En su libro autobiográfico, El mundo de ayer (1942), Stefan Zweig cuenta cómo a finales del siglo XIX, en Viena, en el Imperio austrohúngaro, gobernado por un soberano de 70 años rodeado de ministros decrépitos, la opinión pública no se fiaba de la juventud. Pobre de aquel que mantuviera un aspecto infantil: no le resultaba fácil encontrar un trabajo; el nombramiento de Gustav Mahler a la edad de 37 años como director de la Ópera Imperial fue una escandalosa excepción. Ser joven era un obstáculo para cualquier carrera.
Los jóvenes ambiciosos tenían que parecer mayores y empezar a envejecer en la adolescencia: acelerar el crecimiento de la barba afeitándose todos los días, llevar gafas con montura dorada en la nariz, lucir cuellos almidonados, ropa rígida y una larga levita negra y, si era posible, tener un poco de sobrepeso, lo cual era signo de seriedad. A los 20 años, vestirse de persona madura era la condición sine qua non para el éxito. Era necesario castigar a las nuevas generaciones, ya penalizadas por una educación humillante y mecánica, arrancarlas de sus comienzos como novatos, de su indisciplina de chicos malos. Era el triunfo de la gravedad que impone la edad honorable como el único comportamiento civilizado de la humanidad.
"Lo abominable de la guerra es que invierte las prioridades y destruye a los hijos antes que a los padres"
Qué contraste con nuestros tiempos, cuando cualquier adulto trata de forma desesperada de mostrar los signos externos de la juventud, practica la confusión de disfraces, lleva el pelo largo o vaqueros; cuando las propias madres se visten como sus hijas para anular cualquier brecha entre ellas. En el pasado, la gente vivía la vida de sus antepasados, de generación en generación. Ahora los progenitores quieren vivir la vida de sus descendientes.
Jovencitos de 40 años, cincuentones con aspecto adolescente, sexigenarios, aventureros de 70 o más, con sus mochilas, sus bastones de esquí y sus cascos, aficionados a la marcha nórdica, que cruzan la calle o los jardines públicos como si estuvieran atacando el Everest o el Kalahari, abuelas en escúter, abuelos en patines o en monociclos eléctricos. Es el vértigo de la regresión autorizada. El desajuste generacional es tan cómico como sintomático: entre los jóvenes encorsetados en sus trajes ceñidos y los viejos con sienes plateadas que se pasean en pantalones cortos, la cronología se altera.
Mientras tanto, los valores se han invertido. Para Platón, la escala de conocimiento debía seguir la de las edades. Solo el individuo mayor de 50 años podía contemplar el Bien. La dirección de su República debía dejarse, a través de una especie de "gerontocracia atemperada" (Michel Philibert), solo a los ancianos, capaces de impedir la anarquía de las pasiones, de orientar a los ciudadanos hacia un alto grado de humanidad. El ejercicio del poder era una función de la autoridad espiritual. Fue Platón, mucho antes que el Benjamin Button de Scott Fitzgerald, quien en el Político imaginó que en los viejos tiempos "los ancianos muertos salían de la tierra para vivir sus vidas al revés" y regresaban al estado de un bebé recién nacido. Así que vio la infancia como el fin de la existencia, un regreso al punto de partida después de un largo viaje. El principio pasó a ser el final, y el final, el principio.
"La sociedad del culto a la juventud tiene la peculiaridad de que está, desde la primera infancia, obsesionada con la senectud y a la caza de la misma en una sobremedicación preventiva"
Hemos desarrollado otra visión sobre el tema: durante un siglo, desde la hecatombe de la Primera Guerra Mundial, que vio desaparecer a toda una generación bajo las órdenes de generales irresponsables, es la madurez la que se percibe como un declive, como si madurar fuera siempre morir un poco. Lo abominable de la guerra es que invierte las prioridades y destruye a los hijos antes que a los padres. Es entonces cuando la juventud se convierte, con el surrealismo y Mayo del 68, herederos de Rimbaud, en la reserva de todas las promesas, en la propia cristalización del genio humano.
"Nunca confíes en nadie mayor de 30 años", dijo el agitador y pacifista americano Jerry Rubin en los años sesenta, antes de convertirse en un próspero hombre de negocios a sus 40 años. De esta inversión nació una nueva actitud: el culto a la juventud, síntoma de sociedades envejecidas, ideología de adultos que quieren acumular todas las ventajas, la irresponsabilidad de la infancia y la autonomía del adulto. El culto a la juventud se está destruyendo a medida que se afirma: los que lo reclaman pierden un poco más cada día el derecho a reclamarlo a medida que envejecen a su vez. Transforman un privilegio efímero en un título permanente de nobleza. Los destructores de un periodo se convierten en los anticuados del siguiente.
El pionero solicita el título de noble por adelantado, y el joven mimado se transforma en alguien que vive de las rentas de sus mimos. Incluso los baby boomers, esos fanáticos de la adolescencia, terminan convirtiéndose en septuagenarios u octogenarios. La sociedad del culto a la juventud tiene la peculiaridad de que, lejos de ser el triunfo del hedonismo, está, desde la primera infancia, obsesionada con la senectud y a la caza de la misma en una sobremedicación preventiva. Y la falsificación de la eterna juventud suena cada vez más falsa a medida que pasa el tiempo.
"Uno sigue siendo valiente mientras la edad psicológica no coincida con la edad biológica y social"
Hasta los 30 años, el animal humano no tiene edad, solo la eternidad por delante. Los cumpleaños son formalidades divertidas para él, escaneos inofensivos. Luego vienen los múltiplos de diez, la lista de décadas, 30, 40, 50. El envejecimiento es ante todo esto: estar bajo arresto domiciliario en el calendario, convirtiéndose uno en el contemporáneo de épocas pasadas. La edad humaniza el paso del tiempo, pero también lo hace más dramático. Es la tristeza de ponerse a la cola, de ser atrapado por la condición común. Tengo una edad, pero no necesariamente esta edad, registro una brecha entre las representaciones asociadas al estado civil y lo que siento. Cuando esta discrepancia se vuelve, como hoy, masiva, cuando un ciudadano holandés de 69 años presenta una denuncia contra el Estado en 2018 para cambiar su estado civil porque se siente un hombre de 49 años y sufre discriminación en su trabajo, así como en su vida amorosa, estamos presenciando un cambio de mentalidad. Para bien o para mal. Reivindicamos vivir varias veces, como nos plazca.
Ya no miramos nuestra edad, porque la edad ha dejado de hacernos o de deshacernos: es solo una variable entre otras. Ya no queremos estar atados a nuestra fecha de nacimiento, a nuestro sexo, al color de la piel, al estatus: los hombres quieren ser mujeres, y viceversa, o ninguna de las dos cosas, los blancos se creen negros, los ancianos se creen bebés, los adolescentes se inventan sus documentos para beber alcohol o ir a las discotecas; la condición humana está huyendo de todas partes, estamos entrando en la era de las generaciones y de las identidades líquidas. No queremos ceder a la intimidación de los grandes números, exigimos el derecho de mover el cursor a voluntad. Nos naturalizamos como recién llegados a la tribu de los 50 o 60 años, y comenzamos por negarnos a aceptar sus códigos. La edad es una convención a la que todos se adaptan más o menos de buena gana. Paraliza a los individuos en roles y posturas que el desarrollo de la ciencia y el alargamiento del tiempo hacen obsoletos.
Hoy en día, muchas personas quieren liberarse de esta camisa de fuerza y aprovechar esta moratoria entre la madurez y la vejez para reinventar una nueva forma de vida. Es lo que puede llamarse el veranillo de la vida; la generación del baby boomer es la pionera en este sentido, al crear el camino que recorre. Han reinventado la juventud y creen que están reinventando la vejez. Uno sigue siendo valiente mientras la edad psicológica no coincida con la edad biológica y social. La naturaleza puede ser nuestra maestra; es menos que nunca nuestra guía. Avanzamos resistiendo sus imposiciones, ya que nos construye solo destruyéndonos, con su majestuosa indiferencia.
Este es un fragmento de 'Un instante eterno: filosofía de la longevidad' (Siruela), por Pascal Bruckner.La entrada Los expulsados del culto a la juventud se publicó primero en Ethic.