La ciencia ha creado sus propias leyendas. Sus relatos están llenos de personajes, objetos, lugares y hechos que constituyen una auténtica mitología y que en nada desmerece a la clásica. Si la batalla entre los centauros y los lápitas es la metáfora con la que los griegos representaban el triunfo de la civilización frente a la barbarie, no menos importante es la alegoría de la batalla entre la termodinámica y la gravedad, que pugnan nada menos que por dar forma al Universo.
La mitología clásica tiene animales fabulosos como el ave fénix, que resurge de sus cenizas. El gato de Schrödinger no se queda atrás, vivo y muerto a la vez en un estado de superposición cuántica. De la jarra de Pandora se escaparon todos los dones y en ella dejaron sola a la esperanza. Frente a ella, la botella de Klein no tiene interior ni exterior, no cabe nada en ella, pero no puede dejar de contenerlo todo. Prometeo roba el fuego a los dioses para dárselo a los humanos, mientras que el subastador walrasiano consigue satisfacer sus demandas lanzando vectores de precios. La lista continúa: la manzana de Newton frente a la manzana de la discordia; la narración del hombre lobo-para-el-hombre de Hobbes frente al mito atávico del hombre-lobo; el velo de la ignorancia frente a la flor del olvido.
Con esta inspiración, ¡oh, musas!, ¡oh, Urania!, ¡oh, memes!, ¡oh, Wikipedia!, comienzo aquí una serie de entradas sobre la mitología científica. Si no agrada a los dioses, por lo menos que agrade a algún mortal, aunque ese mortal solo sea yo.