Juan Diego Mora (@Juandi_mora)
Siempre me gustó. Denotaba la mirada de pillo, la risa del después, la sensación de saber algo que el resto no conocía. Lo confieso, la primera vez salí al campo en su busca. Con una linterna, de las de pilas gordas, nada de imitaciones. Mentí a mi madre para salir de noche. El plan era perfecto, contar que no era nada más que un paseo por la plaza del pueblo con el objetivo de ir a buscarlos.
Al parecer era tradición, todo el mundo lo hacía. Contaban, lo mayores del lugar, que se encontraban especies enormes de este animal que no conocía. Decían, la malas o buenas lenguas, que era como una babosa, pero más grande. En cada pueblo era distintos, pero la intención era la misma.
Los busqué con ansia, como más tarde buscaría un trabajo o la mujer de mi vida. Miré y miré pero no vislumbré nada digno de mención ni mucho menos el animal que me habían descrito bajo la luz de la farola que alumbraba, majestuosa ella, la parte central de la plaza del pueblo. La mentira a mi progenitora era suficiente adrenalina como para pasar toda la noche en vela, pero la búsqueda no hallaba el objetivo.
Tras varias horas dando vueltas con la única esperanza de encontrar algo extraordinario, de que mi linterna diera luz a una especie hermosa, volvía a mi casa. Con la la cabeza gacha, como cuando se pierde una batalla en la que ya partías sin armas y sin escudo. Con las risas de fondo que no entendías, con la moral por los suelos y el flequillo bajo de un niño malo en horas bajas.
Aquella noche de verano, del mil novecientos y mucho. Un niño, ingenuo, tonto por inocente y vivo por su inocencia, volvía a su casa sin saber que era un gamusino, conociendo una leyenda eterna y con el placer, sin aun saberlo, de haber buscado un ser mitológico que todavía, mocosos de pokemon, consolas y de la era de internet siguen buscando sin fortuna, siguen soñando con esperanzas y siguen conociendo sin saber.