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A finales del siglo XVI, Inglaterra comenzó a levantar la gran industria que la convertiría en la gran potencia marítima y comercial del planeta durante los siglos siguientes. Seguiremos la historia según la cuenta Francis Klingender en Arte y Revolución Industrial:
Tenía que construir y equipar barcos para navegar por el océano, producir paño y otras mercancías destinadas a los nuevos mercados de ultramar y abastecer las necesidades cotidianas de las ciudades, en rápido crecimiento, donde se concentraba su comercio, sus barcos y el grueso de sus nuevas empresas manufactureras.
Tejedores flamencos, mineros alemanes, artesanos que huían del continente a causa de las persecuciones religiosas que en él se sucedían encontraron refugio en las islas británicas y ayudaron a construir el vasto imperio de Su Graciosa Majestad.
Pero, en la segunda mitad del siglo XVII, el ritmo de producción se vino abajo; faltaba madera. La madera era el elemento fundamental que se empleaba en los astilleros y en las minas, en las estructuras de los molinos y el material del que estaban hechas las máquinas de la época, como los telares y los tornos.
Pero no quedaba ahí la cosa; más importante si cabe, la madera era la base para el carbón vegetal, y el carbón vegetal proporcionaba el combustible del que se extraía la fuerza para mantener al imperio en movimiento y del que se fabricaba la pólvora que lo defendía y expandía.
Para paliar la demanda, el carbón vegetal se había ido sustituyendo poco a poco por carbón mineral a lo largo del siglo. Además, la emergente industria del hierro requería cada vez mayores cantidades de carbón mineral, más energético que el vegetal. Pero también llegó a un punto crítico: su extracción era complicada y peligrosa; no sólo había que excavar cada vez más hondo, sino con mayor rapidez que aquella con que se esfumaban las pilas de hulla en la superficie, debido al ímpetu de los compradores que recorrían el país en busca de combustible.
Y entonces vendría lo peor. Según se perforaban los suelos de Inglaterra, el agua se hacía con los túneles más profundos hasta inundar las minas y obstaculizar el aporte a la industria. La urgencia del momento era una sola: achicar agua y extraer carbón, ¡ya!
Fue así que comenzó la carrera por construir máquinas más fuertes y potentes con las que solventar los problemas de la minería. Thomas Newcomen fue el primero en dar el gran paso al construir un artefacto movido por la energía del fuego. Además de la minería, las primeras máquinas movidas por fuego facilitarían la rentabilidad de las fundiciones de hierro.
Pero había un problema con aquellos artilugios “infernales”, y era que ellos también necesitaban madera y hulla, y mucha, para acelerar el proceso de extracción del carbón en las minas; además, las nuevas herramientas industriales exigían la sustitución de sus estructuras de madera por las de hierro para soportar su creciente potencia; más carbón para poder extraer carbón, y más hierro para poder trabajar el hierro; un círculo vicioso que no prometía nada bueno.
Había que dar un paso más si se quería que la industria siguiera creciendo por el bien del Imperio: no sólo construir máquinas potentes, sino eficaces. Los cerebros del siglo se las pasaron ingeniando maneras de sacar más carbón con menos carbón, y de trabajar el hierro con menos hierro, de manera que el asunto pudiera llegar a alguna parte. A finales del siglo XVIII, la cosa parecía ir, por fin, por el buen camino: James Watts y Mattew Boulton, tras varios años e intentos, habían perfeccionado la máquina de vapor con movimiento rotatorio, el nuevo motor para una nueva civilización.
De aquellos lodos, el siglo XIX, impelido por la urgencia de medir la eficacia de las máquinas para hacerlas más eficientes, se quebró los sesos para poder cuantificar el calor, la pérdida de energía útil de los sistemas de vapor, y así poder conocer los errores cometidos; de lo contrario, el progreso quedaría en manos del azar. La ambición descubrió las leyes de la termodinámica.
Sirva esta introducción para ilustrar lo que viene a continuación: la Revolución Industrial, a la que se suma la filosofía posterior a Kant, en la que el individuo tenía cada vez un papel más activo, conformó, a lo largo de aquellos siglos, la obsesión por la productividad y la transformación de la naturaleza; la mejora técnica destinada a tal fin se convirtió en el propósito existencial del ser humano.
Sin embargo, y a pesar de su importancia, no será hasta el siglo XX que los filósofos comenzaron a reflexionar sobre el influjo de la técnica en la evolución del pensamiento. De esta reflexión, surgirán dos corrientes: una tradicional, según la cual el pensamiento racional es un logro evolutivo capaz de generar la ciencia, y la ciencia genera, al ser aplicada, la técnica; y otra corriente que cree que todo ocurre a la inversa, es decir, que la técnica, la actividad humana sobre el entorno, moldea el pensamiento. En el caso de la Modernidad, la nueva técnica habría reducido los horizontes del pensamiento humano, limitándolo, por mor de la Revolución Industrial, a una exclusiva función utilitaria de la que el concepto de “ciencia” queda reducido, en su aspecto más extendido e influyente –que no generalizado, pues hay una ciencia moderna que sigue otros derroteros marcados por figuras casi siempre despreciadas en su tiempo—, al de “tecnociencia”, es decir, a un sistema de conocimiento limitado a manipular la materia, pero jamás aspirante a la búsqueda de verdades esenciales.
Se trata, según esto, de una ciencia que surge de un dominio histórico concreto, preocupado no ya por el “qué” sino por el “cómo”; mientras el “cómo” es la base de la ciencia aplicada, el “qué” pertenece a una ciencia teórica obligada a trascender los horizontes del sentido común y de las necesidades materiales del ser humano. En una ciencia realmente objetiva, ambas deben ir de la mano o, de lo contrario, el conocimiento se queda tuerto.
En el caso de la ciencia aplicada y transformada en técnica, el conocimiento queda limitado no sólo por las posibilidades materiales de la época, sino por los intereses e inquietudes de los humanos que viven y conforman esa época; ante la amplia gama de posibilidades, ellos eligen cuáles se ajustan mejor a sus aspiraciones vitales, de modo que un campo de la realidad quedará mejor explorado que cualquier otro no reconocido por una sociedad concreta.
Pero el homo sapiens es un ser técnico por naturaleza; ve el mundo como pantalla en que realizar su proyecto de vida. Y, según su proyecto, así verá el mundo. Siguiendo a Ignacio Quintanilla Navarro en su ensayo “Algoritmo y Revelación: la técnica en la filosofía del siglo XX”, recogido en el libro Filosofía y Técnología:
Únicamente un ser que habita en casas puede ver un bosque en una masa de vegetales. Y únicamente un ser que pesa, traslada y almacena, asociará la idea de masa a algunas manchas verdes mecidas por el viento.
Esto significa que lo que los hombres conocen de la realidad está determinado por su técnica. De acuerdo a una corriente filosófica que parte de pensadores como Husserl, Heidegger u Ortega y Gasset, la ciencia moderna, que pretende ser un paradigma objetivo, está muy lejos de ello, no es el origen de la tecnología ni de nuestra visión del mundo, sino todo lo contrario:
…la mentalidad griega siempre concibió como techne cualquier procedimiento –también intelectual—para hacer cualquier cosa, que un hombre pudiera transmitirle a otro.
En realidad, si nos remontamos a la propia génesis de nuestro discurso filosófico, podremos distinguir, dentro del empeño intelectual que lo origina, tres sentidos-funciones primordiales y complementarios dentro de lo que hoy llamamos razón. Un tanto interinamente, y con las debidas reservas filológicas, podríamos denominar a esas tres funciones el nous: entendido como participación del alma humana en el orden del cosmos, el logos: como capacidad para hacer brotar la verdad mediante el discurso y la palabra, y la phronesis: o capacidad de deliberación, cavilación o maquinación que encuentra el mejor camino para conseguir algo […].
Pues bien, lo que va a ir sucediendo en Europa a partir del siglo XIII es que nuestra función algorítmica, que representa a la phronesis, va a ir fagocitando a las otras dos funciones de la razón, al menos en el discurso impreso, hasta eliminarlas prácticamente por completo. Considerado desde este punto de vista, lo que denominamos Racionalismo en la Modernidad sería, no tanto la máxima expresión de la razón occidental, como una hipertrofia patológica de la misma, fruto del desequilibrio interno de sus tres funciones. En cualquier caso, la punta de lanza y el aval de todo este proceso cultural habría sido, precisamente, ese magisterio insobornable de las cosas que nuestra actividad tecnocientífica pone sobre el tapete bajo la forma de eficacia.
En efecto, frente al saber antiguo, la nueva ciencia lo es de lo cuantitativo y lo experimental. Experimental de experimento, no de experiencia, pues de lo que se trata es justamente de que la experiencia del mortal común, la asequible en el contexto de cualquier biografía humana, no vale ya para justificar una visión aceptable de la realidad y de las cosas, y es a una experiencia artificial –estandarizada y producida por artefactos, y por ende restringida a unos pocos—, a la que se le otorga el monopolio del sentido y la objetividad. El experimento científico aparece así como un proyecto normalizado de producción de ciertos objetos o datos, y el hecho mismo de medir algo –como ya sugería Husserl—, como la disposición de ese algo con vistas a una manipulabilidad futura e indeterminada.
Ese propósito último de manipulación de la naturaleza es el que permite ignorar ad infinitum las preguntas básicas que se hace todo ser humano e invita a guardar los misterios en algún cajón de sastre hasta que definitivamente queda olvidado; misterios como, sin ir más lejos, la energía o la materia. Una cultura de la tecnociencia puede vivir tranquila porque sabe que “algo” atrae o repele otro “algo” y conoce las formas de reproducir tales eventos, sin que tenga más importancia saber qué son en realidad esos “algo”.
…una apropiación netamente tecnológica del mundo, como la que se consolida a partir de la Revolución Industrial, sólo puede propiciar como metafísica un materialismo –en el sentido contemporáneo del término—. Si todo el significado para la acción humana brota de nuestra intención productiva, lo que queda fuera de ella habrá de comparecer como material anodino para nuestra actividad.
En efecto, la vocación inherente a toda concepción tecnocrática del mundo es la de reducir lo dado en la experiencia, o lo dado para la actividad productiva del sujeto, a un elemento esencialmente disponible –es decir, radicalmente abierto a nuestra intención de manipulación—, y carente de cualquier significación intrínseca, es decir, del que no cabe hacer hermenéutica alguna por agotarse su sentido en su mera facticidad. Ambos rasgos son los que determinan el contenido y la función de la noción de materia en la cultura contemporánea.
No ocurría así, por el contrario, con el materialismo del siglo XVIII:
En todas sus acepciones pre-industriales, el materialismo occidental siempre imbuye en la materia una capacidad vivificadora, creadora y fundante de sentido –como una levadura cósmica, que dirá d´Holbach—, e incluso una capacidad intrínseca de sensibilidad e intelección, que son completamente ajenas al materialismo actual.
Baste recordar, sin ir más lejos, al padre de la física clásica, Isaac Newton, y su pasión por ciertas ramas del esoterismo, como la alquimia y una exégesis bíblica bastante heterodoxa. Al respecto de tales asuntos, la materia es por definición todo lo que existe en la matriz del espacio-tiempo; desde esa postura, todo, incluido el pensamiento, sería una forma de materia. El problema es la consideración de la materia desde una perspectiva reduccionista, es decir, en la convicción apriorística de que la materia, o toda materia, es una sustancia.
Esta sustanciación de la materia carece de base; es un dogma necesario para que este periodo de la historia tenga algo de sentido, aunque no se ajuste a ninguna verdad absoluta. De hecho, de esa sustanciación es de donde emerge gran parte de los problemas relacionados con la comprensión de las teorías físicas que han ido afianzándose a lo largo del siglo XX y que parecen atentar contra todo lo asumido como evidente.
El materialismo como hoy se concibe tiene su momento histórico cuando la obsesión por la transformación de la naturaleza adquiere cotas hasta entonces desconocidas en virtud de los logros tecnológicos. Así, puesto que la posibilidad de asomarse al noúmeno es irrelevante para el saber práctico, primero se la ignora y luego, casi por costumbre, se niega el noúmeno en sí; las ideas son ficciones y el hasta entonces llamado “mundo verdadero” se vuelve un concepto superfluo, y con ello pierde sentido referirse al “mundo fenoménico”, su contrapartida efímera, pues éste se convierte en el único mundo verdadero, y cualquier significado posible de los valores universales pierde su universalidad para restringirse a sus necesidades.
La asociación de este pensamiento con la ciencia sería, según todo esto, una arbitrariedad histórica. Sin ir más lejos, la nueva física –cuya “aplicación práctica” se lleva a cabo en el CERN— no admite ya tales subordinaciones reduccionistas; ningún materialismo, ni ningún idealismo por supuesto, tiene autoridad alguna para afirmar su superioridad en el modo en que se interpretan los resultados de la actual investigación científica.
El pensamiento pretendidamente racional que se subordina a una filosofía materialista desde la cual interpreta la realidad no parece ser el resultado de una evolución de la mente humana hacia cotas más altas de inteligencia, en el sentido de una escalada hacia la verdad. Más bien, como todo proceso histórico, es el mero resultado de confluencias azarosas que determinan el curso de los acontecimientos en que transcurre la existencia de los seres humanos. Si esto es así, estamos ante una alternativa epistémica más de tantas otras que podrían haber sido igualmente. Más allá de las comodidades materiales derivadas, la manera en que hoy se ve el mundo no supondría ningún éxito cognitivo del ser humano en relación a otras épocas.
La técnica es una realidad intrínsecamente histórica, y de ella deriva la ciencia moderna que deviene la tecnociencia contemporánea, también una realidad histórica. Esto significa, no que haya que regresar a un idealizado “paraíso perdido” de la mano de la superstición y la “anticiencia”, sino que es necesario explorar los límites y las falacias de una racionalidad reducida a función algorítmica, y reconsiderar la autoridad extrema que se le atribuye a un pensamiento que se antoja cercenado y que reclama dirigir el destino de la humanidad erigiéndose, desde las mismas posturas dogmáticas que condena en su definición pura e idealizada, en custodio único del saber humano.