El viernes concluyó el Congreso Internacional de Salud Socioambiental en la facultad de Medicina de Rosario que me ha traído hasta Argentina. Ayer sábado tuve tempo de conocer algo sobre el río Paraná, el segundo más grande de América Latina y motor de la ciudad y de toda la región. Para que os hagáis una idea, la anchura del mismo a la altura de Rosario es de 60 kilómetros. El río posee numerosas islas, algunas de ellas habitadas, ya sea todo el año o sólo los fines de semana.
Como he contado en otras crónicas de este viaje, toda esta zona es sojera. Las compañías agrícolas internacionales han cambiado el paisaje en los últimos lustros en favor de monocultivos extensivos de cereales. La soja es la principal protagonista. Casi nada parece detener el avance de los campos se soja, transgénica y cultivada con profusión de agrotóxicos. (la misma que comemos en España previo paso por Asia muchas veces). Lo que no queremos cultivar en Europa, se exporta con sus altísimos costes ambientales, que no se computan.
Tal es así que ayer, tras la comida, paseando por la margen del río, llena de gente que disfrutaba de una preciosa tarde de sábado, podíamos ver cómo las cortinas de humo de extraños y enormes fuegos se cernían sobre la ciudad de Rosario amenazantes esparciendo su característico olor a quemado. Mi acompañante, Daniel Verzeñassi, auténtico promotor del citado congreso, me explicó que son las propias islas que arden porque se utilizan como pastos para las vacas, desplazadas de las tierras donde pacían habitualmente por los cultivos sojeros.
Por la tarde, ya anocheciendo, volé hasta Buenos Aires, donde me encuentro. Mi anfitriona, una conocida abogada que, entre otros temas, lleva casos de reacciones adversas a los medicamentos y el sistema sanitario, me llevó a cenar a uno de los barrios más ricos o “de moda” de la megalópolis andina, Puerto Madero. El tradicional asador argentino, ofrecía carnes de su propia finca ganadera con los tradicionales cortes que han hecho famosas sus presentaciones (atención a los vinos de Mendoza).
En Argentina el consumo de carne es alto; estaba al alcance de la mayor parte de la población, según me cuentan, pues al producirse mucho el precio era asequible. No sólo en Argentina sino en toda esta región. Tuve la oportunidad de cenar uno de estos días de congreso con un valiente fiscal uruguayo enfrentado a las multinacionales papeleras que contaminan los ríos del país y me contaba que de niño para cenar casi todos los días de la semana tenían un filete de vaca (también hay vegetarianos, en esta misma casa desde la que os escribo, la de mi anfitriona).
Y pobres, en Argentina las desigualdades sociales son muy acentuadas y en unos kilómetros de carretera hacia el aeropuerto de Rosario, por ejemplo, puedes atravesar barrios de clase media, media baja, de pobreza extrema o de gente acomodada y conviven por la fuerza de la costumbre, como si el destino hubiese tocado a unos con una varita mágica y los otros estuvieran esperando ser los próximos elegidos; muy triste.
Todo esto es consecuencia del modelo de producción y consumo que se ha encaminado a lo que mi colega catalana Esther Vivas denomina una agricultura [y ganadería] sin campesinos. ¿Quien nos está alimentando entonces? ¿Qué estamos comiendo si estamos cambiando nutrición por simple ingesta? ¿Qué consecuencias económicas y sociales y ecológicas tiene este modelo? ¿Y los daños que provoca en la salud?
En la Facultad de Medicina de Rosario han estudiado el aumento de hospitalizaciones por problema respiratorios de los fuegos “sojeros” y los altos niveles de consumo de carne están relacionados con muchos problemas de salud, leed el libro El estudio de China (aunque otro médico, cardiólogo y experto en nutrición con el que comí estos días rosarinos, no le concediera mucha importancia… será porque es argentino