Katherine Hepburn, en su juventud, no era considerada hermosa porque no respondía al canon de las mujeres sumisas, de las mujeres objeto o frívolas de los años 30 a 50. No había en ella enigma, como en Dietrich y Garbo, ni signo de fatalidad. Se había adelantado a su época tenía la belleza de una mujer de hoy, suelta, deportiva, alegre, quizá masculina en sus movimientos, pero de una frescura que la convertía al mismo tiempo en una camarada y en un ser eminentemente deseable.
A partir de Rita Hayworth, sobre todo en Gilda (1946), las mujeres comprendieron que la cabellera larga, brillante, y las piernas interminables eran imprescindibles. En uno de sus Testimonios, Victoria Ocampo (escritora, intelectual, ensayista y traductora argentina), cuenta que se encontró de casualidad con Rita en una tienda de Nueva York y lo primero que le llamó la atención fue el pelo que resplandecía de salud moral, si se puede aplicar ese adjetivo a ese sustantivo. Mucho más que en Gilda, Rita se lucía en Santomé (1953), de William Dieterle, cuando bailaba la danza de los siete velos frente a la mirada extasiada y los labios obscenos de Charles Laughton / Herodes. Excitante introducción a la Biblia.
Con la aparición casi simultánea de Marilyn Monroe, Gina Lollobrigida, Brigitte Bardot, Martine Carol y Jayne Mansfield, las jóvenes entendieron que no tenían porqué ser lánguidas como Garbo, y redescubrieron el valor de los pechos y caderas. Había terminado la guerra. Era la época del plan Marshall y en Europa se había vuelto a comer bien, mientras que en Estados Unidos, los ejercicios físicos desarrollaban los cuerpos de las mujeres y de los hombres.
Quizá el rostro más hermoso del cine italiano (superpoblado de belleza) haya sido el de Lucía Bosé en Crónica de un amor (1950, de Michelangelo Antonioni). Como dijo Piero Tosi: “Tenía la ventaja sobre las otras actices de que era tísica. Eso le daba un ardor afiebrado a sus ojos y transparencia de la piel”.
Así como Marilyn Monroe encabezó la tendenciade las mujeres sexies, Audrey Hepburn, a partir de la princesa que quería vivir (William Wyler, 1953) y, sobre todo, de Sabrina (Willy Wilder, 1954), donde la vistió Hubert de Givenchy, impuso un estilo sofisticado. Con sus ojos y su boca enormes, hizo triunfar otro tipo de belleza, basado en un canon que no era el clásico. A pesar de su elegancia muy femenina y de un chic insuperable, Audrey introdujo con mucha discreción la androginia que aparecería aún más tarde, en 1960 con Jean Seberg en Sin aliento (Jean-Luc Godar)
Rosario Rodríguez