Revista Cine

Los santos inocentes (españa, 1984)

Publicado el 04 noviembre 2016 por Manuelmarquez

* Crítica de 'Los santos inocentes' (España, 1984), de Mario Camus, con Alfredo Landa, Paco Rabal y Terele Pávez.-


LOS SANTOS INOCENTES (ESPAÑA, 1984)De la igualdad entre los seres humanos y sus vericuetos. No sería mala apostilla para un título, literario y cinematográfico, como Los santos inocentes, relato de las venturas (pocas) y desventuras (muchas) de una familia de campesinos sin medios ni fortuna (por no tener, no tienen ni apellido...) en la España rural de mediados de los sesenta del pasado siglo —un mundo, probablemente, más de pesadilla que el de la más malévola cinta de terror gore—, un entorno en el que el trato vejatorio de l@s integrantes de los estratos sociales superiores hacia l@s de los inferiores se convierte en una pauta de conducta tan natural como el respirar, reproduciéndose de manera escalonada a la mayor gloria y prevalencia de una injusticia que, con el retrato aséptico y oblicuo que la película hace de ella, queda tan expuesta como impugnada.
La cinta con la que Mario Camus lleva a la pantalla el texto novelístico de Miguel Delibes  desarrolla de manera áspera y severa una historia con nulas concesiones al más mínimo elemento cómico —ni siquiera el personaje de Azarías y su fijación por las aves consigue arrancar apenas una  pálida sonrisa en algún momento puntual—: la desesperanza invade las perspectivas vitales de los personajes situados en la base de la pirámide, acogotados por una incultura (y de ahí la insistencia de Paco, el Bajo, el paterfamilias, en que sus hijos, Quirce y Nieves, aprendan a leer y escribir; no hay otra salida...) y un servilismo (inoculado por la tradición de siglos y la presión del entorno) que los hunden en una miseria que no solo es física, económica, sino también moral y existencial. Un mundo hosco en el que señoritos sin escrúpulos y señoronas sin miramientos tratan a personas como si fuesen cualquier otra pieza de ganado: un cerdo o el hijo de un jornalero, tanto da...
Bajo esas premisas, argumentales y tonales, la trama de la cinta, en la que hay cabida para episodios de la mezquindad más variada, con la puesta en juego de resentimientos, egoísmos, abusos e injusticias, es servida por Camus con una caligrafía austera y compacta, que alterna y dosifica eficazmente planos amplios y abiertos de la dehesa extremeña y los cortijos en que se desarrolla la acción —una naturaleza que, por su apariencia bucólica y tranquila, contrasta con el hervidero de las bajas pasiones que en su entorno anidan y se desarrollan— con planos más cercanos que nos permiten adentrarnos en la actitud y el comportamiento de los personajes; una alternancia bajo la que se va desplegando, con un ritmo formal sosegado, y apoyada en una banda sonora de resonancias atávicas muy apropiadas, una historia que, jugando con saltos temporales marcados por el acento puesto en un personaje en concreto, no deja de experimentar un crescendo dramático, de violencia soterrada cada vez más insoportable, que termina eclosionando en un final tan trágico y amargo como todo lo que le precede.
Dentro del capítulo actoral, se hace difícil no hablar de la pareja de actores, integrada por Alfredo Landa y Paco Rabal, que obtuvo multitud de parabienes a su extraordinario trabajo (incluida Palma de Oro ex aqueo en Cannes), algo a lo que poco, o nada, hay que objetar, especialmente en el caso del primero, que dota a su personaje de un aire de amargura y derrota inigualable y consigue desmontar cualquier prejuicio al que pudiera inducir su larga carrera precedente, ahíta de astracanadas donde sus capacidades interpretativas eran perfectamente prescindibles. Pero hay dos intérpretes en los que no se suele hacer tanto hincapié, y que, en mi opinión, cuajan dos trabajos de una altura excepcional: una es Terele Pávez, que, en el papel de Régula, la esposa de Paco el Bajo, compone un personaje en cuya resignación hay un fondo de rabia permanentemente soterrada y contenida que deja traslucir en gestos y miradas de una sutileza sublime; y el otro es Juan Diego, cuyo señorito Iván se convierte, gracias a una interpretación de una naturalidad extraordinaria, en la encarnación de lo más odioso y abominable de la figura del cortijero caprichoso y prepotente que tan alto vuelo cobró en esa rancia España franquista que tan excelentemente resulta plasmada en la cinta.
Propuesta cinematográfica surgida en una coyuntura histórica en la que, aun con todas sus imperfecciones y debilidades (ésas que ahora empiezan a derivar en fallas que amenazan con agrietar profundamente los cimientos del edificio...), los vientos de cambio y libertad que la transición política había traído consigo ya permitían mostrar sin medias tintas las miserias y vilezas de nuestro pasado más reciente, Mario Camus consiguió con Los santos inocentes insuflar vuelo cinematográfico de altura y calidad al ya de por sí contundente texto de Delibes y mostrar, con él, un retrato descarnado y sangrante de una realidad que no lo era menos: un mundo rural de miserias y oprobios, de explotación lacerante y de injusticia estructural que, más allá de cuán lejos de él hayamos sido capaces de situarnos, deberíamos no perder nunca de vista, aun cuando solo fuera para que no pueda volver a hacerse realidad. No hay peligro eternamente conjurado...
CALIFICACIÓN: 9 / 10.-
* En la imagen: Alfredo Landa, protagonista de 'Los santos inocentes'; fotografía publicada en Flickr por In Memoriam Day, bajo una licencia Creative Commons.-

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