Revista Cultura y Ocio
Hay días en que sería mejor no decir nada. Uno, que está desayunando, por ejemplo, dice: "Me duele todo. Necesito hacer ejercicio". Su mujer se levanta entonces de la mesa y, sin articular palabra, pero con un brillo extático en los ojos, va al almacenillo del patio y vuelve con las manoplas de jardinero y unas tijeras de podar. A continuación, precisa: "Hay que cortar la hiedra de la pared". Por qué habré hablado. Sobrevivo a la ordalía podadora sin rebanarme ningún dedo, sin confundir ningún cable de la electricidad con un pedúnculo rebelde, y con un hermoso montón de ramas y hojas de hiedra a mis pies. Cuando le devuelvo a Ángeles los aperos hortícolas con una sonrisa entre ufana y exhausta, me devuelve la sonrisa, aunque con un rictus malicioso que no presagia nada bueno. Y, en efecto, antes de que pueda pasar al comedor para derrumbarme en el sofá, me recuerda que hay que hinchar las ruedas de las bicicletas, pero solo después de haber recogido la hojarasca acumulada y haberla tirado en el contenedor de desechos orgánicos, que está en la plaza del pueblo. Cuando vuelvo del paseo reciclador, ha tenido la delicadeza de dejarme los dos velocípedos preparados en el patio. Acometo el inflado con la desesperación de un toro de lidia, pero con la maña de un buey almizclero: quito el tapón de la válvula, la desenrosco, le enrosco el extremo del tubo, enrosco a la bomba el otro extremo del tubo y empiezo a bombear; y, cuando ya he hecho más bíceps que Schwarzenegger y la rueda parece de silestone, desenrosco el tubo de la válvula (deprisa, no sea que se escape buena parte del aire insuflado), enrosco la válvula y le pongo el tapón. Y así, con mis dedos de morcilla, cuatro veces. Al final, las ruedas están llenas de aire, pero a mí no me queda ni una gota. Sin embargo, el programa gimnástico de Ángeles no acaba aquí: falta planchar varias camisas. "Planchar es buenísimo para la salud", aclara. "Estar de pie es mucho más sano que estar sentado, y el movimiento del brazo, arriba y abajo, tonifica y refuerza los músculos". Para mi horror, aún va más allá: "De hecho, cuando no tengas spinning, podrías hacer toda la plancha de casa, sábanas incluidas". No recuperado todavía de la tala y el insuflado, ya estoy bregando con las camisas. Lo consigo también: ni me he abrasado yo, ni las he abrasado a ellas, aunque doy gracias al cielo por no tener que ir a ninguna entrevista de trabajo con esta ropa. Por último, el ejercicio que Ángeles ha programado para desentumecerme culmina con una excursión por la tarde. Con Toña, nuestra amiga de Hoyos, ingeniera forestal y mujer versada en paisajes y caminos, vamos a Santibáñez el Alto, otro pueblo de la comarca, a ver Los Pajares, un curioso enclave agrícola y ganadero. Santibáñez el Alto antes estaba en lo bajo, pero a finales del siglo XVI, para que su gente pudiera defenderse de peligros y tribulaciones, que por aquella época menudeaban, se encaramó a una de las cumbres de la Sierra de San Martín, en las estribaciones de la Sierra de Gata. Y allí sigue, oteando el valle del Árrago y el pantano de Borbollón, donde anidan las grullas. Llegamos en coche hasta la entrada del pueblo e iniciamos el camino que nos ha de llevar hasta el pie de la colina en que se asienta. Pregunto a Ángeles si no hubiéramos podido llegar a ese mismo sitio desde abajo, pero me mira con conmiseración: desisto de obtener una respuesta. El camino que nos lleva hasta Los Pajares conserva el empedrado con el que fue construido hace siglos: una calzada irregular, de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos, que diría García Márquez, que castiga las rodillas y los tobillos (el empedrado, no García Márquez). Ciñen ambos lados, a trechos, muretes tapizados de musgo: un musgo espeso, suavísimo, de un verde desaforado. Mientras bajo, pienso en la subida, y no con placer: será terrorífica. Pero descendemos con la ilusión del descubrimiento, y eso nos hace más llevadero el futuro. Al alcanzar por fin Los Pajares, se nos revela una dehesa entreverada de canchos, charcas y acebuches –olivos silvestres–. No podemos disfrutar en exceso de esa primera impresión, porque tres enormes perros pastores de una finca aledaña se nos acercan con aviesas intenciones; por sus ladridos se diría que se nos quieren comer. Los pastores los llaman con tremendas blasfemias: "¡Que vengas aquí, Mariano, mecagüen Dios y la zorra de su madre!". Pero Mariano no hace caso; ni Paco ni Tobías, los otros dos canes, tan ladradores como el primero. Uno sabe que a los perros amenazantes hay que hacerles frente con firmeza pero con despreocupación, como si la cosa no tuviera importancia, pero yo bastante tengo con reprimir las ganas de apretar a correr: mi firmeza y mi despreocupación apenas bastan para apantallar a Ángeles, que se ha refugiado a mi espalda con la razonable esperanza de que, si alguno de los chuchos suelta una dentellada, pille mi muslo y no el suyo. Sin embargo, Toña, acostumbrada a los animales salvajes, los mantiene a distancia con la garrota que se ha traído –un venerable cayado, heredado de un bisabuelo–, y por fin conseguimos alejarnos lo suficiente como para que pierdan el interés en nosotros. Luego se nos acercan dos caballos, mucho más pacíficos que los perros, aunque no tanto como para que nos permitan acariciarlos. Nos miran, resoplan, relinchan. Son delgados y ágiles, y de repente, como activados por una fuerza incomprensible, se marchan casi al galope. Más allá distinguimos un burro, de orejas tiesas, ojos como bolas de ébano, panza blanca y un pelaje que está diciéndome acaríciame. Si yo fuera Juan Ramón Jiménez, sabría describirlo mejor. Los Pajares es un conjunto de establos, cuartos de aperos y, precisamente, pajares, construidos con granito –hay unos cien– y diseminados en 27 hectáreas de prados y dehesas, en los que pastan vacas, ovejas, caballos (y burros). A veces, las construcciones se apiñan, formando repetinas aldeas. Algunas están abandonadas, pero otras siguen vivas y activas. En una vemos un caballo cojo: no puede apoyar una pata trasera, y tiene dificultades para apartarse de la puerta cuando me ve acercarme. En otra Toña nos explica que los cuatro postes de granito que se levantan en el centro, y que parecen dólmenes, servían –y siguen sirviendo– para herrar al ganado, ya fuesen herraduras propiamente dichas, para los cascos de las caballerías, como hierros al rojo, para marcarlas. Leo en un aviso oficial que está terminantemente prohibido llevarse piedras de Los Pajares, ni siquiera de las construcciones abandonadas, derruidas o sin uso (el letrero dice "fuera de uso", pero yo prefiero evitar el horrendo anglicismo). Hacerlo supone expoliar el patrimonio histórico y quedar sujeto a terribles responsabilidades. Paseamos un rato por el lugar, cayendo a veces en terreno empapado y poniéndonos perdidos de barro. Las vacas andan sueltas, con su cachaza habitual, entre repicar de esquilones. Siempre que veo vacas, pienso en mi amigo Agustín Fernández Mallo, que ha manifestado que contemplarlas es uno de sus pasatiempos favoritos, porque le dan paz. Y es verdad: la serenidad que inspiran las vacas es casi narcótica. Entre ellas corretean algunos terneros; uno mama con afán. Las que rumian junto a los estanques se desdoblan en el espejo del agua. (Sin embargo, no todo es idílico ni pastoril en este lugar. Hace algunos años, sucedió aquí un trágico episodio venéreo. En uno de los pajares, que se estaba rehabilitando para convertirlo en centro de interpretación, se daban a la coyunda un alto responsable de la administración local y una secretaria de la entidad que dirigía. Ambos estaban casados, pero no el uno con el otro. Turulatos por el fornicio, o quizá arrullados por el sedante tintinear de los esquilones, no repararon en que, por las obras, una canalización de gas dejaba escapar gas, y aquella inadvertencia los fulminó. Murieron asfixiados, pero no como en El imperio de los sentidos, sino mucho más prosaicamente: él, aún con el preservativo puesto, cerca de la puerta; ella, en el sofá donde se apareaban). Como no tenemos mucho tiempo –falta poco para que anochezca–, emprendemos el camino de vuelta, que, como me temía, es mucho peor que el de ida. Primero hemos de superar, otra vez, a los dichosos perros, que no pierden ocasión de llenarnos de ladridos, y luego la endiablada empinadura de la montaña. Los castigados son ahora los pulmones, que deben acomodarse al ritmo de la ascensión. Pero el esfuerzo que supone tiene algo de adentramiento: uno se concentra tanto en la subida que al final solo existe esa subida y uno subiendo. El pulso se acelera, los pulmones chillan, el cuerpo suda y los ojos, fijos en las sucesivas piedras en las que poner los pies, solo conocen una realidad: la de quien avanza, a solas consigo, desplazando peso (en mi caso, mucho), yéndose a lo alto, a lo hondo, castigándose, purificándose. Además de mi cuerpo en movimiento, solo distingo la rojez con que el sol poniente viste las hojas muertas. El camino que recorro es como la sangre que me recorre a mí. Intoxicado por ese granate fogoso, me paro un momento para contemplar su fuente: en el horizonte, un disco anaranjado, huidizo, herido por los tizones de las nubes. Al cabo de pocos minutos, se ha hundido ya en la negrura que él mismo difunde. Cuando llegamos a Santibáñez el Alto –que ahora me parece más alto que nunca–, aplacamos la sed en un bar. La señora que lo atiende habla a gritos. En la tele echan una serie española. También aquí hablan muy alto: el volumen está a tope. Salimos pronto. En toda la Sierra que se extiende a nuestro alrededor no parece haber un ruido. Hasta el viento se ha callado.