Mc Carthy con Ethan y Joel Coen
Hemos abandonado el reino del asombro, de lo desconocido, y cómodamente nos hemos instalado en el reino de lo funcional. Le hemos dado la espalda al mundo de los presentimientos, de los augurios, del júbilo y de la celebración. ¿Cuándo llegaremos a tirar de una buena vez la máscara de la faz diurna del mundo, incluyendo la “falsa máscara cultural” de la que tanto nos hablaba Nietzsche? Todo esto para decir que mirar como miran los nihilistas es desbaratar el mundo de reflejos en que la vista ha convertido al mundo. Acercarnos al mismo borde del precipicio y mantenernos con los ojos abiertos durante la caída interminable, viajes por los túneles del espíritu y de la fisiología, expediciones al Hades a través de la inmensidad de las impresiones y de las representaciones. Deshacer el nudo de reflejos en que la vista ha convertido el mundo, congelándolo, pervirtiéndolo. Esta lectura del mundo quizá provenga de una terrible pasión ética, o de un amor fracturado mil veces, desgraciado, al mundo y a los hombres. Lecturas altamente peligrosas, tóxicas —no para estómagos delicados—, que pueden conllevar a quedarnos varados en una soledad sin límites, en un aislamiento de todo lo humano, corriendo el riesgo del descalabro al constatar que la existencia “real” es incomprensiblemente compleja, y que nuestra conciencia cotidiana la difama con sus limitaciones. Este tipo de lecturas son las que desde algún tiempo prefiero, por eso quería celebrar el haberme topado con un escritor de la cepa de Cormac McCarthy, una especie de Cioran de la literatura novelesca, un maestro consagrado, con su notable elegancia, mucho mayor que la de un Bukowski, por ejemplo, con un humor visceral, descarnado, en un estilo duro, seco, con su ruda visión de Norteamérica, mostrándonos sin disfraces, sin ningún amaneramiento literario, a ese extraño perdedor que es el ser humano.No es una lectura fácil de recomendar a cualquier lector, ni siquiera a ese lector ávido siempre de emociones fuertes, ásperas, primigenias. Su lectura conlleva a desatar las amarras conceptuales que venimos arrastrando y a sumergirnos en expediciones de impresiones que pretenden rellenar esos tantos agujeros que nos quedan, como un manojo de símbolos intercambiables, mediante los cuales el hombre se eterniza, desvinculándose del universo, como parte de su misma impostura. A medida que el hombre se acerca al dominio de sí mismo es más intenso su miedo. Quizás la máscara sea necesaria o inevitable cuando no podemos afrontar la desnudez del mundo. Los personajes de los libros de McCarthy son antihéroes, rapaces, solitarios, casi anónimos, en su forma más ruda, “sin verdaderos propósitos en la vida”. Rechazan el mundo ordinario, la vida sedentaria de las grandes ciudades, de lujos superfluos. Son espíritus libres que van dejando una impronta indeleble en la memoria, como lo es Suttree y sus largos paseos recurrentes por esos submundos, rodeado de vagabundos, bandidos, ebrios como Gene Harrogate (el follador de sandías), amigo suyo, un personaje un tanto inocente en su desfachatez. John Grady, Rawlins, Blevins (en Todos los hermosos caballos), Culla Holme, Rinthy, el hojalatero (en La oscuridad exterior), el chico, Glawton (en Meridiano de sangre). La entereza de sus personajes me recuerda a los héroes de la tragedia griega: en el cómo afrontar duras realidades, en la manera de asumir su sino, su inevitable destino.
Yubirí Rosales