Revista Arte

Los mitos, como el Arte, llevarán a la muerte a no celebrar su impenitente forma misteriosa de acabar.

Por Artepoesia
Los mitos, como el Arte, llevarán a la muerte a no celebrar su impenitente forma misteriosa de acabar. Los mitos, como el Arte, llevarán a la muerte a no celebrar su impenitente forma misteriosa de acabar. Los mitos, como el Arte, llevarán a la muerte a no celebrar su impenitente forma misteriosa de acabar. Los mitos, como el Arte, llevarán a la muerte a no celebrar su impenitente forma misteriosa de acabar. Los mitos, como el Arte, llevarán a la muerte a no celebrar su impenitente forma misteriosa de acabar. Los mitos, como el Arte, llevarán a la muerte a no celebrar su impenitente forma misteriosa de acabar. Los mitos, como el Arte, llevarán a la muerte a no celebrar su impenitente forma misteriosa de acabar. Los mitos, como el Arte, llevarán a la muerte a no celebrar su impenitente forma misteriosa de acabar. Los mitos, como el Arte, llevarán a la muerte a no celebrar su impenitente forma misteriosa de acabar.
Los festejos o celebraciones o efemérides relativos a la muerte no fueron llevados a lo más desarrollado culturalmente sino por el pueblo griego. Todas las culturas de la antigüedad, desde el primitivo Paleolítico, entendieron que el fin de la vida encerraría un misterio posible, finalmente, de comprender. Pero fue la mitología helena la que más consiguió acercar esa eventualidad inevitable, maléfica, irreversible y descorazonadora, a la vida cotidiana y a los sentimientos más emotivos y sencillos de lo humano. ¿Qué mejor historia para edulcorar lo devastador de la muerte, y sus oscuros caminos, que la leyenda de Perséfone -Proserpina en Roma- y Deméter? 
Todas las religiones del mundo, desde los antiguos egipcios, trataron de una u otra forma de exorcizar la finitud de la vida. Elaboraron sus rituales y sus leyendas, sus procedimientos para entenderla y sus maneras para sublimarla. Egipto fue una de las primeras en hacerlo. De lo que idearon, muchas otras compusieron sus propias maneras de hacerlo. Pero, sólo Grecia fue originalmente la más sutil, la más elaborada, la que más prosperaría e influiría en la historia. Roma asimilaría toda su cultura, llevando a lo más consagrado aquella mitología. Hasta que el cristianismo apareció para vencer así todas las precedentes. Lo hizo ignorando muchas cosas, evitando otras, transformando algunas y creando las propias.
Pero, nunca el cristianismo festejaría aquellas formas paganas que enaltecían la muerte. No lo haría. La festividad de Todos los Santos y de los Fieles difuntos es una celebración que evolucionaría con los siglos de una inicial manera de honrar a los mártires cristianos, aquellos santos caídos por su Dios. Porque, llegaron a ser tantos, que no habrían días para cada uno de ellos. Se decidió que todos, los conocidos por sus grandes gestas martirológicas y los que no, celebrarían un día del año para recordar su entrega y su segura resurrección. En los primeros momentos del cristianismo, siglos II y III, se comenzó eligiendo el domingo anterior a la fecha de Pentecostés (cincuenta días después de la resurrección de Cristo) para recordar a todos ellos.
Fue el papa Gregorio III quien, en el siglo VIII, consagró una capilla en el Vaticano para Todos los Santos un primero de noviembre, y así fijaría esa fecha. Luego, su sucesor años más tarde, Gregorio IV, llevaría la festividad del uno de noviembre para toda la cristiandad. Pero, no era ni una exaltación de la muerte, ni un ritual que acercara ésta, y sus misterios, a los necesitados anhelos de conocer qué era y por qué existía. Eso eran cuestiones que ya se enaltecieron en el paganismo, y la nueva religión triunfante no estaría dispuesta  a confundirla con sus misterios.  Por esto, cuando el emperador Justiniano I (siglo VI) decidió anular completamente el culto de Isis y Serapis, acabaría para siempre cualquier historia que tuviera en sus misterios acoger con serenidad y sentido el camino de la muerte.
Y el Arte, como siempre, nos ayudará a descifrar en algo las leyendas y sus formas que la cultura grecorromana, la que prevaleció y lo llevó a lo más elaborado, tuvo para comprender la muerte y sus efectos. Cuando los griegos, con Alejandro Magno, alcanzaron a dominar todo el mundo conocido entonces, siglo IV antes de Cristo, llevaron a Egipto sus propios dioses. Pero, sin embargo, lo hicieron amablemente, es decir, combinaron los suyos con los autóctonos, creando así un sincretismo útil y efectivo. Isis era la diosa Madre egipcia, de la fecundidad, de la resurrección por lo tanto. Osiris era su hermano, la versión masculina de todas las cosas, y, al mismo tiempo, su propio esposo. Apis era una divinidad egipcia de los ritos funerarios pero tenía figura de animal, y los griegos rechazaban ver imágenes de dioses con forma de animal. Así que crearon a Serapis (Osiris y Apis), un dios helenizado de Egipto que acabaría simbolizando todas las fuerzas ocultas y todos los misterios de la vida.
Los siglos pasaron y los romanos alcanzaron a dominar todo lo que antes los griegos habían dominado antes. Para Roma el sentido de la muerte que los griegos habían ideado era algo necesario y compartido por ellos. Sus misterios y celebraciones -cultos y festejos de Eleusis-, sus mitologías escatológicas -de la muerte- de Deméter, ahora Ceres en Roma, de Perséfone, ahora Proserpina, fueron algo que los romanos no solo mantuvieron sino que llevaron más allá. Al conquistar Egipto, Roma trataría de asimilar también, como antes lo había hecho con Grecia, toda la cultura que ellos consideraran valiosa. Y así, incluso, convirtieron a una diosa Madre, fecunda y natural, en una diosa también de los infiernos, de la muerte y de sus misterios. Isis acabaría siendo asimilada a Proserpina, aquella diosa consagrada y matrimoniada con el Hades -el infierno o lugar de los muertos- y sus oscuros destinos.
Feliz aquel de entre los hombres que sobre la tierra vive que llegó a contemplarlo. Mas el no iniciado en los ritos, el que de ellos no participe, nunca tendrá un destino semejante, al menos una vez muerto bajo la sombría tierra.
(Culto mistérico. Himno a Deméter. Homero. VV. 480-482.)
Sería el emperador Calígula y después su tío Claudio quienes llevaran a Roma ese culto de Isis, tanto como diosa de la vida como, sobre todo, de la muerte. Y el pintor británico Alma-Tadema pintará, en el siglo de las épicas consagraciones artísticas a la historia clásica, su obra Un emperador romano. La obra es excepcional, grandiosa. Su composición asombra y maravilla. En dos escenas diferentes presentará la muerte de Calígula, asesinado por su propia guardia pretoriana, por un lado, y, principalmente, la exaltación o nombramiento del siguiente soberano, el apocado y pusilánime Claudio. Otra obra de ese mismo siglo de grandes escenarios, es la del pintor polaco Henryk Siemiradski (1843-1902): Friné en el festival de Poseidón en Eleusis. Aquí veremos una escena de los cultos de Eleusis en la antigua Grecia, en este caso la presentación de Friné -hermosa cortesana griega- como diosa Afrodita entregada a los mares para su purificación.
Pero, es de nuevo el genio extraordinario de Rembrandt para inmortalizar el rapto de Proserpina llevado a cabo por Plutón -o Hades-, el dios de los infiernos que la llevará al único lugar desde donde no es posible regresar, el que conseguirá que admiremos aún más esta mitología utilizando ahora los claroscuros más sutiles, pensados así para compendiar, bellamente, una leyenda como esta. Dividido diagonalmente, el lienzo de Rembrandt nos permitirá vislumbrar la frontera entre el mundo de los vivos y el de los muertos, entre el cielo de un azul esplendoroso y el fondo opuesto de ese oscuro macilento. Porque aquí son sus cuerpos los que el creador utilizará para delimitar ese paso. La túnica de Proserpina formará así una línea liminar delimitada, un elemento asido ahora por las manos de sus compañeros que tratarán, inútilmente, de que el dios del inframundo no consiga su propósito.
(Detalle del óleo de Rembrandt, El Rapto de Proserpina; Fotografía de la escultura helenística y romana del siglo II d. C., Serapis, Cancerbero e Isis-Proserpina, Museo de Arqueología de Heraklion, Creta; Imágenes de Isis-Proserpina, Museo de Heraklion, Creta; Lienzo del pintor polaco Henrik Siemiradski, Friné en el festival de Poseidon en Eleusis, 1889, Museo de Arte Ruso, San Petersburgo; Óleo Un emperador romano, Claudio, 41 dC, del pintor Alma-Tadema, 1871; Obra de Rembrandt, Rapto de Proserpina, 1631, Museo de Berlín; Óleo El regreso de Perséfone, 1891, del pintor prerrafaelita inglés Frederic Leighton.)

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