Los relojes de Cartier a treinta a euros, los bolsos de Givenchy a cuarenta y el eau de perfume de Carolina Herrera a poco más de veinte. Si te llevas el lote completo, te lo dejan a sesenta euros y sin IVA. Nada importa que sean artículos falsificados, aunque algunos lo llamen de imitación. Nada importa que el vendedor no tenga papeles, qué nos interesa si es una víctima más de esas mafias a las que nadie pone rostro. Nada importa que los comerciantes protesten, aunque sus cuentas corrientes estén embargadas y no lleguen a final de mes. Qué nos importa nada de eso. Lo que nos importa es llevar en la muñeca ese reloj dorado y que luzca bien sus letras, que el bolso se balancee en el aire, y lo dejemos encima de la mesa de la cafetería para que el rumor despierte la envidia humeante en la taza de café de al lado, mientras le llega el aroma de ese perfume que ha sido rociado en un cuello que se ha quedado enrojecido.
Los medios de comunicación de vez en cuando, y cuando ese cuando interesa, nos muestran las imágenes de esos manteros huyendo de esa guardia urbana convertida en los cazafantasmas. A quién importa dónde huyen. A quién importa nada mientras la escena se repite en todos los canales de televisión, y el alcalde o la alcaldesa de turno mira hacia otro lado.
Entre café y café, la noticia se desvanece lentamente, porque los impostores del copyright, los manteros de currículum y másteres que se sientan en la Carrera siguen a su propia greña, obstinados en encender cada mañana la mecha de los fuegos artificiales de su propia fiesta, en seguir explotando los petardos para que la mascletà nos deje sordos y cerremos los ojos ante el ruido. Y entre tanto, aparece el señor Maragall para decir que alguien ha dicho lo que él no ha dicho, a pesar de que dijera con todas sus palabras que la Ministra le dijo lo que le dijo, aunque al final no lo dijera; y es que una vez más, no hay reparo en escupir al aire otra falsedad, y poner a los ciudadanos a su propio precio de saldo.
En San Jerónimo, unos manteros han abierto una tienda de productos falsificados, de artículos de outlet de fábricas que han echado el cierre porque se han marchado a otros países donde la mano de obra es más barata; la tienda permanece veinticuatro horas abierta, porque hasta durante la madrugada hay que vender algún petardo.