Caras de mujer
¡Caras! ¡Caras! La pantalla las ha ofrecido con prodigalidad y ha fijado Cánones de belleza relacionadas con la moral. El bien y la belleza han estado unidos desde los tiempos de Platón, Aristóteles y santo Tomás. En una época, las rubias de ojos claros y expresión ingenua representaban a las mujeres con las que se podía construir una familia. Pero el color de pelo no era una garantía. Había rubias platinadas como Jean Harlow que despertaban el deseo, pero jamás el respeto. Marlene Dietrich en manos de Joseph von Stemberg, ese genial y falso aristócrata vienés, podía ser letal, como en ángel azul (1929), El expreso de Shanghai (1930) y La Venus rubia (1930). Nada podía señalar el mejor peligro de todo lo que viniera de Oriente, la atracción de lo exótico, el misterio del sexo, que el tocado de plumas negras de Shanghai Lili (la heroína de Shanghai Express). La elección de esas plumas fue tan ardua y acarreó tantas consecuencias como la discusión del Tratado de Versailles. Travis Banton, el vestuarista, pensó primero en plumas de pájaros del paraíso (las desechó porque no daban el matiz que quería), de cisnes negros (eran demasiado livianas y opacas), de cuervo (muy rígidas), de águila (excesivamente grandes), hasta que pensó en los gallos de riña mexicanos: ese plumaje sabiamente bañado en querosén se irisaba y, bajo los focos, se volvía de una negrura irresistible y siniestra. Ese arreglo ornitológico era una advertencia geopolítica: del Extremo Oriente sólo cabía esperar complicaciones.
¿Cuáles fueron los rostros que marcaron épocas? De Greta Garbo, se adoptó el pelo lacio y corto, las cejas finas y curvas, los labios delgados en forma de puñales que se enfrentan, el pecho andrógino. En Reina Cristina, deslumbra en la escena final, erguida en la proa del barco que la lleva hacia la libertad y el exilio.
Bette Davis no era hermosa, pero podía llegar a serlo si se lo proponía. Uno la detestaba, la adoraba o la compadecía de acuerdo con el guión. En Jezabel (1938), de William Wyler, un film sobre la Guerra de Secesión, era arrebatadora de candor, de una bondad romántica, suave y aguerrida; su abnegación hacía saltar lágrimas; en La loba (1941), también de Wyler, se convertía en una arpía. Hay una escena en que el marido de Davis en la ficción sube agonizante una escalera y le pide ayuda a su mujer (ella anhela la muerte del esposo, que ignora ese detalle), Bette, de espaldas a él y a la escalera, sin moverse, sólo con la expresión de la cara, a la manera de una actriz de teatro kabuki, muestra la encrucijada en la que se encuentra. Sus cejas enarcadas, los ojos desorbitados y la mueca de la boca expresan terror, ansiedad, culpa, sadismo y ambición desenfrenada…..
Rosario Rodríguez
CD