Revista Cultura y Ocio
“La herencia goda no vino sólo por la herencia física sino por el espíritu que dejaron en nuestras instituciones a través de la Reconquista.
Que los godos no formaban sino una minoria en la Hispania postromana no es un secreto.
Que una minoria rectora es la que a veces responde por todo un país y hace de el un Estado no debería tener que ser recordado, al menos no en una página nacionalista.
Los Godos españoles eran los Visigodos, o Godos Nobles, que habían conquistado España en el Siglo V para perderla en el Siglo VIII, antes de recuperarla a través de esa larga guerra civil que llamamos Reconquista. Los valores Góticos fueron también los que acabada la Reconquista conformaron nuestros Siglos de Oro. Los Godos conformaron dentro de la mitología nacional y social de esos tiempos el mismo papel que la Roma de Augusto tomó para los renacentistas italianos.
Para los escritores del tiempo de la Inquisición y la creación del nuevo mundo proveían una continuidad cultural a partir de la que se rediseño España. Eran los descendientes míticos de los Cristianos viejos a partir de los que se había reconquistado la hegemonía de la cultura occidental y cristiana sobre la península. El empleo que se hizo de los antepasados góticos en la genealogía de los reyes cristianos no fue una casualidad ni una fantasia sin sentido. Cuando Alonso de Cartagena, Obispo de Burgos e hijo del Obispo de Burgos, Pablo de Santa María, invocó la ascendencia germánica de la Monarquía Castellana en Juan II de Castilla tal vez no se ajustaba a la documentación, desaparecida o ilegible desde siglos atrás, sino a la leyenda que es una forma superior de legitimidad histórica.”
A lo largo de los siglos V y VI se asentaron en España los godos, un pueblo germánico originario de la Gothia escandinava (Gotaland) que, después de un largo periplo, terminó por conformar su nueva y definitiva patria en nuestra Península. Nos informa San Isidoro de Sevilla en su obra «Historia de los Godos, Suevos y Vándalos» (Historia Gothorum): «Como (los godos) no podían aguantar los ultrajes (de los romanos) tomaron las armas furiosamente, invadieron la Tracia, saquearon Italia y alcanzando España, establecieron allí hogar y dominio». Otros pueblos germánicos se establecieron también en España como fue el caso de suevos y vándalos, unas pocas decenas de miles; pero fueron los godos, especialmente la rama de los visigodos o godos tervingios, los que en un número cercano a los 300.000 individuos incidirían esencialmente en el desarrollo de las gentes hispanas.
Se trata de una cifra pequeña en relación a la población del conjunto peninsular (unos 5 millones de habitantes), aunque significativa sobre todo por la trascendencia futura del lugar de su asentamiento preferente, la Meseta Central, concretamente las cuencas de los ríos Duero y Tajo, como así ponen de relieve las numerosas necrópolis.
En este espacio interior, escasamente poblado, los godos establecieron su hogar, su verdadera tierra de promisión, cambiando la espada por el arado, unas tierras aptas para su deseado cultivo del cereal y también para el desarrollo de la ganadería extensiva, una de sus principales actividades económicas. En varias comarcas de este territorio la proporción entre godos e hispano-romanos era de 2 a 1 a favor de los primeros.
Debido, pues, a la reducida población autóctona pudo efectuarse un reparto no problemático de tierras entre ambas comunidades, pasando a establecerse los godos en pequeñas aldeas formadas por viviendas unifamiliares próximas a sus explotaciones agropecuarias. El peculiar modo de instalación de los godos en la Península, mediante pactos y repartimientos con los hispano-romanos, explica que no hubiera invasión, no hubo ni vencedores ni vencidos, sino que godos e hispano-romanos coexistieron con sus diferencias, sin superponerse, hasta que paulatinamente iría verificándose la fusión entre ambos.
El pueblo visigodo pasó masivamente desde la Galia a Hispania en grandes carros tirados por bueyes, como así lo atestiguan varios documentos latinos de la época (l), sobre todo, a partir de la batalla de Vouillé (507) en la que los francos auxiliados masivamente por los galo-romanos autóctonos y aliados con los burgundios derrotaron al ejército visigodo, provocando el establecimiento franco en las tierras entre el río Loira y los Pirineos, adjudicadas hacía casi un siglo a los visigodos por el poder imperial romano, y la marcha de éstos hacia el otro lado de las montañas pirenáicas.
Así pues, la batalla de Vouillé se convirtió en un hecho de gran trascendencia en nuestra historia ya que terminó por identificar el reino de los godos con la Península. También durante aquel siglo VI llegarían elementos ostrogodos a Hispania con motivo de la regencia de su rey Teodorico el Grande sobre los visigodos (511-526) y, desde luego, también tras la derrota de los ostrogodos instalados en Italia a manos del ejército imperial bizantino de Justiniano.
En el conjunto de la importante inmigración goda a Hispania, debemos diferenciar, entonces, a la minoría político-militar dirigente, y el contingente popular gótico. Mientras aquélla se acantonaba en las principales ciudades de la Hispania romana (Mérida, Barcelona, Valencia, Sevilla, Córdoba y Toledo, la capital), el otro se instalaba mayoritariamente en el ámbito rural meseteño. La elección por el rey Leovigildo de la ciudad de Toledo como capital del Reino hispano-godo respondía a las necesidades de control sobre el conjunto peninsular (identificado entonces como el recinto territorial de dicho Reino), más fácil desde su centro y en un entorno de numerosa población gótica. La elección de Toledo hacía de la Meseta Central, por primera vez, el centro político y cultural de la Península.
Ataúlfo fue el primer jefe visigodo que entró en España y lo hizo en defensa de los intereses romanos, de una Roma que, forzada por los godos, había pactado su asentamiento en el sur de la Galia, de una Roma cada vez más débil, sobre todo, tras su primera expugnación por el victorioso ejército visigodo dirigido por el antecesor de Ataúlfo, Alarico, el año 410. Walia, sobrino y sucesor de Ataulfo, renovó el pacto con Roma el año 418, comprometiéndose a restaurar el orden imperial en Hispania, quebrantado tras las irrupciones de suevos, vándalos y alanos años atrás.
El rey Eurico (466-486), durante cuyo reinado tuvieron lugar los primeros establecimientos populares góticos, puede ser considerado el primer gobernante autónomo de Hispania puesto que el año 476 sucumbe definitivamente el Imperio romano de Occidente con la conquista de Roma por el rey de los hérulos, Odoacro.
El reino godo se separa definitivamente del tronco del Imperio obteniendo su total independencia y Eurico rompe el pacto que le ligaba con Roma, amplía sus posesiones del sur de la Galia se anexiona la mayor parte de la Península Hispánica, creando así un gran reino occidental galo-hispánico. Pero, tras la citada derrota de Vouillé en la que resultó muerto el rey visigodo, Alarico II, el centro de gravedad geo-político de los visigodos se trasladó definitivamente al lado meridional de los Pirineos, pasando la capital del reino desde Tolouse primero a Barcelona y, finalmente, a Toledo. Tan solo la Septimania, un pequeño territorio alrededor de Narbona, se mantuvo problemáticamente en poder de los visigodos al otro lado de los Pirineos.
El rey Leovigildo (565-586) es el verdadero creador del Estado hispano-godo y, por ende, de la nacionalidad hispánica misma: Hispania, reino, entidad política independiente, sucedía a la antigua provincia sujeta al poder de Roma. Primeramente, desde su gobierno de Toledo, a salvo de la amenaza de francos y de bizantinos, intentó con éxito someter a la autoridad central la mayor parte del territorio peninsular en un momento crítico de fragmentación político-territorial, Así, tras consolidar el poder real, derrotó a los suevos del noroeste incorporando su reino y redujo a cántabros y vascones, alzados contra su autoridad. Leovigildo, el unificador, acuñó un ideal nacionalista que identificaba el Reino de los Godos («Regnum Gothorum») con Hispania, acotando nítidamente las diferencias respecto al Imperio de Bizancio, heredero oriental de Roma.
En torno a ese nuevo ideal hispánico debería producirse la aproximación definitiva, la fusión entre godos e hispano-romanos, con lo que derogó la prohibición de matrimonios mixtos establecida por el Emperador Valentiniano. Sin embargo, el mantenimiento de Leovigildo en su fe arriana (religión nacional de los godos) y el intento de imponerla a sus súbditos hispano-romanos de religión católica, impedía la constitución de ese pueblo verdaderamente unificado. Sería su hijo, Recaredo (586-601), quien al convertirse al catolicismo, y con él, oficialmente, todos los godos, pondría las bases de una comunidad político-religiosa nacional diferenciada, una nueva sociedad, en definitiva.
El III Concilio de Toledo (589), en el que tiene lugar la conversión pública de Recaredo, puede considerarse el punto de partida de nuestra nacionalidad en torno a un monarca, a un poder político ejercido sobre una sociedad que avanzaba firmemente hacia su plena integración desde sus dos elementos conformadores, el latino y el germánico. A diferencia de lo que sucedió en Italia o en el Norte de Africa donde ostrogodos y vándalos respectivamente constituyeron una minoría extraña y hostil, en España se produjó una fusión generalizada entre godos e hispano-romanos, y sobre esta unidad se pudo alzar un Estado independiente y conformarse la nacionalidad hispánica. Durante el siglo VII se iría consolidando la nacionalidad común de los denominados ya como “hispano-godos”, poseedores de una religión común, gobernados por un mismo monarca, e incorporados plenamente a la Administración los antiguos hispano-romanos.
Suintila (621-631) expulsa definitivamente a los bizantinos enquistados en el sur peninsular y consigue la unificación de todo el territorio de la antigua Hispania romana, incorporando Ceuta como cabeza de puente hacia la Mauritania africana, además de llave del Estrecho. La labor legislativa de los reyes Chindasvinto (642-653) y Recesvinto (653-672) refrendada en los Concilios toledanos, culmina con la promulgación del Liber Iudiciorum (Libro de los Juicios o Fuero Juzgo), compilado por este último rey, convirtiéndose en el único texto legal válido ante los tribunales del reino, un texto que incorpora la herencia jurídica romana a la costumbre germánica hasta el punto de ser aquélla claramente predominante.
San Isidoro de Sevilla, arzobispo de dicha ciudad, hijo de padre hispano-romano y de madre goda, es la figura señera de la naciente cultura hispano-goda. Será él quien mejor sabrá interpretar el nuevo tiempo, la nueva realidad nacional hispánica a lo largo de la primera mitad del siglo VII. Autor de una obra enciclopédica en lengua latina, Las Etimologías. el denominado «Doctor de las Españas» en su Historia Gothorum elevará a España a la categoría de Primera Nación de Occidente. Así, en el Laudes Hispaniae, el sabio Doctor dedica a su patria una célebre alabanza encomiástica: De cuantas tierras se extienden desde el Occidente hasta la India, tú eres la más hermosa, oh sagrada y feliz España, madre de príncipes y de pueblos. Con razón se te puede llamar reina de las provincias, pues iluminas no sólo el Oceano sino también el Oriente. Tú, honor y ornato del mundo, la más ilustre porción de la tierra donde florece y recrea la gloriosa fecundidad del pueblo godo”.
La Gens Gothorum, el pueblo godo, como el elemento diferenciador que da personalidad política a la antigua provincia romana, es, para San Isidoro, el primero de los pueblos de Europa pues tal fue la grandeza de su habilidad guerrera y notables las proezas de sus famosas victorias que aun Roma, la conquistadora de todas las naciones, se le sometió al yugo y cedió ante sus triunfos, y la dueña de todos los pueblos se les hizo su sierva (Historia Gothorum). En ese mismo texto describe a los godos como gente de naturaleza pronta y activa, que confía en la fuerza de la conciencia; de tez blanca, tienen el cuerpo potente y son altos de estatura.
Todas estas palabras de San Isidoro, escritas hacia el año 630, alcanzada plenamente la unidad nacional-territorial, suponen el primer texto de un protonacionalismo ideológico en el seno de la cultura occidental. El nuevo ideal nacional que reflejan los textos del sabio sevillano se verifica en un territorio, la Península Hispánica, en un pueblo concreto, determinante de aquel ideal, los Godos, hasta identificar, de este modo, Tierra y Pueblo como la Patria común y diferenciada de todos, España.
Y España, en el Occidente, se opone a Bizancio, en el Oriente, sucesor del Imperio romano, un poder imperial bizantino considerado y sentido ya como algo extraño, ajeno, un poder invasor al que expulsar de sus amenazantes acuartelamientos en la franja sur peninsular. En aquel tiempo se hablaba de Toledo y Bizancio como los centros de dos polos de poder y civilización. Mientras en España con Toledo, su capital, se produce la fecunda fusión de un joven y dinámico pueblo germánico, los godos, con el civilizado conjunto de las gentes hispano- romanas, fusión que supone el embrión de la nueva cultura occidental, en Bizancio se amalgama la cultura euroasiática, sirio-helenística, de matiz oriental, que engendrará la civilización ortodoxa y las otras religiones cristiano-orientales.
El reino hispano-godo derrota y expulsa a los bizantinos de todos los antiguos territorios del Imperio de Occidente, territorio donde se está generando una nueva interpretación y apreciación del mundo, la Civilización Occidental, resultado fundamental de la fusión de los pueblos germánicos (godos, francos, anglo-sajones) con los pobladores de los territorios del Imperio romano de Occidente (hispanos, galos, britanos, ). San Isidoro canta en alabanza a la Nación a la que pertenece, España, como una realidad ya inequívoca y distinta del Imperio romano así como del reino de los francos o de los mauritanos del Norte de Africa, destacando la decisiva acción del pueblo godo en la formación de la nueva patria; la conciencia isidoriana es expresión ya de un sentimiento nacional hispánico.
La Monarquía gótica como estructura de poder desplegará una organización política peculiar que hará posible esa nacionalidad distintiva (y, sobre todo, su proyección futura), una organización que tiene en el monarca su cabeza. El rey de los godos, de limpio linaje, máximo jefe político-militar, resulta de la celebración de una asamblea de electores, destacados miembros de la comunidad, que lo elijen “armas in sonandibus” tras la muerte del rey anterior. El rey (Thiudans), jefe popular electo, que, según la tradición germánica, no crea derecho, pues éste ya existe, es de carácter consuetudinario, lo produce la propia comunidad; como protector del reino, tiene el difícil encargo de hacer cumplir ese «derecho de la comunidad».
Prevalece, pues, la costumbre a la ley escrita, pues aquélla es producto social que facilita la convivencia colectiva regulando oportunamente las relaciones sociales y resolviendo puntualmente los conflictos, en virtud del precedente judicial (gran relevancia de los jueces, principales intérpretes del derecho popular). La Ley, concepto romano, privilegia al que la impone amenazando así la libertad e igualdad esencial de todos los miembros de la comunidad.
La coexistencia de godos y romanos en el Reino de Toledo supondrá la progresiva romanización de sus estructuras jurídico-políticas, aunque nunca desaparecerán las costumbres germánicas, sobre todo, en las comunidades rurales góticas alejadas de la Corte toledana, costumbres jurídicas que reaparecerán con fuerza en los primeros siglos de la Reconquista, sobre todo en Castilla, recogidas en los fueros territoriales.
Existió un Estado hispano-godo dirigido por el rey y organizado por una serie de instituciones que sostenían la unidad política. El Aula Regia o Senado visigodo, es el órgano que colabora con el monarca, asesorándole en su labor de dirección político-militar, en su actividad legislativa y en la administración de justicia. El núcleo fundamental del Aula Regia lo componen los miembros del Oficio Palatino que agrupa a los nobles de la Corte, siempre de estirpe goda: condes, jefes de los «espatarios» o guardia del rey, de las caballerizas, etc. En definitiva, el Aula Regia reúne a los altos funcionarios del Ejército y la Administración hispano-godos.
Especial consideración merecen los Concilios de Toledo, precedente histórico de las futuras Cortes medievales, que aconsejaban en cuestiones militares, judiciales y eclesiásticas. Estos Concilios supondrán la expresión fundamental de la colaboración entre la Iglesia y el Estado, una Iglesia que era el recipiente principal, y mantenedor entonces, de la cultura y los saberes. En este sentido resultó muy influyente la doctrina jurídica de San Isidoro que establecía la sumisión de la potestad civil a las leyes o normas de la comunidad, en contra de la tradición cesarista del derecho romano y de la práctica oligárquica bizantina.
Los Concilios de Toledo son, entonces, el punto de confluencia entre la potestad del Estado y la autoridad moral e intelectual de la Iglesia, de modo que los reyes godos solicitaban de los Concilios su asistencia y apoyo en el gobierno del Estado y en las tareas legislativas, e incluso enviaban a los magnates del Aula Regia a las reuniones de los mismos.
Existía, pues, una relativa intervención de estos organismos en el ejercicio del poder aunque éste residía fundamentalmente en el rey, jefe electo, que detentaba un enorme poder, causa de las sangrientas disputas que se desataban en el momento de la sucesión entre las distintas facciones y clientelas nobiliarias. El rey, que debía ser de estirpe gótica y caracterizado por sus buenas costumbres, era el jefe supremo de la comunidad y representación personal del Estado. Es él quien dirige las relaciones con otros países declarando la paz o la guerra. Es el jefe de la Administración del Estado, ostenta la potestad legislativa, y es el juez supremo con jurisdicción sobre todos los súbditos, correspondiéndole también la convocatoria de los Concilios de Toledo.
El Reino («regnum, patria»), al frente del cual estaba el rey, lo integran el pueblo (godos y romanos: los hispano godos) y el territorio de la Península y zonas adyacentes. El Estado visigodo tenía por finalidad procurar el bien común, la defensa del territorio contra los enemigos del interior y del exterior, y la aplicación del derecho mediante la actividad legislativa y judicial. El Estado visigodo no tuvo el carácter de Estado patrimonial, ni la comunidad hispano-goda se fundamentó en relaciones jurídico-privadas, se ordenó para fines de índole pública.
La ciudad de Toledo, capital del Estado godo-hispánico, suponía la concreción de un centro general de imputaciones, sede de la Corte del monarca, cabeza metropolitana de la Iglesia hispana y sede de los Concilios, residencia de los magnates rectores del reino y capital cultural. Toledo será el referente de la unidad hispánica cuando ésta se derrumbe tras la invasión islámica. El año 711 y tras tres décadas de crisis general motivada por las terribles luchas partidistas para apoderarse del trono, el reino hispano-godo se extinguiría definitivamente cuando aquella unificación nacional peninsular era todavía incipiente y corría serios riesgos de una progresiva feudalización.
Los árabes y bereberes, unidos en la nueva fe mahometana, derrotarán al ejército hispano-godo en las cercanías de Jerez de la Frontera. Sería decisivo en el fatal desenlace el apoyo recibido por los musulmanes por parte de los judios y de una facción nobiliaria, la de los witizanos, es decir, los partidarios de la familia del recientemente fallecido rey Witiza, opuestos al rey Rodrigo, y que incluso recabaron la presencia de los mahometanos en la Península como sus aliados. El gobernador árabe de Africa del Norte al servicio del Califato de Damasco, Musa ibn Nusair, respondió a la demanda de los witizanos enviando a su lugarteniente, el jefe bereber Tarik ibn Ziyad, que cruzó el estrecho de Gibraltar en el 711 al mando de un ejército de bereberes recientemente islamizados. Rodrigo fue derrotado y muerto en la batalla que con estos tuvo lugar, probablemente, a orillas del río Guadalete. Al año siguiente, en el 712, el propio Musa desembarcó con tropas de refuerzo, La intervención de los musulmanes, en un principio como apoyo a la facción witizana, se estaba convirtiendo en un proyecto de conquista a gran escala, aprovechando la impotencia de los jefes visigodos, agotados en una guerra civil sin sentido.
Destrozados en la batalla el ejército y el Estado hispano-godos, los musulmanes ocuparían la casi totalidad del reino en un periodo de siete años (con la importante colaboración de los judíos residentes en las ciudades hispanas que abrieron las puertas de muchas de ellas), arrasando, en unos casos, o pactando, en otros, con los opositores. Algunos nobles visigodos, no aceptando el dominio musulmán buscaron refugio en la montañas del norte peninsular. Los montes cantábricos y pirenáicos quedarían libres del efectivo dominio musulmán y en ellos se formarían prontamente dos reinos, Asturias y Navarra, resultado del pacto alcanzado entre las gentes autóctonas y los refugiados godos.
La realeza astur-leonesa, la aragonesa y también los Condes de Barcelona, reivindicarán su estirpe gótica como factor de legitimación histórica de los nuevos poderes resultantes de la articulación territorial de la resistencia hispánica frente al invasor islámico. Entramos aquí en otro periodo histórico, sucesivo de la Monarquía gótica, la Reconquista, denominado así por la pretensión de los nuevos poderes autóctonos de recuperar el territorio peninsular ocupado por los árabes (Pérdida de España), a los que en todo momento se les consideró extraños usurpadores, invasores de unas tierras que detentan ilegítimamente, po-seedores de una religión y una cultura contrarias, africanos para los que Hispania (al-Andalus) era un territorio colonial, susceptible de ser explotado en su beneficio a base de fuertes tributos, un botín en definitiva.
La gran herencia hispano-goda permitió restaurar en España, por medio de la acción resistente articulada político-militarmente en el norte peninsular, la civilización occidental de raíz grecolatina, cristiana y germánica, superando así el tremendo y prolongado impacto de la dominación islámico oriental, a diferencia de lo que sucedió en el Norte de Africa que, integrado en el ámbito occidental antes de la invasión de los árabes, permanecería ya definitivamente islamizada y arabizada.
El rey Alfonso I de Asturias (739-759) y verdadero creador del nuevo reino, hijo de Pedro, duque de Cantabria, del linaje de Recaredo, realizó una importante incursión en las tierras de la cuenca del Duero sometidas entonces a los mahometanos, situadas al otro lado de la Cordillera Cantábrica, bastión natural del reino astur. En aquella incursión, y tras golpear duramente a los ocupantes islámicos allí establecidos tras la invasión, trasladó a la gran mayoría de los pobladores hispano-godos del norte de la Meseta hacia el otro lado de las montañas, instalándolos con una motivación claramente política en los valles cantábricos que se extienden desde las rías altas gallegas hasta el río Nervión, hecho que recoge destacadamente la Crónica de Alfonso III (2).
La fusión de estas gentes del Duero de estirpe gótica y de lengua latina con los habitantes autóctonos de aquellos valles (cántabros principalmente) conformaría finalmente un nuevo pueblo, los castellanos, que, dirigidos por sus caudillos y reyes, protagonizarían ese periodo histórico fundamental para la adecuada comprensión de la cultura e identidad hispánicas: la Reconquista y la consiguiente Repoblación, un verdadero «empuje hacia el sur» que terminaría con la toma de Granada en 1492. Sólo aquellos hispano-godos refugiados en territorio cántabro-astur (nobles, clérigos, campesinos) poseerán la conciencia de una «Hispania por restaurar», conciencia de la que carecerían casi por completo los pueblos autóctonos de aquellos valles norteños, en los enfrentados al poder central toledano. Por lo tanto corresponde a aquel aluvión de refugiados la creación de un poder político nuevo, el reino astur-leonés (y posteriormente, a partir del siglo XI, su heredero: Castilla-León) guiado por un objetivo de recuperación de las tierras de Hispania, situadas al otro lado de la Cordillera Cantábrica, y que constituían su originario solar patrio. (3)
Estos sucesos coadyuvarán decisivamente en la “gotización” y , por ende, “hispanización” del reino astur-leonés como principal poder autóctono, opuesto al emirato y posterior califato islámico con sede en Córdoba. Alfonso II el Casto (791-842) reinstauraría en Oviedo el “Orden de los Godos” existente en Toledo, tanto en el Palacio como en la Iglesia, como así nos informa la Crónica Albeldense, primera de una serie de crónicas latinas, conformadoras de una verdadera historiografía medieval nacional (4).
La sistemática y consciente repoblación de la cuenca del Duero supuso la creación de una nueva realidad social, política y cultural, una nueva realidad étnica , el pueblo castellano, los que habitan en el país de los castillos (en referencia a las abundantes torres defensivas construidas en la frontera oriental del reino de Asturias), resultado final de la profunda amalgama racial sustanciada en los valles cantábricos a lo largo de la segunda mitad del siglo VIII y primera mitad del siglo IX. Ya no habrá más tribus de astures, cántabros, autrigones, várdulos o vascones, ya no se hablará de godos o romanos; desde ahora, producto de una completa etnogénesis, se hablará de los “castellanos”, del Reino de Castilla y León, sucesor histórico del Reino cántabro-astur de los primeros tiempos de la Reconquista. Los castellanos, principales herederos de los godos y base fundamental de la raza y cultura hispanas, dirigirán con firmeza ese «empuje hacia el sur», capitaneados por sus jefes, reyes, magnates e infanzones. (5)
El denominado neo-goticismo astur-leonés, restaurador del unitarismo godo, diseñado en la Corte de los reyes asturianos y leoneses y heredado por Castilla al constituir su primer rey, Femando el Grande (1035-1065), el Reino de Castilla y León, consistía en un relevante programa político-militar destinado a imprimir una coherencia definitiva al proceso reconquistador y a legitimar al rey de Castilla como histórico sucesor del rey de los godos, el máximo jefe político de aquella Hispania unida por la conciencia nacional goda, invadida por los árabes y que ahora se pretende restaurar 6.
Esto es lo que los reyes Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, ambos de la dinastía castellana de los Trastámara, y tras la unión de Aragón a Castilla alcanzada el año 1474 como consecuencia de su matrimonio, consiguieron cuando el 2 de enero de 1492 entraban victoriosos en Granada, alzando los estandartes simbólicos recibidos de sus antepasados, cumpliendo, en fin, el programa político inspirador de la Reconquista. Dice la Crónica de Alfonso III respecto de la batalla de Covadonga (722), punto de partida de dicha Reconquista: «Por esta montaña será salvada España y restaurado el ejército de los godos»; eso es lo que acabará significando la arriesgada emboscada de Don Pelayo, primer jefe rebelde, antiguo espatario del rey Rodrigo.
No son los Reyes Católicos los fundadores de la unidad nacional sino sus restauradores, aunque la unidad hispánica plena se conseguiría por Felipe II, y solo temporalmente, en 1580 al incorporar Portugal a su reino. Se equivocan, de modo interesado o ignorante, los políticos separatistas y sus clientelas cuando afirman que «sus pueblos» preexisten como «verdaderas naciones» a la «forzada» unificación de Isabel y Fernando finado el siglo XV. Para estos políticos, en su tergiversación histórica, dicha unidad fue un acto artificioso, ilegítimo e imperialista, destructor de esas «auténticas nacionalidades», o sea, Euskalerría o Cataluña que, dicho sea de paso, jamás existieron históricamente como entidades políticas unitarias e independientes.
España, como nacionalidad distintiva es muy anterior a ese siglo XV, debiéndonos remontar, como hemos comprobado, hasta la segunda mitad del siglo VI, obra principal de un pueblo germánico de primer orden, los godos, que como torrente, generoso y vivificador, vino a confundirse absolutamente en el anchuroso río de lo español hasta el punto de desaparecer como tal pueblo. Pero ellos también somos nosotros, los españoles. Permanecen en nuestros genes, en nuestros hábitos, en nuestra cultura (7). Ellos, los godos de España, fundaron nuestra nacionalidad cuando se iniciaba la Edad Media.
Ramón Peraltahttps://hispaniagothorum.wordpress.com/godos/los-godosfundadores-de-la-nacionalidad-espanola/
Que los godos no formaban sino una minoria en la Hispania postromana no es un secreto.
Que una minoria rectora es la que a veces responde por todo un país y hace de el un Estado no debería tener que ser recordado, al menos no en una página nacionalista.
Los Godos españoles eran los Visigodos, o Godos Nobles, que habían conquistado España en el Siglo V para perderla en el Siglo VIII, antes de recuperarla a través de esa larga guerra civil que llamamos Reconquista. Los valores Góticos fueron también los que acabada la Reconquista conformaron nuestros Siglos de Oro. Los Godos conformaron dentro de la mitología nacional y social de esos tiempos el mismo papel que la Roma de Augusto tomó para los renacentistas italianos.
Para los escritores del tiempo de la Inquisición y la creación del nuevo mundo proveían una continuidad cultural a partir de la que se rediseño España. Eran los descendientes míticos de los Cristianos viejos a partir de los que se había reconquistado la hegemonía de la cultura occidental y cristiana sobre la península. El empleo que se hizo de los antepasados góticos en la genealogía de los reyes cristianos no fue una casualidad ni una fantasia sin sentido. Cuando Alonso de Cartagena, Obispo de Burgos e hijo del Obispo de Burgos, Pablo de Santa María, invocó la ascendencia germánica de la Monarquía Castellana en Juan II de Castilla tal vez no se ajustaba a la documentación, desaparecida o ilegible desde siglos atrás, sino a la leyenda que es una forma superior de legitimidad histórica.”
A lo largo de los siglos V y VI se asentaron en España los godos, un pueblo germánico originario de la Gothia escandinava (Gotaland) que, después de un largo periplo, terminó por conformar su nueva y definitiva patria en nuestra Península. Nos informa San Isidoro de Sevilla en su obra «Historia de los Godos, Suevos y Vándalos» (Historia Gothorum): «Como (los godos) no podían aguantar los ultrajes (de los romanos) tomaron las armas furiosamente, invadieron la Tracia, saquearon Italia y alcanzando España, establecieron allí hogar y dominio». Otros pueblos germánicos se establecieron también en España como fue el caso de suevos y vándalos, unas pocas decenas de miles; pero fueron los godos, especialmente la rama de los visigodos o godos tervingios, los que en un número cercano a los 300.000 individuos incidirían esencialmente en el desarrollo de las gentes hispanas.
Se trata de una cifra pequeña en relación a la población del conjunto peninsular (unos 5 millones de habitantes), aunque significativa sobre todo por la trascendencia futura del lugar de su asentamiento preferente, la Meseta Central, concretamente las cuencas de los ríos Duero y Tajo, como así ponen de relieve las numerosas necrópolis.
En este espacio interior, escasamente poblado, los godos establecieron su hogar, su verdadera tierra de promisión, cambiando la espada por el arado, unas tierras aptas para su deseado cultivo del cereal y también para el desarrollo de la ganadería extensiva, una de sus principales actividades económicas. En varias comarcas de este territorio la proporción entre godos e hispano-romanos era de 2 a 1 a favor de los primeros.
Debido, pues, a la reducida población autóctona pudo efectuarse un reparto no problemático de tierras entre ambas comunidades, pasando a establecerse los godos en pequeñas aldeas formadas por viviendas unifamiliares próximas a sus explotaciones agropecuarias. El peculiar modo de instalación de los godos en la Península, mediante pactos y repartimientos con los hispano-romanos, explica que no hubiera invasión, no hubo ni vencedores ni vencidos, sino que godos e hispano-romanos coexistieron con sus diferencias, sin superponerse, hasta que paulatinamente iría verificándose la fusión entre ambos.
El pueblo visigodo pasó masivamente desde la Galia a Hispania en grandes carros tirados por bueyes, como así lo atestiguan varios documentos latinos de la época (l), sobre todo, a partir de la batalla de Vouillé (507) en la que los francos auxiliados masivamente por los galo-romanos autóctonos y aliados con los burgundios derrotaron al ejército visigodo, provocando el establecimiento franco en las tierras entre el río Loira y los Pirineos, adjudicadas hacía casi un siglo a los visigodos por el poder imperial romano, y la marcha de éstos hacia el otro lado de las montañas pirenáicas.
Así pues, la batalla de Vouillé se convirtió en un hecho de gran trascendencia en nuestra historia ya que terminó por identificar el reino de los godos con la Península. También durante aquel siglo VI llegarían elementos ostrogodos a Hispania con motivo de la regencia de su rey Teodorico el Grande sobre los visigodos (511-526) y, desde luego, también tras la derrota de los ostrogodos instalados en Italia a manos del ejército imperial bizantino de Justiniano.
En el conjunto de la importante inmigración goda a Hispania, debemos diferenciar, entonces, a la minoría político-militar dirigente, y el contingente popular gótico. Mientras aquélla se acantonaba en las principales ciudades de la Hispania romana (Mérida, Barcelona, Valencia, Sevilla, Córdoba y Toledo, la capital), el otro se instalaba mayoritariamente en el ámbito rural meseteño. La elección por el rey Leovigildo de la ciudad de Toledo como capital del Reino hispano-godo respondía a las necesidades de control sobre el conjunto peninsular (identificado entonces como el recinto territorial de dicho Reino), más fácil desde su centro y en un entorno de numerosa población gótica. La elección de Toledo hacía de la Meseta Central, por primera vez, el centro político y cultural de la Península.
Ataúlfo fue el primer jefe visigodo que entró en España y lo hizo en defensa de los intereses romanos, de una Roma que, forzada por los godos, había pactado su asentamiento en el sur de la Galia, de una Roma cada vez más débil, sobre todo, tras su primera expugnación por el victorioso ejército visigodo dirigido por el antecesor de Ataúlfo, Alarico, el año 410. Walia, sobrino y sucesor de Ataulfo, renovó el pacto con Roma el año 418, comprometiéndose a restaurar el orden imperial en Hispania, quebrantado tras las irrupciones de suevos, vándalos y alanos años atrás.
El rey Eurico (466-486), durante cuyo reinado tuvieron lugar los primeros establecimientos populares góticos, puede ser considerado el primer gobernante autónomo de Hispania puesto que el año 476 sucumbe definitivamente el Imperio romano de Occidente con la conquista de Roma por el rey de los hérulos, Odoacro.
El reino godo se separa definitivamente del tronco del Imperio obteniendo su total independencia y Eurico rompe el pacto que le ligaba con Roma, amplía sus posesiones del sur de la Galia se anexiona la mayor parte de la Península Hispánica, creando así un gran reino occidental galo-hispánico. Pero, tras la citada derrota de Vouillé en la que resultó muerto el rey visigodo, Alarico II, el centro de gravedad geo-político de los visigodos se trasladó definitivamente al lado meridional de los Pirineos, pasando la capital del reino desde Tolouse primero a Barcelona y, finalmente, a Toledo. Tan solo la Septimania, un pequeño territorio alrededor de Narbona, se mantuvo problemáticamente en poder de los visigodos al otro lado de los Pirineos.
El rey Leovigildo (565-586) es el verdadero creador del Estado hispano-godo y, por ende, de la nacionalidad hispánica misma: Hispania, reino, entidad política independiente, sucedía a la antigua provincia sujeta al poder de Roma. Primeramente, desde su gobierno de Toledo, a salvo de la amenaza de francos y de bizantinos, intentó con éxito someter a la autoridad central la mayor parte del territorio peninsular en un momento crítico de fragmentación político-territorial, Así, tras consolidar el poder real, derrotó a los suevos del noroeste incorporando su reino y redujo a cántabros y vascones, alzados contra su autoridad. Leovigildo, el unificador, acuñó un ideal nacionalista que identificaba el Reino de los Godos («Regnum Gothorum») con Hispania, acotando nítidamente las diferencias respecto al Imperio de Bizancio, heredero oriental de Roma.
En torno a ese nuevo ideal hispánico debería producirse la aproximación definitiva, la fusión entre godos e hispano-romanos, con lo que derogó la prohibición de matrimonios mixtos establecida por el Emperador Valentiniano. Sin embargo, el mantenimiento de Leovigildo en su fe arriana (religión nacional de los godos) y el intento de imponerla a sus súbditos hispano-romanos de religión católica, impedía la constitución de ese pueblo verdaderamente unificado. Sería su hijo, Recaredo (586-601), quien al convertirse al catolicismo, y con él, oficialmente, todos los godos, pondría las bases de una comunidad político-religiosa nacional diferenciada, una nueva sociedad, en definitiva.
El III Concilio de Toledo (589), en el que tiene lugar la conversión pública de Recaredo, puede considerarse el punto de partida de nuestra nacionalidad en torno a un monarca, a un poder político ejercido sobre una sociedad que avanzaba firmemente hacia su plena integración desde sus dos elementos conformadores, el latino y el germánico. A diferencia de lo que sucedió en Italia o en el Norte de Africa donde ostrogodos y vándalos respectivamente constituyeron una minoría extraña y hostil, en España se produjó una fusión generalizada entre godos e hispano-romanos, y sobre esta unidad se pudo alzar un Estado independiente y conformarse la nacionalidad hispánica. Durante el siglo VII se iría consolidando la nacionalidad común de los denominados ya como “hispano-godos”, poseedores de una religión común, gobernados por un mismo monarca, e incorporados plenamente a la Administración los antiguos hispano-romanos.
Suintila (621-631) expulsa definitivamente a los bizantinos enquistados en el sur peninsular y consigue la unificación de todo el territorio de la antigua Hispania romana, incorporando Ceuta como cabeza de puente hacia la Mauritania africana, además de llave del Estrecho. La labor legislativa de los reyes Chindasvinto (642-653) y Recesvinto (653-672) refrendada en los Concilios toledanos, culmina con la promulgación del Liber Iudiciorum (Libro de los Juicios o Fuero Juzgo), compilado por este último rey, convirtiéndose en el único texto legal válido ante los tribunales del reino, un texto que incorpora la herencia jurídica romana a la costumbre germánica hasta el punto de ser aquélla claramente predominante.
San Isidoro de Sevilla, arzobispo de dicha ciudad, hijo de padre hispano-romano y de madre goda, es la figura señera de la naciente cultura hispano-goda. Será él quien mejor sabrá interpretar el nuevo tiempo, la nueva realidad nacional hispánica a lo largo de la primera mitad del siglo VII. Autor de una obra enciclopédica en lengua latina, Las Etimologías. el denominado «Doctor de las Españas» en su Historia Gothorum elevará a España a la categoría de Primera Nación de Occidente. Así, en el Laudes Hispaniae, el sabio Doctor dedica a su patria una célebre alabanza encomiástica: De cuantas tierras se extienden desde el Occidente hasta la India, tú eres la más hermosa, oh sagrada y feliz España, madre de príncipes y de pueblos. Con razón se te puede llamar reina de las provincias, pues iluminas no sólo el Oceano sino también el Oriente. Tú, honor y ornato del mundo, la más ilustre porción de la tierra donde florece y recrea la gloriosa fecundidad del pueblo godo”.
La Gens Gothorum, el pueblo godo, como el elemento diferenciador que da personalidad política a la antigua provincia romana, es, para San Isidoro, el primero de los pueblos de Europa pues tal fue la grandeza de su habilidad guerrera y notables las proezas de sus famosas victorias que aun Roma, la conquistadora de todas las naciones, se le sometió al yugo y cedió ante sus triunfos, y la dueña de todos los pueblos se les hizo su sierva (Historia Gothorum). En ese mismo texto describe a los godos como gente de naturaleza pronta y activa, que confía en la fuerza de la conciencia; de tez blanca, tienen el cuerpo potente y son altos de estatura.
Todas estas palabras de San Isidoro, escritas hacia el año 630, alcanzada plenamente la unidad nacional-territorial, suponen el primer texto de un protonacionalismo ideológico en el seno de la cultura occidental. El nuevo ideal nacional que reflejan los textos del sabio sevillano se verifica en un territorio, la Península Hispánica, en un pueblo concreto, determinante de aquel ideal, los Godos, hasta identificar, de este modo, Tierra y Pueblo como la Patria común y diferenciada de todos, España.
Y España, en el Occidente, se opone a Bizancio, en el Oriente, sucesor del Imperio romano, un poder imperial bizantino considerado y sentido ya como algo extraño, ajeno, un poder invasor al que expulsar de sus amenazantes acuartelamientos en la franja sur peninsular. En aquel tiempo se hablaba de Toledo y Bizancio como los centros de dos polos de poder y civilización. Mientras en España con Toledo, su capital, se produce la fecunda fusión de un joven y dinámico pueblo germánico, los godos, con el civilizado conjunto de las gentes hispano- romanas, fusión que supone el embrión de la nueva cultura occidental, en Bizancio se amalgama la cultura euroasiática, sirio-helenística, de matiz oriental, que engendrará la civilización ortodoxa y las otras religiones cristiano-orientales.
El reino hispano-godo derrota y expulsa a los bizantinos de todos los antiguos territorios del Imperio de Occidente, territorio donde se está generando una nueva interpretación y apreciación del mundo, la Civilización Occidental, resultado fundamental de la fusión de los pueblos germánicos (godos, francos, anglo-sajones) con los pobladores de los territorios del Imperio romano de Occidente (hispanos, galos, britanos, ). San Isidoro canta en alabanza a la Nación a la que pertenece, España, como una realidad ya inequívoca y distinta del Imperio romano así como del reino de los francos o de los mauritanos del Norte de Africa, destacando la decisiva acción del pueblo godo en la formación de la nueva patria; la conciencia isidoriana es expresión ya de un sentimiento nacional hispánico.
La Monarquía gótica como estructura de poder desplegará una organización política peculiar que hará posible esa nacionalidad distintiva (y, sobre todo, su proyección futura), una organización que tiene en el monarca su cabeza. El rey de los godos, de limpio linaje, máximo jefe político-militar, resulta de la celebración de una asamblea de electores, destacados miembros de la comunidad, que lo elijen “armas in sonandibus” tras la muerte del rey anterior. El rey (Thiudans), jefe popular electo, que, según la tradición germánica, no crea derecho, pues éste ya existe, es de carácter consuetudinario, lo produce la propia comunidad; como protector del reino, tiene el difícil encargo de hacer cumplir ese «derecho de la comunidad».
Prevalece, pues, la costumbre a la ley escrita, pues aquélla es producto social que facilita la convivencia colectiva regulando oportunamente las relaciones sociales y resolviendo puntualmente los conflictos, en virtud del precedente judicial (gran relevancia de los jueces, principales intérpretes del derecho popular). La Ley, concepto romano, privilegia al que la impone amenazando así la libertad e igualdad esencial de todos los miembros de la comunidad.
La coexistencia de godos y romanos en el Reino de Toledo supondrá la progresiva romanización de sus estructuras jurídico-políticas, aunque nunca desaparecerán las costumbres germánicas, sobre todo, en las comunidades rurales góticas alejadas de la Corte toledana, costumbres jurídicas que reaparecerán con fuerza en los primeros siglos de la Reconquista, sobre todo en Castilla, recogidas en los fueros territoriales.
Existió un Estado hispano-godo dirigido por el rey y organizado por una serie de instituciones que sostenían la unidad política. El Aula Regia o Senado visigodo, es el órgano que colabora con el monarca, asesorándole en su labor de dirección político-militar, en su actividad legislativa y en la administración de justicia. El núcleo fundamental del Aula Regia lo componen los miembros del Oficio Palatino que agrupa a los nobles de la Corte, siempre de estirpe goda: condes, jefes de los «espatarios» o guardia del rey, de las caballerizas, etc. En definitiva, el Aula Regia reúne a los altos funcionarios del Ejército y la Administración hispano-godos.
Especial consideración merecen los Concilios de Toledo, precedente histórico de las futuras Cortes medievales, que aconsejaban en cuestiones militares, judiciales y eclesiásticas. Estos Concilios supondrán la expresión fundamental de la colaboración entre la Iglesia y el Estado, una Iglesia que era el recipiente principal, y mantenedor entonces, de la cultura y los saberes. En este sentido resultó muy influyente la doctrina jurídica de San Isidoro que establecía la sumisión de la potestad civil a las leyes o normas de la comunidad, en contra de la tradición cesarista del derecho romano y de la práctica oligárquica bizantina.
Los Concilios de Toledo son, entonces, el punto de confluencia entre la potestad del Estado y la autoridad moral e intelectual de la Iglesia, de modo que los reyes godos solicitaban de los Concilios su asistencia y apoyo en el gobierno del Estado y en las tareas legislativas, e incluso enviaban a los magnates del Aula Regia a las reuniones de los mismos.
Existía, pues, una relativa intervención de estos organismos en el ejercicio del poder aunque éste residía fundamentalmente en el rey, jefe electo, que detentaba un enorme poder, causa de las sangrientas disputas que se desataban en el momento de la sucesión entre las distintas facciones y clientelas nobiliarias. El rey, que debía ser de estirpe gótica y caracterizado por sus buenas costumbres, era el jefe supremo de la comunidad y representación personal del Estado. Es él quien dirige las relaciones con otros países declarando la paz o la guerra. Es el jefe de la Administración del Estado, ostenta la potestad legislativa, y es el juez supremo con jurisdicción sobre todos los súbditos, correspondiéndole también la convocatoria de los Concilios de Toledo.
El Reino («regnum, patria»), al frente del cual estaba el rey, lo integran el pueblo (godos y romanos: los hispano godos) y el territorio de la Península y zonas adyacentes. El Estado visigodo tenía por finalidad procurar el bien común, la defensa del territorio contra los enemigos del interior y del exterior, y la aplicación del derecho mediante la actividad legislativa y judicial. El Estado visigodo no tuvo el carácter de Estado patrimonial, ni la comunidad hispano-goda se fundamentó en relaciones jurídico-privadas, se ordenó para fines de índole pública.
La ciudad de Toledo, capital del Estado godo-hispánico, suponía la concreción de un centro general de imputaciones, sede de la Corte del monarca, cabeza metropolitana de la Iglesia hispana y sede de los Concilios, residencia de los magnates rectores del reino y capital cultural. Toledo será el referente de la unidad hispánica cuando ésta se derrumbe tras la invasión islámica. El año 711 y tras tres décadas de crisis general motivada por las terribles luchas partidistas para apoderarse del trono, el reino hispano-godo se extinguiría definitivamente cuando aquella unificación nacional peninsular era todavía incipiente y corría serios riesgos de una progresiva feudalización.
Los árabes y bereberes, unidos en la nueva fe mahometana, derrotarán al ejército hispano-godo en las cercanías de Jerez de la Frontera. Sería decisivo en el fatal desenlace el apoyo recibido por los musulmanes por parte de los judios y de una facción nobiliaria, la de los witizanos, es decir, los partidarios de la familia del recientemente fallecido rey Witiza, opuestos al rey Rodrigo, y que incluso recabaron la presencia de los mahometanos en la Península como sus aliados. El gobernador árabe de Africa del Norte al servicio del Califato de Damasco, Musa ibn Nusair, respondió a la demanda de los witizanos enviando a su lugarteniente, el jefe bereber Tarik ibn Ziyad, que cruzó el estrecho de Gibraltar en el 711 al mando de un ejército de bereberes recientemente islamizados. Rodrigo fue derrotado y muerto en la batalla que con estos tuvo lugar, probablemente, a orillas del río Guadalete. Al año siguiente, en el 712, el propio Musa desembarcó con tropas de refuerzo, La intervención de los musulmanes, en un principio como apoyo a la facción witizana, se estaba convirtiendo en un proyecto de conquista a gran escala, aprovechando la impotencia de los jefes visigodos, agotados en una guerra civil sin sentido.
Destrozados en la batalla el ejército y el Estado hispano-godos, los musulmanes ocuparían la casi totalidad del reino en un periodo de siete años (con la importante colaboración de los judíos residentes en las ciudades hispanas que abrieron las puertas de muchas de ellas), arrasando, en unos casos, o pactando, en otros, con los opositores. Algunos nobles visigodos, no aceptando el dominio musulmán buscaron refugio en la montañas del norte peninsular. Los montes cantábricos y pirenáicos quedarían libres del efectivo dominio musulmán y en ellos se formarían prontamente dos reinos, Asturias y Navarra, resultado del pacto alcanzado entre las gentes autóctonas y los refugiados godos.
La realeza astur-leonesa, la aragonesa y también los Condes de Barcelona, reivindicarán su estirpe gótica como factor de legitimación histórica de los nuevos poderes resultantes de la articulación territorial de la resistencia hispánica frente al invasor islámico. Entramos aquí en otro periodo histórico, sucesivo de la Monarquía gótica, la Reconquista, denominado así por la pretensión de los nuevos poderes autóctonos de recuperar el territorio peninsular ocupado por los árabes (Pérdida de España), a los que en todo momento se les consideró extraños usurpadores, invasores de unas tierras que detentan ilegítimamente, po-seedores de una religión y una cultura contrarias, africanos para los que Hispania (al-Andalus) era un territorio colonial, susceptible de ser explotado en su beneficio a base de fuertes tributos, un botín en definitiva.
La gran herencia hispano-goda permitió restaurar en España, por medio de la acción resistente articulada político-militarmente en el norte peninsular, la civilización occidental de raíz grecolatina, cristiana y germánica, superando así el tremendo y prolongado impacto de la dominación islámico oriental, a diferencia de lo que sucedió en el Norte de Africa que, integrado en el ámbito occidental antes de la invasión de los árabes, permanecería ya definitivamente islamizada y arabizada.
El rey Alfonso I de Asturias (739-759) y verdadero creador del nuevo reino, hijo de Pedro, duque de Cantabria, del linaje de Recaredo, realizó una importante incursión en las tierras de la cuenca del Duero sometidas entonces a los mahometanos, situadas al otro lado de la Cordillera Cantábrica, bastión natural del reino astur. En aquella incursión, y tras golpear duramente a los ocupantes islámicos allí establecidos tras la invasión, trasladó a la gran mayoría de los pobladores hispano-godos del norte de la Meseta hacia el otro lado de las montañas, instalándolos con una motivación claramente política en los valles cantábricos que se extienden desde las rías altas gallegas hasta el río Nervión, hecho que recoge destacadamente la Crónica de Alfonso III (2).
La fusión de estas gentes del Duero de estirpe gótica y de lengua latina con los habitantes autóctonos de aquellos valles (cántabros principalmente) conformaría finalmente un nuevo pueblo, los castellanos, que, dirigidos por sus caudillos y reyes, protagonizarían ese periodo histórico fundamental para la adecuada comprensión de la cultura e identidad hispánicas: la Reconquista y la consiguiente Repoblación, un verdadero «empuje hacia el sur» que terminaría con la toma de Granada en 1492. Sólo aquellos hispano-godos refugiados en territorio cántabro-astur (nobles, clérigos, campesinos) poseerán la conciencia de una «Hispania por restaurar», conciencia de la que carecerían casi por completo los pueblos autóctonos de aquellos valles norteños, en los enfrentados al poder central toledano. Por lo tanto corresponde a aquel aluvión de refugiados la creación de un poder político nuevo, el reino astur-leonés (y posteriormente, a partir del siglo XI, su heredero: Castilla-León) guiado por un objetivo de recuperación de las tierras de Hispania, situadas al otro lado de la Cordillera Cantábrica, y que constituían su originario solar patrio. (3)
Estos sucesos coadyuvarán decisivamente en la “gotización” y , por ende, “hispanización” del reino astur-leonés como principal poder autóctono, opuesto al emirato y posterior califato islámico con sede en Córdoba. Alfonso II el Casto (791-842) reinstauraría en Oviedo el “Orden de los Godos” existente en Toledo, tanto en el Palacio como en la Iglesia, como así nos informa la Crónica Albeldense, primera de una serie de crónicas latinas, conformadoras de una verdadera historiografía medieval nacional (4).
La sistemática y consciente repoblación de la cuenca del Duero supuso la creación de una nueva realidad social, política y cultural, una nueva realidad étnica , el pueblo castellano, los que habitan en el país de los castillos (en referencia a las abundantes torres defensivas construidas en la frontera oriental del reino de Asturias), resultado final de la profunda amalgama racial sustanciada en los valles cantábricos a lo largo de la segunda mitad del siglo VIII y primera mitad del siglo IX. Ya no habrá más tribus de astures, cántabros, autrigones, várdulos o vascones, ya no se hablará de godos o romanos; desde ahora, producto de una completa etnogénesis, se hablará de los “castellanos”, del Reino de Castilla y León, sucesor histórico del Reino cántabro-astur de los primeros tiempos de la Reconquista. Los castellanos, principales herederos de los godos y base fundamental de la raza y cultura hispanas, dirigirán con firmeza ese «empuje hacia el sur», capitaneados por sus jefes, reyes, magnates e infanzones. (5)
El denominado neo-goticismo astur-leonés, restaurador del unitarismo godo, diseñado en la Corte de los reyes asturianos y leoneses y heredado por Castilla al constituir su primer rey, Femando el Grande (1035-1065), el Reino de Castilla y León, consistía en un relevante programa político-militar destinado a imprimir una coherencia definitiva al proceso reconquistador y a legitimar al rey de Castilla como histórico sucesor del rey de los godos, el máximo jefe político de aquella Hispania unida por la conciencia nacional goda, invadida por los árabes y que ahora se pretende restaurar 6.
Esto es lo que los reyes Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, ambos de la dinastía castellana de los Trastámara, y tras la unión de Aragón a Castilla alcanzada el año 1474 como consecuencia de su matrimonio, consiguieron cuando el 2 de enero de 1492 entraban victoriosos en Granada, alzando los estandartes simbólicos recibidos de sus antepasados, cumpliendo, en fin, el programa político inspirador de la Reconquista. Dice la Crónica de Alfonso III respecto de la batalla de Covadonga (722), punto de partida de dicha Reconquista: «Por esta montaña será salvada España y restaurado el ejército de los godos»; eso es lo que acabará significando la arriesgada emboscada de Don Pelayo, primer jefe rebelde, antiguo espatario del rey Rodrigo.
No son los Reyes Católicos los fundadores de la unidad nacional sino sus restauradores, aunque la unidad hispánica plena se conseguiría por Felipe II, y solo temporalmente, en 1580 al incorporar Portugal a su reino. Se equivocan, de modo interesado o ignorante, los políticos separatistas y sus clientelas cuando afirman que «sus pueblos» preexisten como «verdaderas naciones» a la «forzada» unificación de Isabel y Fernando finado el siglo XV. Para estos políticos, en su tergiversación histórica, dicha unidad fue un acto artificioso, ilegítimo e imperialista, destructor de esas «auténticas nacionalidades», o sea, Euskalerría o Cataluña que, dicho sea de paso, jamás existieron históricamente como entidades políticas unitarias e independientes.
España, como nacionalidad distintiva es muy anterior a ese siglo XV, debiéndonos remontar, como hemos comprobado, hasta la segunda mitad del siglo VI, obra principal de un pueblo germánico de primer orden, los godos, que como torrente, generoso y vivificador, vino a confundirse absolutamente en el anchuroso río de lo español hasta el punto de desaparecer como tal pueblo. Pero ellos también somos nosotros, los españoles. Permanecen en nuestros genes, en nuestros hábitos, en nuestra cultura (7). Ellos, los godos de España, fundaron nuestra nacionalidad cuando se iniciaba la Edad Media.
Ramón Peraltahttps://hispaniagothorum.wordpress.com/godos/los-godosfundadores-de-la-nacionalidad-espanola/
Sus últimos artículos
-
Las Hoces del Cabriel, Cuenca, un Paraje de Ensueño
-
El Archivo Municipal ha incorporado a la misma 244 Fotografías realizadas por Luis García Garrabella, muchas de las cuales fueron editadas como postales en el Siglo XX
-
Los Molinos de Daicán. Tributos pictóricos a un paraje del Tajo
-
Escapate a Segovia un Fin de Semana