Se ha publicado en español el último libro de Rupert Sheldrake, El espejismo de la ciencia (The Science Delusion). La obra, que seguramente en este país pasará más que desapercibida, fue causa de cierta polémica en el mundo anglosajón cuando, en marzo de este año, la plataforma TED decidió retirar de su catálogo de conferencias en video la que Sheldrake ofreció dos meses antes, en enero, dentro del congreso organizado por TED en Londres bajo el título de “Panoramas para transiciones: desafiando los paradigmas existentes” (Visions for Transitions: Challenging Existing Paradigms).
El caso es Sheldrake debió desafiar en exceso el paradigma, pues, tras 35.ooo visitas a la web de TED, la mesa de sabios que supervisa las charlas decidió borrar el video después de que la plataforma fuera acusada, por ciertos periodistas con tirón mediático, de servir de vehículo para la expresión de la pseudociencia.
La conferencia es la que sigue. En ella, Sheldrake se limita a realizar una crítica del actual paradigma con un discurso al más clásico estilo de la filosofía de la ciencia, por lo que las alusiones al pseudocientifismo sólo pueden ser explicadas por un ataque ciego ad hominem, en virtud de las teorías por las que Sheldrake es conocido pero que jamás aparecen en el video en cuestión, lo que se convierte, por otra parte, en el mejor símbolo para entender de qué va eso del conocimiento académico en nuestros días.
Bueno, en realidad, de lo que ha ido siempre.
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Al haber sido suprimida de TED, carece de los subtítulos en español, pero lo que sigue contiene un resumen de la misma, que se ajusta al prólogo del libro mencionado.
Los dogmas de la ciencia
En El espejismo de la ciencia, Sheldrake cuestiona la objetividad científica desde que el postulado fundamental del que nadie puede salirse es que la realidad es material, o física. A partir de ahí, su crítica pasa porque todo estudio serio debe asumir más dogmas, como que la conciencia es un producto derivado de la materia y la evolución es un sinsentido. Lo espiritual es un sueño de la mente humana y, puesto que la mente reside en el interior del cerebro, una ilusión.
Tales dogmas son muy poderosos, dice Sheldrake, no porque se haya reflexionado seria y profundamente sobre todo ello, sino porque, precisamente, no se ha hecho. El sistema de creencias que gobierna el pensamiento convencional es un acto de fe anclado en una ideología del siglo XIX.
Los diez dogmas sobre los que se asienta el credo científico materialista son:
1- Todo es mecánico y tratado como tal, entendiéndose un organismo vivo desde la complejidad de su maquinaria.
2- La materia es inconsciente. No existe una esencia vital en ella. Incluso la conciencia humana es el resultado de una creación material.
3- La cantidad de materia y energía en el universo es inalterable, con excepción del Big Bang, cuando tal materia-energía apareció de la nada.
4- Las leyes de la naturaleza son fijas. No evolucionan.
5- La naturaleza carece de sentido y la evolución, de dirección.
6- Toda herencia biológica es material, almacenada en el ADN.
7- La mente es el resultado de la actividad cerebral.
8- Los recuerdos son almacenados como huellas materiales en el cerebro y desaparecen en el proceso de muerte.
9- Los fenómenos inexplicables desde una perspectiva materialista son ilusorios.
10- La medicina mecanicista es la única que realmente funciona.
La gran mayoría ignora que el materialismo es una asunción, una ideología, un punto de vista. No una verdad científica. El mero hecho de que existan fenómenos inexplicables desde tal paradigma y la confianza, o fe, en futuras explicaciones lo corrobora como creencia.
Karl Popper llamó a esta forma de fe “materialismo promisorio”, debido a que se sustenta no en una defensa de hechos comprobados, como paradójicamente defiende el método científico, sino en la fe de que algún día podrán ser incluidos dentro del marco de referencia materialista. Esto es, todo evento que se ajuste a un pensamiento materialista está libre de ser contemplado desde el rigor por el que, sin embargo, se niegan otros paradigmas.
Sin embargo, tales dogmas no pueden ser discutidos en absoluto.
En el día a día, la ideología materialista se traduce inevitablemente en una forma de vida volcada en su totalidad sobre los intereses –y esto es de Perogrullo— materiales. Esto conforma una existencia que orbita únicamente en torno a la posesión y la lucha por acumular, al no existir ninguna realidad de carácter espiritual que trascienda tales objetivos.
Durante doscientos años, este paradigma se ha empeñado en que la realidad podría ser explicada en términos de física y química exclusivamente. La conciencia es un epifenómeno, una forma de hablar sobre la actividad cerebral. A día de hoy, no hay absolutamente nada que pueda hacer que una afirmación así sea la base imprescindible y punto de partida para cualquier investigación que se precie seria y aspire, por tanto, a las siempre necesarias subvenciones. Y, sin embargo, lo es.
Pero lo más curioso de todo es que la física contemporánea está, precisamente, destrozando el paradigma materialista. Demuestra así que la ciencia es algo que va más allá del Materialismo y que el materialismo es una ideología que nada tiene que ver con la “Ciencia”.
El determinismo ha muerto. Viva la incertidumbre.
Sorprendentemente, algo que comprendieron perfectamente los padres de la física cuántica fue rápidamente obviado por la generalidad de sus sucesores. En realidad, ni siquiera ellos gozaron del favor de sus contemporáneos.
Así que el auténtico poder de la ciencia moderna reside exclusivamente en su capacidad utilitaria. La tecnología se ha convertido en la única excusa para sobrestimar el pensamiento materialista. Y, a pesar de que sólo proporciona progreso en términos de aplicaciones prácticas, la tecnología ha llegado a ser el equivalente de un alto desarrollo intelectual.
El materialismo y su visión mecanicista de las cosas conlleva el determinismo. Cuando este determinismo se aplica a la mente humana, deriva en la negación del libre albedrío, pues todo movimiento e interacción en el engranaje de una máquina es predecible de antemano. La mente, en cuanto que resultado de la maquinaria cerebral, está determinada.
El determinismo fue superado definitivamente en 1927, año en que se formuló el principio de incertidumbre de Heisenberg, a partir del cual se comenzó a comprender que es imposible conocer todos los datos necesarios para determinar cómo se va a comportar un sistema dado. Ese desconocimiento no se debe a la ignorancia del observador, sino que es inherente a la realidad misma de las cosas.
Desde entonces, la física ha tenido que asumir que la realidad es probabilística, más aún con la aparición de la teoría del caos y el famoso efecto mariposa. Sin embargo, ello no ha evitado que aún a día de hoy siga vigente la máxima de Laplace basada en una concepción del universo como máquina y del conocimiento de la realidad como un hecho superable a base de gente inteligente.
Podemos mirar el estado presente del universo como el efecto del pasado y la causa de su futuro. Se podría condensar un intelecto que en cualquier momento dado sabría todas las fuerzas que animan la naturaleza y las posiciones de los seres que la componen, si este intelecto fuera lo suficientemente vasto para someter los datos al análisis, podría condensar en una simple fórmula de movimiento de los grandes cuerpos del universo y del átomo más ligero; para tal intelecto nada podría ser incierto y el futuro así como el pasado estarían frente sus ojos.
Una de las grandes confusiones que impiden avanzar en ese sentido es la de reducir la espiritualidad al ámbito de las religiones y considerar que el secularismo es identificable con el materialismo. El materialismo es secular, pero el secularismo no es materialista.
Pero estas ideas no pueden llegar al gran público. No en un sistema irracional basado en el consumo compulsivo de productos físicos sin valor real, salvo por el que le atribuye la imaginación de toda una civilización que ha sido estimulada por una potente neurociencia del márketing. Ese es el tipo de ciencia que triunfa en nuestros días…
En su ausencia de información, el mundo sigue siendo visto con ojos decimonónicos y todo un siglo de revoluciones científicas pasa ajeno a las mentes apagadas para poder encender así las pantallas mediáticas del entretenimiento basura, en virtud del cual la vida pasa sin sentido alguno que justifique el esfuerzo de una evolución y desarrollo personales.
La evolución del conocimiento humano pasa precisamente por eso, por volver a hacerlo humano. Como defendía el premio Nobel Ilya Prigogine, una integración de esta ciencia materialista como herramienta útil dentro de un marco más amplio donde las ciencias del hombre marcaran el rumbo y trataran de rescatar el sentido del universo y los propósitos de la evolución.
Dice Prigogine que Einstein simboliza el conflicto entre ambas formas de entender la ciencia, encarnando la transición de una a otra. La ciencia clásica se caracteriza por apuntar a la estabilidad, el equilibrio, la permanencia. Frente a estas ideas, la revolución de la ciencia del siglo XX cambia la dirección hacia todo lo contrario a la permanencia: fluctuación, evolución e inestabilidad. Es el paso de una ciencia como geometría a una ciencia como narración.
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Hacia una ciencia del hombre
Para la ciencia clásica, la noción fundamental es la ley de la naturaleza, una ley determinista, irreversible y predictiva. En Oriente, esta idea de obligación implícita no está presente, sino que es una noción propia del mundo occidental. Se trata de una ciencia muy simple, para explicar fenómenos simples de manera mecanicista.
Y entre tanta simpleza surge inevitablemente el problema del hombre, nada simple, que se plantea en términos de cuál es sentido de éste dentro de un universo limpio, perfecto y sin significados ocultos. Se produce ahí una ruptura entre la “verdad del mundo” y “la verdad del hombre”.
Un dualismo que caracteriza a Occidente y cuyo origen para la historia moderna se remonta al siglo XIII, según el antropólogo Gilbert Durand en su libro Ciencia del hombre y tradición, cuando Europa elige a Averroes frente a Avicena, dualismo que se va agrandando según pasan los siglos.
La historia de Occidente se puede resumir, según Durand, en una proceso por el que, tras vaciarse al hombre de su aspecto divino, un Dios exteriorizado se ha ido alejando cada vez más de lo humano hasta enrarecerse y acabar en la “muerte de Dios”, esto es, del principio último que puede legitimar sus actos y darles un sentido trascendental: el retorno a la “tierra prometida”, un mito presente en cada paso de la cultura occidental y que ha pervivido en la labor de las tradiciones ocultas, las cuales serían recuperadas para el siglo por la psicología analítica de Carl G. Jung.
El problema central en que se encuentra Occidente, volviendo a Prigogine, es superar este dualismo, no afirmar un polo para negar el opuesto. Encontrar una imagen no contradictoria que contenga ambas visiones. En este sentido, son reveladores los encuentros de “Mente y Vida” organizados por el Dalai Lama y científicos de renombre internacional que se vienen celebrando desde 1987 y que han dado como resultado la consolidación, según han pasado los años, de cuatro categorías protagonistas: neurociencia, física cuántica, cosmología y estudios sobre la conciencia.
La comunicación entre dos maneras tan diferentes de acercarse a la vida, tanto exterior como interior, y los puentes tendidos entre ambas tienen como objetivo, según sus organizadores, mostrarle al mundo un camino hacia la paz del individuo consigo mismo, primero, y del mundo, después.
Mostrar que hay un universo evolutivo vuelve a integrar al hombre en la naturaleza, nos dice Prigogine. El tiempo humano es una expresión particular del tiempo de la naturaleza. Esto es, las propiedades creativas del ser humano son principios universales expresados en todos los aspectos del universo. La creatividad está en todos los niveles de la naturaleza.
Hay que entender que la ciencia clásica se basa en situaciones idealizadas, simplificaciones con fines utilitarios. La realidad es una dinamicidad irreductible a una sola trayectoria, donde hay que hablar en términos de probabilidades dentro de un universo en construcción.
No se puede por tanto, concluye Prigogine en la entrevista adjunta, seguir identificando la razón con la certeza y la ignorancia con la probabilidad.
La única verdad
Por todo el mundo, dice Sheldrake en el prólogo de su libro, los científicos saben que las doctrinas del materialismo son las reglas del juego durante las horas de trabajo. Sólo unos pocos profesionales las desafían abiertamente, al menos antes de retirarse o de ganar un premio Nobel. Y la mayoría de la gente educada mantendrá el credo materialista en público, independientemente de lo que piense en privado.
La ciencia es un proceso creativo, no un sistema de creencias. La innovación sólo es posible cuando el científico se siente libre para preguntar abiertamente y establecer nuevas hipótesis sin barreras que las limiten. Pero, como explica Thomas Khun, los paradigmas establecidos en cada momento histórico han determinado siempre qué modelo de realidad es la base de la cual partir, qué preguntas son dignas de hacerse y qué respuestas, por tanto, ya están afirmadas para las preguntas que no han de volverse a hacer.
Los fenómenos anómalos que se escapan al paradigma establecido, por otra parte, son archivados con la fe de que serán confirmados en un futuro gracias a los mismos dogmas establecidos. Pero llega un momento en que hay tantos fenómenos anómalos que no han sido explicados que la presión comienza a quebrar los muros del paradigma. Es entonces cuando, a través de las grietas, comienza a atisbarse un nuevo paisaje hasta entonces ignorado que permite ubicar las anomalías acumuladas por la anterior manera de contemplar la realidad.
La sociología de la ciencia ha estudiado cómo se práctica en realidad el oficio, la manera en que se desarrollan modelos con las miras puestas en la red de contactos, las opciones de apoyo institucional, las probabilidades de acceder a una subvención, etc. Todo ello con la humana aspiración de forjarse un nombre y alcanzar un reconocimiento a los esfuerzos realizados.
La propagación del materialismo bajo la protección de un sistema capitalista que lo necesita como justificación de su razón de ser ha hecho que millones de personas apoyen el “saber científico” sin siquiera saber algo de ciencia, sin siquiera entender lo que ésta realmente significa. Son los nuevos feligreses de la Iglesia dominante, dice Sheldrake, con sus sacerdotes científicos más o menos dogmáticos e intransigentes. Y con su pequeña pero ruidosa y peligrosa Santa Inquisición, podemos añadir.
La idealización de la ciencia por parte de la mayoría y la falta de cuestionamiento al respecto, concluye Sheldrake, no puede sino proceder de una visión naïve sacada de todo contexto, donde los científicos son entregados buscadores de la verdad, no gente ordinaria como cualquiera cuyos objetivos en la vida son, sobre todas las cosas, sobrevivir lo mejor posible, llegar a fin de mes y no meterse en líos.
Así que, para ellos, también sirven las palabras de Ernesto Sábato en La resistencia:
¿Se le puede pedir a la gente del vértigo que se rebele? ¿Puede pedirse a los hombres y a las mujeres de mi país que se nieguen a pertenecer a este capitalismo salvaje si ellos mantienen a sus hijos, a sus padres? Si ellos cargan con esa responsabilidad, ¿cómo habrían de abandonar esa vida?
La situación ha cambiado tanto que debemos revalorar, detenidamente, qué entendemos por resistir. No puedo darles una respuesta. Si la tuviera saldría como el Ejercito de Salvación, o esos creyentes delirantes —quizá los únicos que verdaderamente creen en el testimonio— a proclamarlo en las esquinas, con la urgencia que nos ha de dar los pocos metros que nos separan de la catástrofe. Pero no, intuyo que es algo menos formidable, más pequeño, como la fe en un milagro lo que quiero transmitirles en esta carta. Algo que corresponde a la noche en que vivimos, apenas una vela, algo con qué esperar.
Sólo hay una Verdad hoy en día.
Y está hecha a imagen del Capital…