Revista Cultura y Ocio
Hoy visitamos de nuevo una exposición de Goya, en la National Gallery. Hace algunos meses ya vi la que se organizó, en otra sala de arte, sobre sus dibujos de viejas y brujas. Goya tiene predicamento en este país, casi tanto como la sangría o las playas de Lloret. La exposición de hoy recoge una amplia muestra de su obra como retratista —la mayor reunida hasta ahora en el mundo, dice la publicidad—, y será más amable que la otra, aunque, como veremos después, algunas de las mujeres de sus cuadros no tienen nada que envidiarles, en fealdad, a las arpías y hechiceras que poblaban sus carboncillos. Cuando nos dirigimos a la plaza de Trafalgar, vemos en la calzada un zorro muerto. No solo está muerto: está aplastado; las tripas se le han desparramado por el asfalto y la cabeza está girada hacia atrás. Y tiene la lengua fuera. Es curioso: todos los perros mueren con la lengua fuera. Trafalgar está ocupada hoy por una feria sobre el campeonato del mundo de rugby que se está celebrando en Inglaterra: hay carpas, voluntarios repartiendo folletos, un gran panel donde se explican las normas del deporte (algo muy necesario, aun en Inglaterra: las normas del rugby son tan abstrusas como la física cuántica) y mucho ruido. Justo cuando nos dirigimos a la entrada, pasa a nuestro lado, sobrenadando en la corriente impenetrable del tráfico, un descapotable enteramente pintado con la bandera británica. La visita nos hace pronto dolorosamente conscientes, por si no lo fuéramos todavía, de algunas características ineludibles de la vida en Inglaterra: las multitudes y la carestía de todo. La entrada de un adulto cuesta 16 libras (18, si uno es masoquista y añade a la tarifa dos libras más, voluntarias, en concepto de donación para el mantenimiento del museo; pero solo 9 si es, no parado, sino job seeker: buscador de trabajo. Por desgracia, y pese a que invoco, con cierta laxitud conceptual, esa condición, hay que aportar una proof of status, es decir, una prueba de que estoy parado. "¿Qué prueba es esa?", pregunto. "Una carta...", responde la señorita de las entradas. "¿Una carta de quién?", vuelvo a preguntar. "No sé, algo...", zanja la irritada funcionaria con más laxitud conceptual aún que yo). En cuanto a las multitudes, ahí están, bien amontonadas, frente a los cuadros de don Francisco. Hay pocas cosas más incómodas que transitar por un museo lleno. Uno intenta situarse en la mejor perspectiva posible para apreciar las pinturas, o acercarse a las tarjetas informativas para saber de ellas, o pasar a la sala siguiente, pero cada movimiento es una batalla: esto es un bosque de cuerpos y choco con cada árbol. Con mucha paciencia, no obstante, uno consigue reparar en las cosas, aunque siempre perturbado por un inacabable trajín de cabezas. Pronto empiezo a reconocer cuadros. Cerca de la entrada está, por ejemplo, el célebre de Carlos III vestido de cazador, con un escopetón a modo de cayado y un perro dormido a sus pies (¿dormido? ¿pero no iban de caza?), cuyo parecido (el de Carlos III, no el del perro) con el exrey Juan Carlos siempre me ha parecido asombroso, aunque hoy descubro que es menor que el del infante don Luis de Borbón. Este, representado de perfil en otro óleo famoso, La familia del infante don Luis de Borbón (y dedicado a una tarea tan importante para el Estado como jugar al solitario, mientras un mucamo peina a su mujer), es clavado al monarca. En este mismo cuadro aparecen otros dos personajes interesantes: el propio Goya, que gustaba de pintarse en sus obras, en una suerte de homenaje doble a su gran maestro, Velázquez, y a su propia ambición; y alguien que podría ser el músico italiano Luigi Boccherini, que sonríe, seguramente complacido por el buen trato que le dispensaba la corte española, y luce una amplia y misteriosa venda (o pañuelo) en la cabeza. El trazo de este periodo inicial de Goya como retratista conserva siempre un punto difuso, un resto de ambigüedad, que en sus fases posteriores se diluirá en una precisión transparente y reveladora. Pero todos sus retratos, de cualquier periodo que sean, son perspicaces y desnudadores: los rasgos que consigna revelan el carácter de los personajes, más aún, exponen su alma. Posar ante Goya debía de ser como tumbarse en el diván de Sigmund Freud, antes de que hubiera Sigmund Freud. No hay en ellos la pátina helada del neoclasicismo rigorista, que confiaba a los motivos externos —mitológicos, religiosos, ornamentales— la significación del representado, sino una aspereza elocuente, un realismo que persigue —y descubre— la verdad interior. Eso explica la fealdad de muchos de los personajes de Goya, empezando por los más encumbrados, como el rey Carlos IV, gordo y fachoso, y su esposa, María Luisa de Parma, a la que pintó con los rasgos inequívocos de un guacamayo, aunque tuvo la compasión de exhibir sus brazos, que ella consideraba hermosos y de los que se sentía muy orgullosa. (Hay que ser comprensivo, no obstante, con María Luisa: tras una intensísima vida sexual, a la que contribuyó con entusiasmo Manuel Godoy, primer ministro del Reino, y de la que fueron consecuencia 23 embarazos y 14 hijos, sus facultades físicas habían quedado notablemente mermadas). Ni siquiera la mujer de Goya, Josefa Bayeu, escapa a su pincel sin hipocresía: en uno de los pocos dibujos que se muestran de ella, no le ahorra ni la papada. Los cuadros que hemos visto en multitud de libros y documentales, y en otros museos, están aquí: el de Jovellanos, acodado en un pupitre con unos pliegos en la mano, raciocinando melancólicamente; el del duque de Wellington, héroe de la Guerra Peninsular (así llaman los británicos a nuestra Guerra de Independencia), de ojos azulísimos y marmórea mandíbula; y el de Fernando VII, con todos sus arreos y enjoyamientos reales, y empuñando el cetro como si fuera una porra, nada de lo cual consigue disimular una expresión de jumento y una mandíbula prognática. También destacan los que no están: el de la familia de Carlos IV y los celebérrimos de la majas, entre otros. Acaso como compensación por la ausencia de estas, sí figura uno de la duquesa de Alba, de 1797, de riguroso negro, salvo por un fajín rojo, en que la mujer más poderosa de España señala con un dedo imperioso la leyenda "solo Goya" grabada en la arena a sus pies. Aunque en la muestra hay más retratos de hombres que de mujeres, destacan algunos de estas: el de la condesa de Fernán Núñez, por ejemplo, con un cuerpo muy grande y una cabeza muy pequeña, sentada con las piernas separadas, que luce al cuello un camafeo con el retrato de un hombre, y que nos da otro ejemplo de pintura dentro de la pintura, a la que tan aficionado era Goya; o el de la guapísima (por una vez) actriz Antonia de Zárate; o el de la marquesa de Santa Cruz, que, a diferencia de las anteriores, ataviadas con mantillas y ropa de luto, viste una camisola vaporosa y blanca, como una musa, y aparece tumbada en una cama, sosteniendo una lira y dos prometedores pechos. Reparo en otros cuadros llamativos: el de Manuel Osorio Manrique de Zúñiga, que, antes de morir a los ocho años, tuvo tiempo de ser representado con un trajecito rojo y jugando (es un decir: el niño está rígido como un cartón) con una urraca a la que tiene atada por la pata, y a la que miran, con ávidos ojos redondos, tres gatos domésticos; el de Leandro Fernández de Moratín, el ilustrado de potente nariz al que se debe uno de los mejores libros escritos nunca sobre Inglaterra, Apuntaciones sueltas de Inglaterra; y otro que no conocía, Autorretrato con el doctor Arrieta, de 1819, un óleo sobrecogedor en el que Goya se pinta enfermo, y a su médico, administrándole una medicina. Al pie hace constar que lo hizo en agradecimiento y homenaje al galeno "por el acierto y esmero con que le salvó la vida en su aguda y peligrosa enfermedad". No es tampoco el único autorretrato de Goya, que, como ya hemos visto, tenía una fuerte vena narcisista (aunque en Autorretrato con el doctor Arrieta sea una narcisismo tenebroso). Hay bastantes otros, en los que tampoco se exime de la sinceridad feroz de su pincel: sus rasgos se me antojan toscos, propios de un boticario de pueblo o de un agricultor acomodado. Salimos por fin. Antes, voy a vaciar al vejiga. Coincido en el mingitorio —de esos que no tienen separación entre los urinarios y uno ve y oye el alegre fluir de de los chorritos de sus compañeros mientras micciona— con dos punkis antañones, cuyas crestas fucsias casi tocan el techo mientras descargan. Sorprendentemente, se lavan las manos antes de salir.