Editorial Alianza. 906 páginas. 1ª edición de 1871-1872 en publicación periódica, 1873 como libro; esta edición es de 2011.Traducción de Juan López-Morillas.
Fue con 20 años cuando leí por primera vez a Fiódor Dostoyevski (Moscú, 1821- San Petesburgo, 1881), y el estreno fue con la novela corta El jugador (1866). Quizás porque había puesto demasiadas expectativas en su lectura, al acabarla me sentí un tanto defraudado. El verdadero descubrimiento de Dostoyevski tuvo lugar para mí unos años después, cuando a los 22 leí Crimen y castigo (1866). Ya me había cambiado de carrera (de la Complutense a la Carlos III) y recuerdo aún aquellas mañanas de diciembre del 96 cuando me acercaba en tren a la universidad de Getafe y leía Crimen y castigo electrificado, con la piel de gallina, y me deslumbraba pasando las páginas que transcurrían ante mis ojos. Esta lectura fue un verdadero descubrimiento que convirtió a Dostoyevski en uno de los escritores de mi vida. Y lo raro es que dejara pasar 4 años hasta acercarme de nuevo a él: en el 2000 leí Los hermanos Karamozov (1879-1880), atraído –lo recuerdo- por una frase que cita Charles Bukowski en su novela La senda del perdedor: “¿Quién no ha querido alguna vez matar a su padre?”. Otro deslumbramiento poderoso. Recuerdo que en junio del 2000 paseaba por la feria del Libro de Madrid con este libro en la mano y en una de las casetas cambié 4 palabras con Javier Tomeo. Le dije (en la conversación tenía sentido) que me solía gustar todo lo que leía y Tomeo se sonrió con un bufido, para acabar posando su mirada sobre el libro de la biblioteca que llevaba bajo el brazo y decir: “Bueno, si siempre lees libros como ese no me extraña”. Y le acabé comprando su novela El castillo de la carta cifrada, que por cierto me encantó.
Y más raro aún: tuvieron que pasar 5 años más para que volviera con mi querido Dostoyevski: en noviembre de 2005 leí seguidos: El doble (1846) y Apuntes del subsuelo (1864).
Más tarde compré El idiota (1868-1869) en los dos volúmenes de bolsillo que tiene Alianza, y al final no me decidí a leerlo porque me encontré con alguna opinión en Internet que afirmaba que Los demonios era mejor. Así que después de dejar durante un par de años El idiota en mi anaquel de libros inleídos, al final me decidí a comprar en este último diciembre –para aprovechar las vacaciones de Navidad de profesor- Los demonios. Como no encontré la edición en dos volúmenes de Alianza, compré el libro en su nuevo formato de bolsillo, aunque las tapas me parecían muy endebles y temí que se me fuera a desmontar durante la lectura. La verdad es que ha aguantado bien mis subrayados y notas en los márgenes, y sólo se ha doblado alguna esquina.
Hacía tiempo que no leía un libro de un autor ruso en la editorial Alianza y para empezar a hablar de Los demonios quiero apuntar que las traducciones de Juan López-Morillas (1913-1997) son toda una experiencia. Imagino que su trabajo se realizó en la década del 50, 60, 70 del siglo XX y frente a las antiguas traducciones de los rusos que había en España, que se tomaban de francés, su labor es encomiable y valiosa. Pero diría que son traducciones que se encuentran ya desfasadas, pues López-Morilla usa un registro del español, cuando quiere ser coloquial, que debía de ser usual hace medio siglo y que hoy día está cuajado de palabras y expresiones que no reconozco o que me parecen poco apropiadas: “escándalo morrocotudo” (pág. 45), “aumentó su pachorra” (pág. 50), “Era, por añadidura, un chismorrero impenitente” (pág. 51), “No haga usted el pazguato” (pág. 350), “¡Detesto su clemencia! ¡Me jeringo en ella…!” (pág. 374), “tomó para sí el oficio de truchimán” (pág. 430), “¡Si te llevaba en brazos cuando eras tamañita!” (pág. 511); además usa frases hechas que no he oído en mi vida, por ejemplo, repite varias veces: “a quien ponía como chupa de dómine” (pág. 588) que debe ser una expresión equivalente a “poner a parir a alguien” y que me suena a Quevedo; usa variantes de palabras poco usuales, como “onceno” (pág. 711) por undécimo, o “femenil” (pág. 182) por femenino; y se repite una construcción que me sonaba extrañísima: “Volví en mi acuerdo” (pág 123, 187…), que, consultando un diccionario de Internet, significa “Volver en sí, recobrar el uso de los sentidos perdidos en algún accidente”.Imagino que cualquier lector español de literatura, nacido en las décadas del 60, 70, 80 del siglo XX, se ha tenido que encontrar alguna vez con un libro ruso traducido por Juan López-Morillas, y la verdad es que su trabajo tiene un aire reconocible que hace que mi reencuentro literario de estas navidades haya sido tanto con Dostoyevski como con él; ya que hace que en mi cabeza resuenen otros libros de Dostoyevski pero además Anna Karenina de Tolstoi o Historias de San Petersburgo de Gogol, que también me llegaron gracias al filtro de Juan López-Morillas; y sé que leyendo a los tres autores me podría topar con un personaje “emperejilado”, con ganas de armar “bochinche” o que le duele el “magín” o el “caletre”.Otra característica de estas ediciones es que no se traducen las frases que están en francés en el original.
En realidad, aunque a veces al pasar las páginas de Los demonios me entraba -debido al vocabulario empleado- la risa; una risa que nada tenía que ver con la intención de Dostoyevski, también he de decir que al final López-Morilla me acaba pareciendo simpático. Y habría de añadir algo más importante: parafraseando a Borges, cuando afirma que la traducción de El Quijote aguanta el traspaso a cualquier idioma porque Cervantes consiguió crear una historia y unos personajes con la suficiente entidad como para atravesar cualquier frontera lingüística o cultura, Dostoyevski tiene tanta fuerza narrativa que arrastra sin resuello al lector durante estos cientos de páginas sin importar bochinches, emperejilamientos, dómines… o no entender una frase en francés.
Dostoyevski comienza la escritura de Los demonios a raíz de una noticia de la época (1869): la muerte de un estudiante a manos de unos compañeros, que formaban una célula revolucionaria de 5 personas, tal como apuntaba la teoría de Bakunin. La intención política de la novela es clara: Dostoyevski no comparte los métodos violentos de cambio social que llegan de Europa por parte de nihilistas, anarquistas o socialistas; que le parecen propios de personas endemoniadas.
La novela comienza hablando de Stefan Trofimovich Verhovenski, figura intelectual venida a menos, que sobrevive como profesor y protegido de la potentada Varvara Petrovna Stravrogina, en una ciudad de provincias. El comienzo de la narración es amable, y el narrador se muestra condescendiente e irónico al retratar a estos personajes.Si las primeras páginas parecen hacernos creer que Los demonios está escrito por un narrador omnisciente, pronto el texto nos indica que el narrador está implicado en la historia: “Yo todavía no he aparecido en escena” (pág. 64), “Aquí tuve ocasión de verle por primera vez” (pág. 67), “Entro ahora en la descripción de la circunstancia, hasta cierto punto divertida, con la que propiamente empieza mi crónica” (pág. 93); y en la página 97 tenemos esta revelación: “Como cronista, me limito a presentar los acontecimientos con fidelidad, exactamente como ocurrieron, y no tengo la culpa de que parezcan improbables.”. Y en la página 160 conseguimos leer una pequeña descripción del narrador por parte de otro personaje: “Es el señor G-v, joven que posee una educación clásica y que está relacionado con lo mejor de la sociedad.” Consultando lo escrito en Wikipekia sobre Dostoyevski me ha encantado poder ampliar mi vocabulario de comentador de libros; allí se afirma que el narrador de Los demonios es “homodiegético: Donde homo significa «mismo» y diégesis «historia». Dentro de esta categoría se considera al narrador como alguien que ha vivido la historia desde dentro y es parte del mundo relatado.”G-v, el narrador, es uno de los amigos de Stefan Trofimovich Verhovenski, que unos meses después de los acontecimientos inusuales (muertes violentas, incendios…) que han asolado a su ciudad de provincia, decide redactar una crónica que reconstruya lo ocurrido. Algunos sucesos los puede describir G-v como testigo, y otros tiene que reconstruirlos a través de testimonios. Y en más de un caso, el lector tiene la impresión de que G-v sucumbe a la tentación de hacer literatura, recreando unos diálogos de los que nadie puede guardar un recuerdo fidedigno, y otorgando a los personajes del drama unos pensamientos que sólo pueden ser reconstrucciones especulativas.
Si en un principio las intenciones de Dostoyevski fueron las de novelar el asesinato de un estudiante por parte de un grupo de extremistas, tal como ya apunté, pronto el talento del ruso se desborda, creando un impresionante fresco de época, que trasciende a la pura novela política o costumbrista, pero también al relato psicológico (del que Dostoyevski fue maestro); ya que, quizás, lo más interesante de esta novela sea lo que tiene de precursora de muchos de los cauces por los que iba a transcurrir la narrativa del siglo XX: prácticamente todo lo que fue, 70 ó 80 años después, el existencialismo francés; casi todo Sartre o Camus, se encuentra ya aquí, en estos personajes desesperados y suicidas, en estos hombres en busca de un sentido que se les escapa en medio de la angustia del existir, cuando se percatan de que la idea de dios los ha abandonado. Como dice la solapa de Alianza entre los personajes de Los demonios destaca con fuerza Nikolai Stravrogin, “figura atormentada que casi un siglo después habría de fascinar a Albert Camus”: Nikolai Stravrogin, o el padre literario de Meursault, el extranjero.
Y quizás lo más interesante para mí ha sido darme cuenta de la influencia de Dostoyevski en Franz Kafka, de quien releí sus 3 novelas seguidas (en la edición de Valdemar) hace 3 navidades: las conversaciones delirantes, sin entenderse, casi monólogos absurdos a dos voces de los personajes de Los demonios, preceden a las conversaciones de los personajes de El desaparecido, El proceso o El castillo; así que si Los demonios adelante casi un siglo el existencialismo del siglo XX, adelanta también unas cuantas décadas el expresionismo de Robert Walser o Kafka.
Y los acontecimientos narrados en Los demonios se agolpan en nuestra memoria según avanzamos por sus páginas, deseosos de conocer, intrigados por una trama envolvente, que tiene mucho que ver con la mejor novela negra.
Destacan como personajes Piort Stepanovich, el hijo de Stefan Trofimovich, intrigante y sibilino; y por supuesto, como afirmaba Camus, Nikolai Stavrogin, el hijo de Varvara Petrovna Stravrogina; pero también otros secundarios, como el infeliz Shatov, o Kirillov con sus delirantes teorías sobre el suicidio.Me parece un poco irrelevante resumir el argumento de las obras maestras de la literatura, y como curiosidad me interesa apuntar que mucha de la fuerza de esta novela se haya en un capítulo final, que queda fuera del texto y que se añadió a las ediciones de Los demonios a partir de 1921 cuando fue hallado entre los papeles de la viuda de Dostoyevski, y que el director de la revista en la que se estaba publicando la novela se negó a dar el visto bueno en su momento, y que tampoco pasó la censura en 1873 cuando se publicó como libro.
Me parecía al ir acabando la novela que el personaje de Stavrogin salía del foco de la acción y que acababa quedando un poco desdibujado frente a los otros personajes de la historia; pero mi impresión era falsa: Dostoyevski sí tenía intención de definir más a su criatura; y este trabajo estaba en estas página que sólo vieron la luz décadas después. ¿Por qué? Porque en este capítulo Stavrogin visita a un religioso y le confiesa sus crímenes y su locura, sus visiones y sus atrocidades: “Le contó que era víctima, sobre todo de noche, de cierta clase de alucinaciones; que a veces veía o sentía junto a sí a un ser maligno, burlón y «racional».” (pág. 871); “Le diré en serio y sin empacho que creo en el demonio, que creo en él canónicamente, en un demonio personal, no alegórico.” (pág. 872); “Toda situación extremadamente vergonzosa, completamente degradante, detestable y, sobre todo, ridícula, en que me he hallado en mi vida ha despertado siempre en mí, junto con una cólera desmedida, un deleite indescriptible.” (pág. 879). Y aquí descubrimos su verdadera personalidad, asocial, psicopática, nihilista.
Para acabar, voy a reproducir una cita que tengo anotada en la primera página de mi edición de Crimen y Castigo, una cita tomada del Trópico de Capricornio de Henry Miller, y que me tomé la molestia de escribir ahí en 1996, cuando ya había dejado de ser un estudiante de CC. Físicas y me había convertido en un descreído estudiante de Empresariales. Vuelvo a hacer mías, más de 15 años después, las palabras de Miller: “La noche que me senté a leer a Dostoyevski por primera vez fue un acontecimiento en mi vida, más importante incluso que mi primer amor. Fue el primer acto deliberado, consciente, que tuvo sentido para mí; cambió la faz del mundo por completo. Ya no sé si es verdad que el reloj se paró en aquel momento, cuando alcé la vista después del primer trago intenso. Fue mi primer vislumbre del alma del hombre, ¿o debería decir que Dostoyevski fue el primer hombre que me reveló su alma? Quizás hubiese sido yo un poco raro antes, sin darme cuenta, pero desde el momento en que me sumergí en Dostoyevski fui clara e irrevocablemente raro y me sentí satisfecho de serlo. El mundo ordinario, despierto, cotidiano había acabado para mí. También murió cualquier ambición o deseo de escribir que tuviera, y por mucho tiempo. Era como los hombres que han estado mucho tiempo en las trincheras, demasiado tiempo bajo el fuego. El sufrimiento humano ordinario, la envidia humana ordinaria, las ambiciones humanas ordinarias… eran mierda para mí.”