Sin Bimbo ni Cacaolat la vida va a ser más amarga. No son base de una alimentación objetivamente sana ni hipocalórica (nunca lo pretendieron, lo que les honra), pero han endulzado momentos de relax y prisas en la oficina y han sido cómplices de la pereza en la cocina. Su mérito es haber elevado momentos cotidianos a la categoría de pequeña fiesta privada de los sentidos, una pequeña transgresión de las leyes no escritas que marcan que la delgadez es bella.
Pero los frescos del barrio, los verdaderos frescos, siguen tan campantes cada mañana repartiendo rebanadas puerta a puerta y fortaleciendo su musculatura a base de quitarse esos kilos de más que tanto afean su contabilidad. Sea como sea, entre unos y otros, vamos a seguir adelgazando.
Este poderoso trasatlántico en que viajamos no está hecho para luchar contra según qué elementos y se parece cada día más a un carguero-patera que a uno de esos cruceros, a los que seguramente se refería Zapatero. Hace semanas que estos trasatlánticos esquivan los puertos más conflictivos del Mediterráneo escalando en otros más amables, pero también más anodinos y sin tanto interés. En tierra, la vida también es cada vez menos interesante sin esos pequeños espacios de libertad, de migas y de chorretones pegados a la memoria.