Revista Deportes
A medida que se acerca el final de la regular season, la competición gana en emoción. Este es un tópico que podríamos escribir de cualquier deporte. Pero si nos olvidamos de la altura de la temporada en la que estamos y valoramos únicamente los méritos deportivos, deberíamos decir que "la competición gana en emoción". Los equipos están en su máximo rendimiento, con el motor encendido y a tope de revoluciones. Y así no es de extrañar que sucedan minutos de extraordinaria calidad. Esta semana me dio la impresión de que todo se resolvía en unos minutos mágicos; unos minutos de oro en los que la suerte del partido se definía, dejando atrás la tremenda lucha que había tenido lugar.
En Baltimore, Drew Brees, tras un partido electrizante, era incapaz de tomar el mando del equipo para la anotación ganadora, con intercepción incluída. En Indianapolis, los Colts, conseguían derrotar en los últimos minutos a sus rivales directos de división, unos impresionantes Jacksonville Jaguars quienes, sin demasiadas estridencias, están consiguiendo mis respetos a fuerza de retar al todopoderoso equipo de Peyton Manning. No nos olvidemos de la gélida ciudad de Pittsburgh. Un partido que los Jets merecerían perder cien veces, acabó en victoria para el equipo de New York cuando Big Ben no supo lanzar ese pase que traería para los Steelers una crucial victoria. Dos veces lanzó y dos veces estuvo a punto de conseguirlo... pero en ocasiones, esa pizca de suerte que te echa por tierra una fantasy, también te priva de la victoria. Nada grave teniendo en cuenta que otros resultados dieron al equipo de Tomlin la clasificación automática para los playoffs.
Pero, sin duda alguna, sería en Nueva York donde la proeza se escribiría con las verdes letras de los Eagles. Allí, Eli Manning no hacía honor a su brillante actuación durante toda la contienda, incapaz de hacer que su equipo de ataque alcanzara el field goal range con el que evitar la prórroga. En la otra banda del campo, agazapados cual águila depredadora, Andy Reid esperaba su momento. Y éste llegó cuando los de Philadelphia designaron a DeSean Jackson como retornador. Hasta ese instante habían preferido que fuera otro quien ejerciera ese rol, teniendo en cuenta que el jugador aún no estaba recuperado plenamente de sus lesiones. Tom Coughlin sabía igualmente de las virtudes de Jackson por lo que, durante todo el partido, había preferido que todos los punts se lanzaran fuera del campo; no hay mejor método que tirar el balón para evitar que te lo retornen. Faltaban 14 segundos para acabar el partido. Quien sabe si por un cambio de instrucciones o por incompetencia, pero Matt Dodge proyectó el balón hasta la yarda 35 del campo de los de Philadelphia y DeSean falló en su recepción. Coughlin se veía en la prórroga.
Unos segundos más tarde, todo había terminado y el pobre Dodge soportaba, a pié de campo y a milímetros de su head coach, una bronca tan histórica como humillante. Zanoni aullaba como un lobo cerca de las diez de la noche y yo me sorprendí pegado al televisor sin dar crédito a lo que había visto. DeSean había recogido por segunda vez el balón, aún retrocedió algunas yardas más hasta rozar la línea de las 30; buscaba su hueco, buscaba el camino a la gloria. En un momento dejó atrás a cinco defensores azules, cruzó por el centro del campo. Seis, siete oponentes quedaban a su espalda y yo me levanté del sofá al grito histérico de "corre, DeSean, corre... corre!!". El resto es historia.