Puesto porJCP on Feb 7, 2013 in Autores
El mayor obstáculo para una lectura razonable de la Ilíada ha sido frecuentemente la imposibilidad de comprender el papel que desempeñan los dioses en las obras de Homero. Se cree que los dioses son sobrenaturales y que Homero era politeísta. Incluso Lattimore, en su aguda introducción a su traducción poética de la Ilíada, habla repetidamente de ayuda sobrenatural. Pero este concepto está fuera de lugar en Homero; implica un anacronismo, una referencia a una visión del mundo totalmente extraña a la suya y reduce la comprensión de la experiencia de vida expresada en la Ilíada.
El poema contiene muchas referencias a los dioses que son fácilmente traducibles a un lenguaje “naturalista”. He aquí algunos de los ejemplos más sorprendentes: “Así rezó Agamenón, pero Zeus no estaba preparado para garantizarle lo que él quería. Aceptó su ofrenda, pero a cambio le mandó más tribulaciones”. En otras palabras: el becerro de cinco años que ofreció Agamenón no sirvió para nada; pero es más bello decir: Pero aceptó su ofrenda y multiplicó sus tribulaciones.
Y en vez de decir que “no podía ser”, Homero dice “Pero Zeus no podía garantizarle”. Y donde nosotros diríamos “debía estar loco”, Homero dice: “Pero Zeus, hijo de Cronos [debió de enloquecer], enloqueció a Glauco, puesto que cambió a Diomedes una armadura por otra de bronce, y cien becerros cuyo valor no sobrepasaba al de nueve”.
En el canto XI, Diomedes llega casi a matar a Héctor y le dice: “Tú, vil perro, […] otra vez más te ha protegido Apolo […] pero vamos a encontrarnos de nuevo y entonces acabaré contigo si es que también puedo lograr la ayuda de algún dios. Por el momento probaré mi suerte contra el resto”.
La última frase está más literalmente por Lattimore, aunque incorrecta gramaticalmente: “Por el momento voy a perseguir a quien pueda adelantar de los otros”. Homero no menciona la palabra “suerte”; cuando quiere hablar de lo que nosotros llamaríamos suerte, él habla de los dioses, tal como se ha visto en este pasaje.
Lo que Diomedes le dice a Héctor es algo así: “¡Que dios te ayude cuando encuentre a un dios que me proteja!” O bien: “La suerte te ha protegido otra vez, ¡perro! pero llegará el día en que me proteja a mí, y entonces, que los dioses se apiaden de ti!”. O bien: “No siempre prevalece el mejor en el combate, puesto que suerte toma parte en él, pero si algún día nos encontramos frente a frente en igualdad de condiciones, perro maldito, no te salvará la suerte, y morirás a mis manos”.
Al final del canto VII, los aqueos y los troyanos pasan la noche divirtiéndose, “pero durante toda la noche Zeus, el Pensador, maquinando maldades contra ellos, estuvo lanzando rayos y truenos ignominiosamente. Ellos palidecieron de miedo y derramaron vino en el suelo. Nadie osaba beber sin haber hecho antes una libación […]”. Se trataba de una tempestad experimentada como un augurio aterrador.
En el comienzo del mismo canto se nos ofrece una imagen más completa: “Todos se sentaron y Agamenón hizo que los soldados aqueos hiciesen otro tanto. Atenea y Apolo, del arco de plata, también se sentaron en la misma posición que los buitres, en la alta encina sagrada para Zeus, el escudado. Todos se deleitaban viendo a los guerreros troyanos y aqueos cuyas densas filas aparecían erizadas de escudos, cascos y lanzas, como el viento del oeste posándose sobre el mar que hace encrespar y ennegrecer las olas” [133: VII. 54 ss].
La gran importancia de estos fragmentos y de muchos otros que acá no se transcriben es evidente. No tiene sentido preguntarse por lo que “realmente” pasó. Naturalmente otro poeta podría haber contado la historia de otro modo, dejando fuera a los dioses. Es posible que Shakespeare hubiese conservado el meteoro para sugerir que el universo estaba revuelto y que hubiese escrito un diálogo en el cual Pándaro resistiera al principio la sugerencia de Laodoco, o quizás un monólogo donde el arquero sopesara los pro y los contra. Un poeta contemporáneo hubiera podido sentir la necesidad de motivar el importante acto de Pándaro únicamente recordando momentos de su infancia. Homero está más cerca de Camus y de Sartre y deja al hombre actuar de una manera básicamente irracional y disparatada, sin argüir el hecho de que si conociéramos suficientes datos, descubriríamos que la acción fue necesaria y, en cierto sentido, racional. La última cosa que Homero hubiese sentido, como muchos de nuestros contemporáneos, es que el capricho sólo es posible en asuntos de menor importancia y completamente imposible cuando se trata de grandes acciones tales como disparar a un presidente o la resolución de echar una bomba atómica, o bien la decisión de bombardear Vietnam del Norte. Homero considera el elemento imprevisible, irracional y caprichoso relacionado precisamente con hechos y decisiones que comportan crueles sufrimientos y muertes horrorosas para muchísima gente.
Referente a los dioses, el aspecto más importante de Homero es que la creencia está fuera de toda consideración. Por esta razón, el contraste entre el politeísmo de Homero y el monoteísmo judío o cristiano es completamente falso. Veinte siglos de cristianismo han dejado una profunda huella en el pensamiento occidental, y ello hace difícil comprender la noción de que la creencia no entra en una persistente charla sobre los dioses. En consecuencia, hay que explorar esta idea con más detalle.
Incluso en la Biblia, la creencia no ocupa el papel central desempeñado, por ejemplo, en el Evangelio según San Juan. Y en el judaísmo tradicional, la creencia no se ha considerado como algo tan crucial así como lo es en la cristiandad tradicional. Los primeros cristianos descubrieron su identidad en lo que creían. Eran cristianos los que creían que Cristo resucitó de entre los muertos al tercer día; que resucitó para que “quienes creyeran en él tuvieran vida eterna”, y “que quien cree en Él no se condena, mientras que quien no cree ya está condenado porque no ha creído en el nombre del Hijo de Dios”. Y no eran cristianos quienes no creían en todo eso. No se era cristiano por nacimiento, tal como se era judío o griego; uno se convertía en cristiano en virtud de sus creencias.
En cierta manera, desde luego, todo eso cambió con el paso del tiempo: los niños nacidos de padres cristianos eran automáticamente cristianos; pero el énfasis en la creencia permaneció inalterable en las Sagradas Escrituras, y nadie podía ser plenamente cristiano sin testimoniar su propia creencia en Jesucristo. Y el contenido preciso de las creencias requeridas fue definiéndose progresivamente a través de los Concilios de la Iglesia.
En el judaísmo tradicional, era una forma de vida la que desempeñaba un papel semejante al atribuido a la fe en el cristianismo tradicional. La ceremonia de la confirmación a los trece años significaba que el muchacho se convertía en hijo de la Ley y se comprometía a observarla.
La diferencia más relevante entre judaísmo y cristianismo estuvo históricamente condicionada: las Escrituras Hebreas pertenecían, en su mayor parte, a los tiempos pre-helénicos, mientras que las escrituras del Nuevo Testamento, no sólo estaban escritas en griego, sino que fueron muy influidas por el helenismo. La opinión general en las tierras conquistadas primero por Alejandro y luego por los romanos estaba muy lejos de la sensibilidad homérica. El corte decisivo, preparado ya por los últimos presocráticos y los sofistas, se sitúa entre Sófocles y Platón. Las tragedias de Sófocles representan el aria del cisne del viejo orden, y los Diálogos de Platón, el comienzo de la nueva era. El siglo V fue todavía el siglo de la tragedia y la poesía. El siglo IV ya no conoció poetas como Píndaro y Esquilo, Sófocles y Eurípides: es el siglo de la filosofía, la edad de Platón y de Aristóteles.
Efectivamente, los fundadores del estoicismo, epicureísmo y escepticismo nacieron todos durante el siglo IV y murieron entre los años 270 y 274 a. J.C. Luego vinieron los filósofos de escuela y los eruditos. Cuando se empezó a escribir el Nuevo Testamento, Esquilo era tan remoto como lo es hoy Dante para nosotros. Era una época que vio la coexistencia de la tolerancia, la superstición y el fanatismo; pero todo estaba muy lejos de Homero y su poesía era extraña a todo el mundo. Cualquier intento de asimilar Homero a esta época se derrumba de antemano por su propio peso.
En casi todos los sentidos, Homero está más cerca del Génesis que de San Juan. Y también se suele leer el Génesis como si perteneciera a una época en la cual ya no se escribía este tipo de poesía. La preocupación por la creencia pertenece a una edad más tardía de la religión. En el primer capítulo del Génesis no se pretende que deba creerse todo literalmente, ni tampoco que aquellos que dudan serán condenados. Este tipo de poesía es anterior a toda pregunta sobre significado preciso, sobre el cuándo y el cómo; apareció siglos antes que los métodos socráticos, mucho antes de la rivalidad de Heráclito con los poetas. Al igual que la Ilíada es un monumento de la edad libre de este fundamentalismo contra el cual reaccionó Platón, mientras era víctima de su curiosa manera de leer.
No es éste el lugar para tratar del Antiguo y el Nuevo Testamento, del judaísmo y el cristianismo. Lo mejor será citar a un filólogo de lenguas clásicas que nos habla de los dioses griegos. Tenemos que recordar que los antiguos griegos no formaban parte de ninguna nación coherente, sino de grupos de pueblos que se empujaron unos a otros durante siglos, asentándose en una parte para volverse a asentar en otra y haciendo continuamente nuevos contactos con nuevos vecinos […] Casi siempre la divinidad más antigua era una diosa, en cuyo caso resultaba natural hacerla esposa del nuevo dios. Si la primera divinidad era un dios en lugar de una diosa, como ocurriera a Jacinto, podría ser que suplantara a su hijo, lo cual implica la existencia de una madre, alguna ninfa local o una diosa. Todo ello era muy natural e inocente. Pero algo debió ocurrir en muchos de los numerosos valles e islas donde estaban asentados los griegos. Los dioses locales que habían suplantado a sus hijos fueron identificándose con dos personas: Zeus y Apolo. Parecía que éstos tenían una enorme progenie a través de un gran número de bellas diosas, ninfas o mujeres mortales. Estos amoríos divinos fueron el resultado fortuito, y no la intención, de los mitos. Y la razón por la cual ello no ofendía ningún sentimiento religioso, era el hecho de saber que sólo se trataba de una explicación. No era algo educativo, dogmático, autoritario, sino simplemente lo que “se decía” […] A pesar de que hubiese adquirido el peso de la tradición, era una explicación que se podía tomar o dejar. Lo esencial era honrar al dios en los ritos; nada obligaba a nadie a creer en la historia de los dioses.
Esto todavía no explica si se nos confronta con lo sobrenatural cuando se menciona a los dioses. Pero toda la antítesis de natural y sobrenatural pertenece a una corriente posthomérica. Al igual que otros tipos de dualismo, éste tampoco se encuentra en la Ilíada. Hermann Fränkel ha señalado que “no hay ninguna división de la persona entre y ”. “La palabra psyche es únicamente usada para designar el alma de los muertos, y la palabra soma, que en la Grecia posthomérica significa cuerpo, en Homero designa “cadáver”: el hombre homérico se dividía en cuerpo y alma solamente cuando se hacía referencia a un cuerpo desvanecido. en ningún caso se aducía esta dualidad respecto de un cuerpo vivo. Tampoco él se consideraba como una dualidad sino como una identidad única”. Bruno Snell señala el mismo aspecto, añadiendo que Aristarco (un sabio alejandrino que murió en el año 157 a.J.C., a la edad de setenta y dos años) fue el primero en llamar la atención sobre el hecho de que Homero designada, con la palabra soma, únicamente el cuerpo sin vida; y añade, además, que “la distinción entre cuerpo y alma representa un descubrimiento” y que “el primer escritor que caracterizó el nuevo concepto de alma fue Heráclito, el cual llamó el alma de un hombre con vida, psyche.”
Puede parecer que nos hemos alejado de lo sobrenatural, pero la doctrina de los dos mundos depende de la distinción entre cuerpo y alma. El mundo visible se considera subordinado a otro más real a partir del momento en que se considera que nuestro cuerpo no es la esencia de nosotros mismos. Y cuando el cuerpo (soma) se convierte en la tumba del alma (sema), se empieza a buscar la verdadera morada del alma más allá de este mundo. De esta forma el alma es la fuente de lo sobrenatural. Y cuando un hombre no se siente dividido consigo mismo, tampoco tiene ninguna noción de lo sobrenatural. Lo sobrenatural es una proyección del hombre al sentirse alienado de la naturaleza.
Todos los grandes maestros de la doctrina de los dos mundos dan testimonio de ello: los Upanishads distinguen el verdadero yo, el Atman, del cuerpo, y la verdadera realidad, Brama, de la naturaleza. Platón fue un dualista en ambos niveles, y Kant, por su parte, también requería un yo numinoso y trans-empírico así como otro mundo. A diferencia de ellos, Homero no requería ni una cosa ni otra.
“No hay ningún sentimiento dividido en Homero” nos dice Snell. Nos comenta, luego de un ejemplo: “Al igual que en muchos otros pasajes, cada vez que Homero se refiere a la intervención de un dios, el acontecimiento no tiene nada de sobrenatural o diferente de lo natural […] Siempre que un hombre alcanza algo más de lo que su actitud previa o lo que otros esperaban que lograra, Homero lo relaciona, como si intentara suplir una explicación, con la intervención de un dios”.
Hemos visto, pues, que muchos pasajes donde se mencionan a los dioses, pueden ser fácilmente traducidos en prosa o verso naturalista. Hay otros pasajes donde esta operación no resulta tan fácil, pero tampoco éstos establecen ninguna presencia de lo sobrenatural en Homero. En este aspecto, Snell fue demasiado lejos: “Según las nociones que sobre los dioses tenía la Grecia clásica, éstos están sujetos a las leyes del cosmos, y, en Homero, los dioses siempre actúan en estricto acuerdo con la naturaleza. […] No sería exagerado decir que lo sobrenatural, en Homero, siempre se comporta con mayor regularidad, e incluso es posible formular leyes precisas que controlan la interferencia de los dioses en los quehaceres humanos. En Homero, cada nuevo cambio de dirección en los acontecimientos está originado por un dios”. Eso, si es cierto, es sólo la mitad de lo que habría que decir.
Comparemos en primer lugar a Homero con el Génesis, y luego con la mentalidad científica moderna. Comparado con el Dios que nos describe la historia de la creación en la Biblia, los dioses de Homero no son en modo alguno sobrenaturales, sino parte de la naturaleza; se parecen más a los hombres que al Dios bíblico. Éste está fuera del mundo que Él creó. No hay nada en el mundo que sea divino o que merezca adoración; únicamente el hombre comparte el espíritu de Dios, pero la distancia entre Dios y el hombre es absoluta, e incluso Abraham que se permite desafiar la justicia divina no es más que “polvo y ceniza”. No ha habido jamás hombre alguno que haya sido elevado al rango de los dioses; tampoco han semidioses o seres intermedios como, por ejemplo, Prometeo. Por el contrario, los dioses de Homero están en el mundo; la naturaleza está llena de seres divinos que merecen adoración. Zeus engendró varios hijos con mujeres mortales, y la distinción entre hombres y dioses es vaga e incierta. Una vez, como favor especial, Atenea permitió a Diomedes “distinguir entre hombres y dioses”.
Y por lo que se refiere a la mentalidad científica moderna, todos estamos acostumbrados a considerar el universo como algo que se parece a un reloj. Los deístas insistían en que, en un principio, Dios debía de haber fabricado un reloj y que le había dado cuerda, pero no pensaron que, según esta imagen, Dios era necesario para mantenerlo en marcha. A través de esta imagen es muy fácil darse cuenta de lo que se entiende por intervención sobrenatural: se supone que todos los acontecimientos naturales son predecibles y están determinados, y que la intervención natural tiene lugar cuando estos acontecimientos se suspenden o interrumpen mediante algún hecho milagroso. Hay otra noción de milagro que significa simplemente acontecimiento maravilloso. La palabra alemana para milagro es Wunder, y retiene el viejo significado de maravilloso, encantador. Pero las maravillas no son necesariamente sobrenaturales. Homero está lleno de ellas y, sin embargo, buscar algún elemento sobrenatural en la Ilíada no es más que un anacronismo, como lo sería atribuirle una concepción mecanicista de la naturaleza y del universo. Su mundo abunda en prodigios y es, para decirlo en una sola palabra, poético.
El politeísmo sugiere la creencia en muchos dioses y está en oposición con monoteísmo que significa la creencia en un solo dios. Y Homero difiere del monoteísmo en dos aspectos. En primer lugar, confrontado con la realidad de un culto dado a muchos dioses, nunca se opone a esta diversidad con alguna polémica; al contrario: hace de ello un uso poético. Y en segundo lugar, la creencia está fuera de sus textos.
El lenguaje politeísta es muy adecuado para describir guerras. Ningún otro poeta ha sido capaz de mostrarnos tan perfectamente la confusión de una guerra, con sus cambios de fortuna y propósitos conflictivos.
por Patricia Damiano