto por una razón oculta que ni me atrevo a formular con palabras en mi pensamiento, o puede que sea porque he crecido a las orillas de ese mismo mar de la película.
A mi edad duele la certeza inapelable de que nuestro tiempo de juventud ya ha pasado, la evidencia de que la juventud y la belleza física femeninas pasan a mi lado sin verme, atravesándome incluso como un cuerpo traslúcido. Como en una parodia de Proust, me sorprendo pensando en que ya no habrá para mí más jovencitas lánguidas y soñadoras en veranos junto a mi mar favorito; ya no más ese vigor, esa fuerza, esa sensación de todo por vivir, una desasosegante ternura recién descubierta. Lo único que queda intacto en mí es el deseo irrefrenable de encontrar una belleza a mi alcance, de aspirar a ella, de tener una segunda última oportunidad.
La escena termina con una reflexión final de Jep, no sobre todo esto, sino sobre el verdadero significado de la vida, quizá del amor, que consigue enriquecer un tanto el tono trascendente del resto de la película. No es nada especialmente incisivo, lúcido ni conmovedor (ya tengo bastante con aceptar la belleza que pasó y dejé pasar de largo), pero entre medio deja caer una frase tan enigmática como sugerente: no es una declaración ni una verdad, es más bien una síntesis de algo excesivamente grande que Sorrentino --contra pronóstico-- consigue fijar en la inspirada combinación de unas pocas palabras: «los demacrados e inconstantes destellos de belleza»...