I La palabra ha terminado siendo un comodín que sirve para todo, incluso para distraernos entre fuegos fatuos, o peor, paralizarnos. Pero “ciberguerra” no es cualquier cosa, sino una guerra en el más clásico sentido de la palabra, en la que intervienen Estados, ejércitos y servicios secretos en una nueva ecología, la de las redes digitales, que mediatiza los conflictos y ha aportado sus propios instrumentos, pero no ha modificado sustancialmente la conciencia del hombre. Y nadie duda de que esta guerra real, durísima, mata cada día a cientos de personas en Afganistán, Iraq, Paquistán, Libia, Yemen, la frontera mexicana y dondequiera que utilizan los drones, esos robots asesinos de la CIA dirigidos por jugadores de nintendo, que se cargan con un clic a seres de carne y hueso a cientos de kilómetros de los dedos que aprietan el gatillo. Sin embargo, los halcones del Pentágono y Hollywood intentan todos los días alucinarnos con los artefactos de guerra y alimentan la idea de los peligros y los monstruos cibernéticos que reptan por la red. Para protegernos de los ciberterroristas siempre tienen a la mano versiones mejoradas de RoboCop y Terminator, que justifican presupuestos mil millonarios y generan alarma y competencia en todo el mundo. El libro más vendido sobre la ciberguerra -Cyber War, de Richard Clarke- predice un ataque catastrófico contra la “infraestructura crítica” de Estados Unidos, que no duraría más de 15 minutos. Los virus informáticos harán caer los sistemas militares, explotarán las refinerías de petróleo y los oleoductos; colapsarán los sistemas de control del tráfico aéreo; se descarrilarán los trenes; se mezclarán todos los datos financieros; caerá la red eléctrica y se descontrolará la órbita de los satélites. Clarke, zar antiterrorista de Clinton y de Bush, es ahora el consultor principal de una firma de seguridad informática, contratista del gobierno de EEUU, que como otras muchas están haciendo su agosto con campañas de miedo que generan un incremento del gasto estatal en blindaje de redes. Bajo el paraguas de la ciberguerra se incluyen experiencias que no tienen que ver necesariamente con agresiones militares y que han existido siempre, como el espionaje, la delincuencia, la subversión, la propaganda sucia y el control social. La Internet -columna vertebral del ciberespacio- es solo una extensión simbólica de la realidad. Por tanto, ante los hechos que allí se expresan hay que aprender a lidiar primero con los fenómenos del mundo físico para entender las sombras que este proyecta, o de lo contrario podríamos terminar creyéndonos que es legítimo dispararle un misil al ladrón de una caja registradora. II No parece desinteresada esta alteración del concepto “ciberguerra”. Las predicciones apocalípticas en relación con el ciberterrorismo realizadas por las agencias de seguridad estadounidenses se inscriben dentro de una campaña que tiene como objetivo limitar la privacidad de los ciudadanos y ampliar los poderes de esos organismos para espiar e intervenir las comunicaciones de personas consideradas sospechosas, en cualquier lugar del planeta. Estas estrategias nos recuerdan la Guerra de las Galaxias de Reagan, que desgastó la economía soviética en una competencia tecnológica irracional con EEUU, disparó la paranoia y alejó a la URSS no solo de las necesidades de su propia sociedad, sino de los procesos de innovación del mundo. La Guerra de las Galaxias no llegó a ser nunca militar, porque se concibió como una guerra sicológica, tecnológica y económica. Y ya sabemos quién ganó este juego. Por otro lado, la realidad está aportando ahora mismo evidencias de que los ciberguerreros de Estados Unidos no son invulnerables. A cada rato vemos en las redes sociales imágenes captadas por los drones, que han sido interceptadas desde una laptop, y nos llega la noticia de un virus informático que caotiza los aviones no tripulados, vedette tecnológica de las guerras de Obama. Peor aún, en el mismo momento en que se anunciaba la entrada a plena capacidad operativa del Cibercomando de los Estados Unidos, con sus 90 000 efectivos -cifra oficial que ninguna institución independiente ha confirmado-, Wikileaks filtraba los cables del Pentágono y del Departamento de Estado, una cascada de documentos confidenciales que apuntaban al corazón de las operaciones militares y de la política exterior de Estados Unidos. No estoy minimizando el peligro de los instrumentos represivos del poder transnacional, que son tan poderosos como reales. Intento llamar la atención sobre la necesidad de asumir críticamente la revolución tecnológica que vivimos y las instituciones e instrumentos que van apareciendo en su entorno, para no perder la oportunidad de comprender mejor la dimensión social de este proceso y cómo nos afecta, y para asegurarnos de no reforzar las estructuras de dominación. La información necesaria para poder tomar la decisión de confiar en alguien o algo, depende de que sepamos qué es lo que sucede ahí afuera. El ciberespacio es inevitable y, como han comprendido muy bien los halcones de la guerra, un territorio ocupado por miles de millones de personas debe ser controlado y militarizado con suma urgencia, y por eso están replicando las estructuras del mundo físico en el universo digital. Pero el deseo no es necesariamente la realidad. El espacio físico compuesto por átomos y moléculas se puede encerrar en alguna parte -una botella, un planeta, una galaxia-, pero el espacio virtual de los bits y los bytes es conocimiento, inteligencia y sentimientos. La única manera de enjaular esos elementos de la conciencia es despojándola de la ética. III Mientras las transnacionales de las telecomunicaciones aumentan su poderío económico vendiendo todo tipo de artefactos y haciendo negocios con la ciberseguridad, en la lógica social crece la capacidad de interacción civil, cierta independencia de los medios tradicionales y un renovado poder contracultural. El acceso tiende a resolverse con celulares y computadoras cada vez más baratos. Hoy la penetración de la Internet y del celular en África sobrepasa el 2 000 % comparado con los datos de hace una década. El celular, un artículo de lujo hace poco más de una década, es de uso común, al punto de que, según datos de la Unión Internacional de Telecomunicaciones, sólo el 10 por ciento de la población mundial no usa teléfono móvil Si ya somos 2 mil 200 millones de personas interconectadas en el mundo, en menos de cinco años ese número lejos de estancarse habrá aumentado exponencialmente, incluyendo la producción de servicios y la interacción de gente que no provendrá precisamente de Europa y América del Norte, sino de China, India y América Latina, consumidores potenciales de productos y símbolos de la cultura dominante que a la vez suelen ser convertidos en instrumentos de rebeldía. De hecho, países que hace 20 años integraban un bloque perfectamente definido como Tercer Mundo, hoy tienen más internautas que América del Norte y Europa, las regiones que marcaron el crecimiento de la Red de Redes en los primeros 10 años del boom de la web. Estados Unidos y Europa, por ejemplo, tienen 721 millones de conectados, mientras China, India y América Latina juntos poseen 792 millones. Esta interacción social está generando su propio espacio político. “No es lo mismo el tipo de oposición física que se le presentaba al capitalismo industrial, que el tipo de oposición intelectual que se le presenta al capitalismo actual. Antes los obreros se resistían a la explotación, ahora -sobre todo los jóvenes- se preservan de la alienación”, escribía recientemente Fernando Peirone, pedagogo e investigador argentino, y añadía: Ocupa Wall Street, el 15-M de España y las rebeliones en los países árabes forman parte de esta lucha, y aunque estos movimientos no logran componer una alternativa, porque en la actualidad tienen más poder desestabilizador que instituyente, manifiestan un descontento estructural que más temprano que tarde habrá de representar una alternativa efectiva. Cualquier aproximación seria a las estadísticas actuales de penetración de Internet y telefonía digital, nos lleva a la conclusión de que brecha digital no es igual a brecha económica. La brecha digital depende del acceso al capital cultural. Depende del conocimiento y los valores culturales de los individuos, y si bien la conectividad puede servir para expresar cierto estándar de vida, no es una variable que obligatoriamente establece niveles de inclusión, como mismo no define la pertenencia a una determinada clase social poseer un aparato de radio o de televisión en nuestros días. IV A la ciberguerra -en el sentido militar o social del término, si lo prefieren- solo se le puede oponer la ciberdefensa activa, un concepto que tenemos que acabar de articular sin retóricas y sin ingenuidades, con la certeza de que no se podrá superar el modelo imperial en estas nuevas circunstancias desde la ignorancia o el prejuicio. Solo el conocimiento nos dará las alternativas y los instrumentos liberadores en escenarios que hay que estudiar para poder comprenderlos, en los que tenemos que estar para llegar a saber cómo funcionan y para transformarlos. Es en ese espacio y no en otro donde debemos elaborar un pensamiento revolucionario que refuerce los lazos de interacción y colaboración con los que ya están ahí y se oponen por distintas vías a la locura posmoderna de la conciencia teledirigida y a la evangelización digital, que pretende hacernos creer que un software es una red social, que una cosa es un ser humano. Nuestras luchas necesitan análisis de los muchos factores y dinámicas que transforman la red permanentemente. Necesitamos identificar con agilidad las acciones del enemigo, modelar las alternativas y dotar a nuestros movimientos de un instrumental científico que nos permita pasar a la ofensiva. Ese esfuerzo tiene también que dar garantías de seguridad a nuestros movimientos en la red y establecer sinergias con los expertos informáticos, cada vez más criminalizados y obligados a formar parte del gobierno mundial y de sus sistemas de vigilancia y control. Para lograrlo hay que proponérselo de veras, empezando quizás en este mismo foro por hacernos unas cuantas preguntas:
- ¿Dónde está nuestro observatorio o red que reúna, comparta y estudie las experiencias de resistencia en Internet?
- ¿Por qué todavía no existe un equivalente de TeleSur para la Red de Redes?
- ¿Que estrategias de visibilidad, cooperación y alianzas existen en nuestros medios?
- ¿Sabemos qué hacer en caso de agresión o censura contra un blog, una web o una cuenta en una red social? ¿Cómo nos defendemos?
- ¿Por qué el ALBA no se ha propuesto levantar su propio backbone o sistema troncal de Internet que ofrecería mayor seguridad y privacidad a los países que lo integran, cada vez más interconectados y dependientes de operadores que gestionan la conexión y que suelen plegarse a las decisiones imperiales?
- ¿Tenemos servicios de seguridad informática propios, verdaderamente confiables?
- ¿Existe conciencia de que la dependencia tecnológica de sistemas propietarios es una de las mayores vulnerabilidades para los movimientos progresistas? ¿Qué experiencias podemos compartir al respecto?
- ¿Dónde está el debate para modificar regulaciones vigentes que extienden extraterritorialmente las normativas del gobierno y las empresas norteamericanas?
- ¿Qué resguardos legales existen para proteger nuestras acciones en la Red?
- ¿Qué sabemos del empleo de los sistemas criptográficos e incluso de los elementos básicos de protección de nuestros medios tecnológicos?
- ¿Y los centros de datos seguros? ¿Destinamos recursos para ello?