Los libros del argentino Pablo Katchadjian revalidan el concepto de literatura como construcción. La idea no tiene nada de romántica, y hasta parece proponer la creencia en un arte que podría verse como bricolage, a partir del ensamble de elementos o sueltos u olvidados, tal como Lévi-Strauss, Derrida y Deleuze y Guattari sucesivamente definieron el pensamiento mítico, todo discurso y el modo de producción esquizofrénico. Habrá quien note allí un relegado gesto de vanguardia, o aun quien lo desdeñe como señuelo de una ilusoria radicalidad; esos juicios adversos preferirían confiar en los beneficios respiratorios de la inspiración, más que en el reconocimiento de cierto grado de cálculo. Es cierto, los textos de Katchadjian tienen el diseño deliberado de la Muralla China, pero cuentan a la vez con todo el entramado simbólico que a ésta quizá le procurara Shih Huang Ti y le diera Borges en “La muralla y los libros”. Eso supone que toda forma es reveladora de una indisoluble comunicación, como lo indica César Aira de dos libros de Katchadjian, El Martín Fierro ordenado alfabéticamente (2007) y El Aleph engordado (2009):
En literatura las formas están preformadas por sus contenidos, y la comunicación se resiste a desalojar el discurso. Esa persistencia es a su vez creadora de formas, y el combate que se entabla termina siendo la historia misma de la literatura.(1)
La opinión de Aira sugiere que los trabajos literarios de Katchadjian pueden reacomodar o abultar al infinito las piezas del poema de Hernández y del cuento de Borges, pero esas incursiones no arrasan los valores—sinuosos, sin duda, e inestables—de los significados. A la vez, destaca una figura de la influencia literaria libre de los síndromes freudianos y las proezas cabalísticas que Harold Bloom le abasteciera. El origen de un texto bien puede estar en la redefinición de la congruencia anatómica, de manera que, metafóricamente, el antebrazo se asiente sobre el cuello y los diez dedos contengan la masa cerebral; esa validación de lo freakestaría en la base del Martin Fierro que sigue el sistema del abecedario.
En su novela Qué hacer (Buenos Aires: Bajo la luna, 2010), Katchadjian apunta a otra modalidad de la anatomía literaria. En lugar de operar con las unidades de un texto anterior—como con detritus que de inmediato se revaloriza—, aquí la permutación ocurre sobre elementos que aceptamos como inéditos. Más que un mecanismo que coteja el canon, la serie de cincuenta brevísimos capítulos que comprende la novela de hecho descree de toda autoridad inicial como objeto de conflicto: la literatura anterior no existe ya como esténcil. Las variaciones formales no dependen siquiera del desarrollo del primer capítulo, que introduce componentes que vemos más tarde, sí, pero que igual podrían ser la consecuencia de secciones omitidas o sencillamente invisibles—no es imposible que, en su rareza, Qué hacer cuente con un correlato metafísico. Esa cualidad virtual parece estar prevista por el propio Katchadjian: el capítulo 27 refiere una discusión sobre la posibilidad de ver las cosas a medias o completas:
Un alumno muy alto nos dice: el problema es que el trapo es de rejilla vieja: la mitad de las cosas no se pueden ver. Y como si las palabras del alumno fueran algo a cumplir, de repente vemos sólo la mitad de las cosas que están ahí. Alberto me dice: todo está ahí pero sólo puede verse la mitad. La discusión que se arma en ese momento entre Alberto y yo, por un lado, y varios alumnos de una ciudad inglesa, por el otro, es la siguiente: ¿cómo podría saberse que lo que se ve es la mitad de algo, es decir, que no es simplemente algo completo que tiene apariencia de mitad de algo? (…) La conclusión a la que llegamos es la siguiente: sean mitades de algo o cosas completas, el hecho de que se presenten como mitades hace que la otra mitad cobre existencia (55-56).
Más que proponer el libro de Katchadjian como un objeto fantástico, con la abundancia de la cita sólo pretendo desacreditar un poco la relevancia del capítulo 1 como hito. Lo que leemos en él tiene con el resto de la novela una relación lógica tan estricta como la que pudiera haber entre esas mismas líneas y otras precedentes que el autor hubiera desechado o guardado para una edición posterior. Creo que eso se puede resumir de este modo: la sección que abre el libro puede ser igualmente la mitad de la infinita serie que contiene esos temas. Su importancia es puramente sintáctica, como concreto y constatable eslabón inaugural del conjunto, no como asiento de la ley de causalidad de la narración. A Katchadjian le importa más el juego entero de cambios, recapitulaciones, discrepancias y contradicciones que se suceden página tras página que el nexo determinista de una acción con otra. Al terminar de leer la novela, nos queda como convencimiento la idea de congestión: el narrador y Alberto se han descubierto, una y otra vez, en una universidad inglesa, frente a un grupo de alumnos o atentos o distraídos, en ocasiones hostiles; alguno de ellos—un gigantón de dos o tres metros—les hace una pregunta que Alberto y el narrador responden torpemente, o de manera oblicua, o con puros errores; el altísimo estudiante se mete a Alberto en la boca, o antes de que eso ocurra hay una brusca transformación del paisaje; Alberto y el narrador se hallan entonces en una plaza, o en una juguetería, o en un banco, o en un bar donde hay ochocientos bebedores, u ocho bebedores; en cierto momento se topan con unas mujeres que están desnudas o no, que pueden ser jóvenes o viejas, que tienen bellas piernas; después Alberto y el narrador pueden estar en un barco o un puente, o en un barco que simultáneamente es un puente, no lejos o a montones de kilómetros de una isla; el narrador y Alberto pueden oler a trapo viejo, o tener un trapo viejo como telón de fondo, o ver que una mujer limpia con un trapo viejo; Alberto calza o pierde unas botitas negras, sea en un patio negro, o en una trinchera, o en la universidad inglesa, o en un bosque… Cerramos el volumen y juramos que todas esas cosas pasan en sus noventa y tres páginas, pero resulta imposible señalar el orden puntual en que pasan: el concepto de anécdota se vuelve escurridizo, tautológico y atómico—en cada capítulo sobreviene lo que sobreviene. Qué hacer es, justamente, el general apiñamiento e inventario de tales sucesos.
La enumeración caótica sería, pues, la base de cualquier síntesis de la novela de Katchadjian. El recurso es, sin duda, borgiano, y forma el centro del Aleph original y de su versión más gorda. El procedimiento le conviene: lo que cuenta en él es el encadenamiento de enunciados y sus potenciales combinaciones, no la ceremonia del relato. Esa modalidad de escritura tiene por objeto alcanzar una paradójica forma de simultaneidad—dispersa y condicionada por el ciclo de los capítulos—que anula el avance de la historia. Tal característica supone una diferencia con el proyecto literario de Aira, para quien la movilidad de la narración es capital. En algunos instantes llegué a pensar que en cada sección por separado se podría notar la huella del autor de El volante: el ambiente en que obran Alberto y el narrador se transfigura vertiginosamente, y lo que sucede en un particular apartado es imprevisible. Sin embargo, como ya lo dije, dentro del conjunto general Katchadjian recurre sin cesar a los mismos dispositivos, situaciones y paisajes, y eso se contrasta con las novelas de Aira. Lo imprevisible de cada capítulo individual de Qué hacer se vuelve lógicamente previsible en la acumulación.
Extrañamente, Alberto y el narrador están cautivos en el orden de infinitas posibilidades que se abre ante la mezcla de ese grupo de elementos:
Se repite esta escena muchas veces (sin número, claro, pero con el efecto de la repetición prolongada y obligatoria): tratamos de escapar, pero nuestras piernas se mueven con tanta pesadez que siempre nos atrapan (…) Alberto me dice: es esto con lo que tenemos que cumplir. Yo le respondo: es para esto el libro que estoy leyendo (tengo uno en la mano) (69).
En esas líneas hay una especie de declaración de principios: el libro de Katchadjian es como el inventario de las relaciones necesarias y forzosas entre los diversos términos de la enumeración caótica que lo sustenta. Hay que consumar un subconjunto de sus variantes—cincuenta, como la cantidad de cosas que forman la lista de visiones que Borges detalla en su Aleph(2)—; ése es el objetivo de la novela. Visto así, el texto podría considerarse un derivado de los cuentos maravillosos estudiados por Vladimir Propp, con su preciso número de personajes y funciones. Pero no: Qué hacer se lee más bien como una parodia de la morfología de Propp, pues devalúa la secuencia de eventos al barajarlos al azar. Con eso Katchadjian continúa su demolición del relato.
Si a algo me recuerda este libro es a Krazy Kat, la extraordinaria historieta de George Herriman que se publicó entre 1913 y 1944. También allí los elementos son escasos y las repeticionesprolongadas: Krazy ama a Ignatz Mouse, quien no admite esa pasión y sólo sabe corresponderla con un ladrillazo ; Krazy interpreta ese gesto como prueba de amor; Offisa Pupp, el perro policía, se ha propuesto igualmente por amor salvar a Krazy Kat de aquellos ladrillos y encarcelar a Ignatz. La premisa es muy sencilla pero muy fecunda, le sirvió a Herriman por más de treinta años. Lo asombroso del cómic es el modo en que su autor multiplica las contingencias de ese triángulo amoroso, y aún más las metamorfosis del paisaje del condado Coconino, que ocurren de un panel al siguiente.(3) Cautivos en la estructura de esa historia, los personajes están obligados a representar al infinito los roles del afecto y la incomprensión, sin llegar nunca a declarar la fatiga de esa perpetua clonación. Algo semejante pasa con las aventuras de Alberto y el narrado enQué hacer: a pesar de la pesadez que confiesan en el episodio que he citado, leemos sus peripecias a sabiendas de que ellos las viven con humor.
El libro de Katchadjian es una versión terrorista de la novela—“somos terroristas porque no sabemos qué hacer” (58). Al final de la lectura, nos queda la impresión de que ciertamente el hilo narrativo ha sido destruido y de que esa destrucción era sin duda imperativa. En la confluencia de distintos caminos viables, Katchadjian los elige todos (“elegir entre caminos es lamentable”, nos dice el narrador en el substancial capítulo 38). Así se reivindica una propiedad de la literatura que tiene que ver con su utópica capacidad de supervivencia, a partir del concepto de constelación. El método lo expone el propio Katchadjian:
Los puntos no podrían haber sido unidos sin nuestra intervención, y nosotros decidimos qué punto unir con qué otro; por eso el resultado, es decir, la constelación, es una creación nuestra a partir de algo previamente presente; hasta podría decirse que uno encontró una constelación (75).
De allí podemos extraer una definición de Qué hacer: es un libro que funciona como un objet trouvé, una desaforada máquina endogámica y freak que supo elegir los vínculos de unión de los puntos disponibles. Con esas señas le basta.
Luis Moreno Villamediana
§
(1) César Aira. “El tiempo y el lugar de la literatura”. Otra parte. Revista de artes y letras. Verano 2009-2010. Número 19, p. 1.
(2) El número lo reveló el mismo Aira, p. 4.
(3) Esto puede leerse como el equivalente literario de las transformaciones del condado Coconino: “De repente aparecemos en un taller mecánico y Alberto aprovecha para limpiarse sus botitas negras. Después aparecemos en un taller mecánico; después en una peluquería; después volvemos a aparecer en una trinchera. Alberto me dice: me gustaría estar quieto por un rato. Pero el movimiento es inevitable, y seguimos pasando de un lugar a otro hasta que me doy cuenta de lo que está ocurriendo: pasamos de un lugar a otro tan rápido que los lugares empiezan a mezclarse”. Qué hacer, p. 74.