Revista Cultura y Ocio

Los detectives salvajes, por Roberto Bolaño

Publicado el 14 abril 2013 por David Pérez Vega @DavidPerezVeg

Los detectives salvajes, por Roberto Bolaño Ya había dedicado en el blog tres entradas a Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953-Barcelona, 2003), una sobre un cuento inédito, que gracias a un premio permitió a Bolaño conocer a Sensini (o Antonio Di Benedetto) y dos sobre sus novelas póstumas El Tercer Reich y Los sinsabores del verdadero policía. Y en más de una entrada ha aparecido el nombre del chileno, un autor que representa para mí el último mito de mi juventud lectora. Lo primero que leí de él debió de ser en 1997 o 1998: en el suplemento cultural de El País Babelia, la última página estuvo dedicada, durante una temporada, a artículos en los que numerosos escritores explicaban cómo había tenido lugar su iniciación con la lectura. Y entre ellos me llamó mucho la atención el de un desconocido para mí, Roberto Bolaño. Además, por aquel año de 1997 o 1998, empezaba a sonar su nombre en los suplementos culturales, y yo me había fijado en él y lo tenía apuntado para una posible lectura. Aunque no me decidí a leerlo hasta el verano de 1999, meses después de que hubiese ganado el Premio Herralde de 1998 con Los detectives salvajes. Antes de empezar con esta novela saqué de la biblioteca de Móstoles Estrella distante, novela corta que me deslumbró. Creo que ya he narrado aquí cómo la terminé de leer una tarde calurosísima, tomando una coca-cola en el McDonald de la Plaza de la Constitución de Móstoles (que luego cerraron; y para que cierre un McDonald, el gran símbolo de la civilización occidental, las cosas deben de ir muy mal en alguna parte). Acabé Estrella distante y saqué de la biblioteca Los detectives salvajes; y ya no pude parar de leer a Bolaño. Creo que es el único autor del que he buscado todo lo que ha publicado y del que tengo casi todas las primeras ediciones de sus libros por puro afán coleccionista y mitómano. Ya conté aquí la sorpresa que supuso encontrar en una librería de segunda mano de San Francisco, el pasado verano, la primera edición de Los detectives salvajes por ocho dólares. Y la compré, claro, aunque en casa tenía la sexta edición, firmada por Leopoldo María Panero –que aparece retratado como personaje en la novela en las páginas 494-496, en la figura de Pelayo Barrendoáin– y quien, cuando en la Feria del Libro de Madrid de 2006, le pedí que me firmara el libro de Bolaño, tras preguntarle si conocía al autor y si lo había leído, alzó su cabeza caída, negó moviéndola y me preguntó: “¿Ha estado donde la muerte?”. Un momento alucinante.
Llevaba tiempo barruntando la idea de releer Los detectives salvajes y los principales libros de Bolaño, pero era un proyecto que se iba posponiendo. Cada vez intento leer más, abarcar más, para darme cuenta después de que no puedo estar al tanto de todas las novedades con buena pinta que se publican, que no puedo leer a todos los clásicos, que debería leer más libros de ensayo o de filosofía... y que debería también detenerme un poco, de vez en cuando, y releer. Me impresionó una conversación que tuve durante las navidades pasadas con un amigo al que hacía un tiempo que no veía, un amigo de mi edad, que también es bastante aficionado a la lectura. Me dijo que últimamente cada vez le costaba más encontrar libros que le emocionaran como solía ocurrir hace diez o quince años, y que había decidido que cada vez que leyera un nuevo libro que no le llenase iba a releer uno que le hubiera gustado mucho en el pasado. Su postura me parece un tanto radical, pero en absoluto desacertada. Llega un punto en la vida, y a este amigo y a mí mismo nos queda poco para alcanzar los cuarenta años, que hay que recapacitar sobre lo pasado, volver a ello. En realidad, leer un libro que te entusiasmó hace catorce años es una experiencia nueva, porque la mayoría de sus escenas las había olvidado. Hace unas semanas, un domingo iba a comer a la casa de mis padres en Móstoles. Sabía que La vida interior de las plantas de interior de Patricio Pron como mucho me daría para el viaje de ida en tren. Necesitaba otro libro para el viaje de vuelta, y tomé de la estantería uno de mis dos volúmenes de Los detectives salvajes (la sexta edición, para preservar el valor de coleccionista de la primera). Al volver a Madrid desde Móstoles, esperando el tren en la estación, hojeaba los suplementos culturales que mi padre y mi tío me guardan cada semana, lectura que me serviría para el viaje de vuelta, porque ya estaba pensando en no releer Los detectives salvajes y leer algo de la cada vez más extensa zona de libros inleídos de mi biblioteca; y entonces empecé a leer la primera página de Los detectives salvajes como de broma, pensando que en realidad no lo iba a leer entero, y empecé a sonreírme ante las primeras anotaciones del diario de Juan García Madero; el diario de alguien a quien sentía como a un viejo amigo. Y me seguí sonriendo en el tren cuando los mitificados Arturo Belano y Ulises Lima irrumpen en el taller de poesía de Julio César Álamo. Y ya no pude parar de leer, claro. La verdad es que fue una gran idea la relectura, llevaba una temporada en el trabajo más estresado de lo normal, con menos tiempo para leer o escribir, y releer sobre estos jóvenes artistas soñadores, sobre estos viejos amigos a los que conocí por primera vez cuando tenía veinticinco años, es decir, cuando sólo era un poco más mayor que ellos, me ha sentado muy bien. Y creo que hoy no voy a hacer una reseña al uso, creo que no merece la pena hacer un resumen del argumento de obras tan conocidas como ésta, y que han tenido tanta repercusión y reconocimiento. Creo que me apetece más reflexionar sobre el hecho de leer o releer y sobre la asunción de los propios mitos.
Me percato de que no es lo mismo leer de adulto un gran libro por primera vez, por ejemplo la grata experiencia que supuso el diciembre pasado la lectura de David Copperfield de Charles Dickens, una agradable obra maestra con la que disfruté mucho, que releer un libro que se ha convertido en un referente personal. Hace años, cuando releí algunas de las novelas de Philip K. Dick, el mito de mi adolescencia lectora, al principio temí que yo hubiera cambiado y que lo que me gustó tanto a los dieciséis años no fuese a hacerlo con la misma intensidad pasados los treinta. Sé que hay personas a las que les ocurre esto, pero en mi caso, mi configuración mental (o nostálgica) hace que sienta la relectura como una celebración, un reencuentro con el que fui. García Madero, Belano, Lima, Müller, Font... habían penetrado con fuerza en mi mente hacía catorce años, habían viajado o envejecido conmigo y yo volvía ahora, cerca de los cuarenta, a encontrármelos en el México DF de 1975 eternamente jóvenes, y volvía a vivir la fantasía de ser joven de nuevo; ya que además de reencontrarme con estos personajes en la relectura me encontraba conmigo mismo, con el que fui. Es curioso cómo, tras los años, las 609 páginas de Los detectives salvajes se me han hecho más cortas que la primera vez.
Resalto algunos aspectos de la relectura: 1) Me he percatado, con más intensidad que otras veces, del recurso tan bolañesco de crear un misterio en el párrafo, o una sensación de amenaza. En el diario de García Madero, ante muchas situaciones a las que se enfrenta, nos dice que está temblando, y también (como ocurre con muchos personajes a lo largo de la novela) en más de una ocasión nos los encontraremos llorando. 2) Por si alguien no conoce el argumento (aunque he dicho que no iba a contarlo): García Madero, joven de diecisiete años, se ha unido a un grupo de poetas del DF, los realvisceralistas, liderados por Belano y Lima, personajes misteriosos que se supone que viven de la venta de marihuana. La primera parte del libro, Mexicanos perdidos en México (1975), está formada por el diario de García Madero desde que conoce a los realvisceralistas y abandona sus estudios de Derecho, hasta que tiene que huir del DF, junto con Belano, Lima y una joven prostituta llamada Lupe. La segunda parte, Los detectives salvajes (1976-1996) es un compendio de voces narrativas. Principalmente serán los realvisceralistas los que toman la palabra. Alguien parece estar buscando a Belano y Lima, alguien que se va entrevistando con personas que han convivido con ellos, bien en América, Europa e incluso África. El tono juvenil y desenfadado del diario de García Madero da paso a la madurez, al descalabro de la vida real, a la pérdida de los sueños de la juventud y los sueños artísticos. Siempre he pensado que en la obra de Bolaño uno de sus grandes temas es la pérdida de la juventud (“la juventud es una estafa”, pág. 454). En el diario de García Madero se anticipa todo lo que va a ocurrir: “Comí sentado en la cocina, en silencio, pensando en el futuro. Vi tornados, huracanes, maremotos, incendios” (pág. 62). En la tercera parte, Los desiertos de Sonora (1976), retomamos el diario de García Madero. Los cuatro personajes que huyen del DF en la primera parte se han adentrado en los pueblos del norte buscando a Cesárea Tinajero, la supuesta madre poética de los realvisceralistas. 3) El diario de García Madero no es realista y presenta ciertas incoherencias. En la página 83: “Ernesto San Epifanio dijo que existía literatura heterosexual, homosexual y bisexual. Las novelas, generalmente, eran heterosexuales, la poesía, en cambio, era absolutamente homosexual”, y pasa a enumerar la clasificación que ha hecho el día anterior San Epifanio sobre la homosexualidad de los poetas, la clasificación de más de setenta poetas según diferentes categorías de homosexualidad. Sin embargo, a pesar de ese alarde de memoria, luego leemos en la página 91: “Mientras comíamos se dedicó a contar chistes. Chistes de pintores. Nunca había escuchado a una mujer contar chistes tan buenos (desgraciadamente no recuerdo ni uno)”. 4) La estructura de la novela es compleja, y sin embargo no es cerrada. En la segunda parte, las voces a las que se les cede la palabra siempre hablan de las circunstancias en las que estuvieron con Belano y Lima. Pero en algún momento esta idea se rompe y aparecen voces que parecen olvidar su función de personas que ayudan a los detectives que buscan a Belano o Lima; como la parte en la que se parodia a los distintos tipos de escritores que firman en la Feria del Libro de Madrid. Bolaño es un escritor en este sentido más libre e imprevisible que otro como, por ejemplo, Mario Vargas Llosa. Si este último hubiese tratado de escribir esta novela, no se habría salido de un patrón previamente establecido: todas las voces narrativas habrían hablado durante el mismo número de páginas y su aparición habría seguido un orden estipulado previamente, lo que no ocurre en Los detectives salvajes. 5) Bolaño a veces es descuidado con la puntuación de sus frases. Por ejemplo, leemos en la página 407: “Y yo entonces le dije que desde hacía casi un año no menstruaba, y que tenía problemas médicos, que había sufrido dos agresiones sexuales, que tenía miedo y rabia, que iba a hacer una película, que tenía proyectos, y él mientras me escuchaba me acariciaba el cuerpo y me miraba y de repente me pareció estúpido todo lo que le estaba diciendo y me entraron ganas de dormir, dormir con él, en su colchón tirado en el suelo de aquella casita minúscula, y fue pensarlo y quedarme dormida, un sueño largo y plácido, sin sobresaltos, y cuando desperté la luz del día entraba por la única ventana de la casa y se oía una radio lejana, la radio de un trabajador que se disponía a ir a su trabajo y Arturo, a mi lado, estaba dormido, un poco encogido, tapado con las mantas hasta las costillas, y durante un rato estuve contemplándolo y pensando cómo sería mi vida si viviera con él, pero luego decidí que tenía que ser práctica y no dejarme llevar por ensoñaciones y me levanté con mucho cuidado y me fui”. Posiblemente, muchos de nosotros tomaríamos este texto y pondríamos más de un punto en algún lugar. Citando a Borges: Quevedo hubiese podido corregir una página de Cervantes, pero no hubiese podido escribirla. En realidad, Bolaño me parece un estilista impresionante, con unas frases poéticas y bellas, abiertas al misterio; unas frases elásticas y elegantes, que se sobreponen a cualquier deficiencia en la puntuación o rima interna. 6) Me llama la atención, paralela al éxito de Bolaño en el mundo hispano y anglosajón, la campaña de desprestigio de Bolaño. Sobrevalorado, suele ser el término más común. (En mi propio blog ha ocurrido: vean la entrada correspondiente a los Cuentos completos de Franz Kafka.) La idea es falsa: si alguien tiene éxito entonces es que escribe bestsellers comerciales, y sus libros serán cultura de masas y por tanto sin valor elitista, que es el que creo que debe tener la literatura verdadera. Es decir, puedo citar a Bolaño como influencia mientras a Bolaño le conozca sólo yo y un pequeño círculo de allegados, si su fama crece entonces es porque está sobrevalorado, y entonces me tendré que buscar un nuevo referente elitista. Porque yo escribo, no tengo éxito, y esto quiere decir que no escribo bestsellers para las masas, sino que soy un escritor de la estirpe de Kafka, que será reconocido sólo por una élite intelectual después de mi muerte. 7) Encuentro conexiones en Los detectives salvajes con otros libros de Bolaño, y no me acordaba de esto: en la página 159 se nombra ya a la ciudad de Santa Teresa, clave en 2666. En la página 170 aparece un novelista francés llamado J. M. G. Arcimboldi; nombre similar al del escritor buscado en 2666. Pág. 596: “Y Cesárea apuntó una fecha: allá por el año 2600. Dos mil seiscientos y pico”. 8) Bolaño usa el sustrato de su propia experiencia vital como fuente de su narrativa. Pág. 237, se nos cuenta de Lima: “Probablemente no me lo crean, pero se duchaba con un libro. Lo juro. Leía en la ducha. ¿Que cómo lo sé? Es muy fácil. Casi todos sus libros estaban mojados”. Esta anécdota se la oído contar a Bolaño en una entrevista hablando sobre su amigo el poeta Mario Santiago, alter ego de Lima. 9) Como apunta Jorge Herralde, quizás la escena más extraña del libro sea la que Belano se bate en duelo de espadas con el crítico literario Iñaki Echavarne. Una escena excesiva, en todo caso. 10) Quizás Los detectives salvajes represente un homenaje de Bolaño a Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo; y las voces de la segunda parte cumplan una función similar a las de las voces de los muertos de Comala. Quizás ahora en vez de voces de muertos tengamos “una película de zombis” (pág. 329).
Ha sido todo un placer reencontrarme con Roberto Bolaño. Me ha transmitido una energía enorme. Espero seguir releyendo sus libros, y que se publiquen los manuscritos que, al parecer, aún se mantienen inéditos.

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