Se naturalizó francesa, pero era polaca y había nacido en Varsovia en julio de 1879. Su padre era abogado y su madre, lingüista y traductora (había sido la responsable de traducir a Mark Twain al polaco). La pequeña Wanda Landowska a los cuatro años ya se sentaba delante del piano y movía los dedos tratando de hacer música: su educación formal consistió en aprender el instrumento primero en el Conservatorio de su ciudad natal, después en Berlín, influida por el espíritu de Hans von Büllow, un virtuoso compositor romántico, y luego en París, bajo la tutela del pianista Moritz Moszkowksi. Allí se casó, en 1900, con el folklorista Henry Lew, aunque la unión duró poco, y dio clases por doce largos años. Pero lo que a Wanda le atraía, lo que realmente la fascinaba, era la música antigua. Y en particular, el instrumento que más importancia revestía para ejecutarla: el clave o clavecín o clavicímbalo, similar al piano pero más pequeño, con doble fila de teclas y siete pedales. Muy popular durante el barroco, el clavecín había sido olvidado y las piezas escritas para él comenzaron a ser tocadas por pianos más modernos. Bach fue uno de los compositores que más vuelo consiguió darle al instrumento gracias a sus obras El clave bien temperado y las famosas Variaciones Goldberg. “No se deben interpretar las obras maestras como si uno viera pasar un féretro, paralizado por el respeto”, repetía Wanda. Había algo vivo en la música antigua que ella todavía buscaba transmitir con pasión.
Concentrada y abstraída a la vez, tal impresión daba verla doblada hacia el clavicordio, moviendo los dedos más rápido que la vista, que el pintor post-impresionista ruso Leonid Pasternak (padre del famoso escritor Boris Pasternak) la inmortalizó en su cuadro Concierto de Wanda Landowska en 1907, como ya lo había hecho con otros artistas e intelectuales de su círculo. Allí, entre damas y caballeros bebiendo, en una atmósfera marrón de noche y humo, se la ve a Landowska encorvada, sacándole música al clave como si en ello se le fuera la vida.
Gran estudiosa y admiradora de Bach, Wanda se propuso ejecutarlo como él hubiera querido, sin cambiar el sonido por otro instrumento. Así viajó por Europa en busca de antiguos clavecines, pero las costosas y complejas restauraciones los habían desvencijado. Exigente, Wanda encargó a la fábrica de pianos Pleyel que le construyeran un clavecín nuevo para inaugurar con él el Festival Bach de 1912 en Breslau. Ese sería su instrumento, el que la acompañaría en sus conciertos por todo el mundo. Así como Bach marcó un antes y un después en los teclados, Wanda volvió a poner en el centro de la escena todas sus virtudes, haciéndolos sonar. Incluso fue ella quien le encargó a compositores como Manuel de Falla que escribieran nuevamente piezas para clave, incluyéndolo en las orquestas modernas.
En 1925 se convirtió en una de las profesoras más renombradas de la Ecole de Musique Ancienne de París. Su casa de Saint-Leu-la-Foret, en los suburbios de la capital francesa, se transformó en un centro de estudios con una sala de conciertos para escuchar música antigua hasta 1940, cuando las tropas alemanas invadieron París y Landowska, más por cuestiones ideológicas que por su ascendencia judía, escapó a los Estados Unidos junto a su asistente Denise Restout (o tal vez era su pareja; hay registros de que Wanda asistía al salón de Natalie Cliffort Barney, un círculo lésbico famoso del período de entreguerras). Su casa francesa fue saqueada y sus instrumentos, destruidos. Después de pasar por Nueva York, en 1949 se asentó en Lakeville, Connecticut, y siguió dando clases durante sus últimos diez años de vida. Sus escritos fueron compilados y sus grabaciones se difundieron entre entendidos: la mayor intérprete de clave del siglo XX no quiere que en el siglo XXI olvidemos otra vez el instrumento.
Por Malena Rey
Fuente; Página/12
Revista En Femenino
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