En los últimos años del S.XIX y la primera mitad del S.XX, el Imperio Austro-húngaro vio nacer en su seno una auténtica oleada cultural sin parangón, una generación de intelectuales destinados a poner, en todos los ámbitos del pensamiento, los pilares sobre los cuales habría de levantarse el saber y el arte del nuevo siglo. Desde el físico Erwin Schrödinger hasta el compositor Arnold Schöenberg, pasando por Wittgenstein, Freud o Klimt, Viena era un auténtico hervidero de pensamiento y revolución, y, juntamente con París, el núcleo fundamental de la cultura europea finisecular. También las letras, por supuesto, vivirían en la Austria del cambio de siglo una auténtica era dorada, que alcanzaría su cumbre, dejando de lado a Hoffmansthal y Rilke, en la tríada compuesta por Robert Musil, Hermann Broch y Joseph Roth, quienes se encargarían, como Proust en Francia o Joyce en Inglaterra, de forjar un nuevo lenguaje para el arte del S.XX.
Roth, Musil y Broch compartieron, a pesar de sus notorias diferencias, una voz común, fruto de una experiencia colectiva que sería la marca distintiva de toda su generación. De ascendencia judía, como Roth y Broch, o bien aristócrata como Musil, lo cierto es que todos ellos se sintieron desamparados frente a un mundo derrocado y degradado, marcado a fuego por la experiencia de la primera Guerra Mundial y la progresiva disolución del individuo en una sociedad de masas. La respuesta ante dichas circunstancias fue por lo general un acusado tono reflexivo, especialmente en Broch y Musil, una pérdida de confianza frente a las capacidades del lenguaje, que compartirían con Wittgenstein o Hoffmansthal, y una huida escéptica hacia la ironía y el sarcasmo. A estas varias semejanzas, y a algunas otras que no mencionamos, podemos añadir todavía la triste situación en la que los tres autores se vieron con la ascensión del nacionalsocialismo y la anexión de Austria al Imperio Alemán, que los obligaría a exiliarse para sobrevivir a los delirios del nazismo. Ninguno de ellos volvería jamás a su tierra.
Los Sónambulos, trilogía que recoge los títulos Passenow o el romanticismo, Esch o la anarquía y Huguenau o el realismo, constituye la primera obra de Hermann Broch (1886-1951) y una pieza clave para entender toda la narrativa del siglo XX. Broch, nacido en el seno de una familia de industriales judía, dedicó la primera mitad de su vida al negocio familiar, hasta que, en un drástico cambio de rumbo decidió, con cuarenta años, dejar su carrera profesional para dedicarse a las letras. En pocos años había cursado ya filosofía, matemáticas y psicología en la Universidad de Viena, y publicado, entre 1930 y 1932, sus tres primeras novelas, las que ahora nos ocupan, demostrando una asombrosa madurez como narrador.
Los Sonámbulos retrata, a partir de la figura de sus tres protagonistas, Joachim von Passenow, August Esch y Wilhelm Huguenau, el decisivo cambio producido en el seno del pueblo germánico y de la sociedad europea en general en el periodo que abarca de 1888 hasta la Primera Guerra Mundial, periodo definido por la disipación de los valores vigentes y la desintegración del yo ante un mundo en el que ya no puede llegar a realizarse. Anclados en tres momentos claves de la evolución del pueblo germánico, 1888, 1904 y 1918, estos tres personajes intentarán vivir según unos patrones vacíos, caducos, que no sólo no pueden conducirlos a la plenitud que tanto ansían, sino que acabarán desembocando, finalmente, en la triste sima que fue la Primera Guerra Mundial, y preludiando, como Broch sabría unos meses más tarde, las atrocidades del nazismo.
El pilar teórico que sostiene la obra, y que Broch habría de desarrollar y sistematizar muy inteligentemente a lo largo de su vida, está contenido en el ensayo histórico-filosófico intercalado en la tercera parte de la trilogía, que el autor intitula Degradación de los valores. A grandes rasgos, y aun a riesgo de simplificar demasiado, podemos caracterizar la axiología de Broch, tal como él la expone en estos excursos filosóficos, del siguiente modo: en un principio, dentro de la cosmogonía platónica, que tuvo su apogeo en la Edad Media cristiana, todos los valores convergían en un valor absoluto y extra-terreno que los comprendía, identificado con Dios. Así, arte, filosofía, política, y todo valor en general ocupaba su lugar relativo en función de su nexo jerárquico con este valor supremo. No obstante, a partir del Renacimiento y del proceso de secularización en él surgido, la figura de Dios y de la teología como elemento unificador se diluye, quedando de esta jerarquización tan solo la estructura axiológica o, por así decir, su esqueleto. Naturalmente, el hombre, ansioso siempre de algún absoluto, no podía tolerar este hueco, por lo que las distintas parcelas de ese sistema derruido, los varios «valores relativos» que habían perdido su referente, pretendieron erigirse ahora como valor único en menoscabo de los otros, lo que produciría una auténtica «anarquía de los valores» que llevaría, con el tiempo, a actitudes tales como la de «el arte por el arte», «el negocio es el negocio» o «en la guerra todo vale». Fuera como fuera, este intento de llevar hasta el absoluto unos valores parciales estaba destinado desde un principio al fracaso, precisamente por el hecho de tratarse de “valores parciales” y de no comprender, por tanto, todos los demás. Y, sin embargo, el hombre no podía desistir en su empeño, por inútil que resultara, porque detrás de toda estructura de valores se encuentra, inexorable, la amenaza de lo irracional, de la pura anarquía.
Esta es, pues, en sus líneas principales, la teoría de los valores de Broch, en la que se enmarcan los tres libros que conforman la trilogía de Los sonámbulos. Sus protagonistas son, por tanto, tres individuos anegados en la soledad y en la incomunicación, cuyo intento de dirigir su vida hacia un absoluto, de vivir en función de cierto valor relativo erigido como supremo, no puede más que llevar a las peores consecuencias, que encontraremos en el tercer volumen bajo el símbolo de la barbarie de la Primera Guerra Mundial.
Passenow o el romanticismo
Passenow o el romanticismo, libro que abre la trilogía, nos sitúa en la Alemania prusiana del año 1888, donde el joven Joachim von Passenow, vástago de una familia aristócrata terrateniente, y militar como su padre, encarna el final de una estirpe anclada todavía en los convencionalismos idealistas de un romanticismo desfasado. Sin embargo, su mundo, hecho de rigurosos códigos morales y estrictas reglas de comportamiento, recibe una sacudida cuando Joachim se enamora de la prostituta Ruzena y empieza a fantasear en una vida junto a ella, en menoscabo de los intereses de su familia, cuyo deseo es que se case con la bella y pura Elizabeth.
El uniforme castrense devendrá para Joachim el último cobijo en los obsoletos valores del romanticismo, que pasan por el convencionalismo de la aristocracia y de los sentimientos. El uniforme es ritualización, una ritualización que convierte a Joachim en el emblema crepuscular de lo que significa su padre, al que finalmente obedece, como no podía ser de otro modo, a pesar de oidarlo.
Frente a la figura del padre se erige la de Eduard von Bertrand, compañero de Joachim en la escuela de cadetes que optó más tarde, sin embargo, por abandonar la vida militar y dedicarse a los negocios. Bertrand se nos aparece como el símbolo de un cambio de pensamiento hacia una cosmovisión más práctica y realista, aunque no por ello menos espiritual; de ahí el miedo y la desconfianza que inspira en Joachim, y la secreta admiración que, a pesar de ello, éste no puede dejar de sentir hacia él. Con todo, la actitud escéptica de Bertrand, que lo aleja del positivismo propio del negociante, nos advierte en contra del progreso que aparentemente supone este cambio. Bertrand, efectivamente, no representa al burgués, sino más bien el hombre que ha descubierto la soledad que subyace bajo todo riguroso formalismo. A aquel «no hacer nada» que esconde la vida militar y al que ha quedado reducido el señor von Passenow, se opone el afán aventurero y empresarial de Bertrand. Pero, como nos lo confirma Broch en la tercera parte de la serie, Bertrand no es más que «un hombre que huyendo de su propia soledad buscó refugio en la India y en América. Pretendía resolver el problema de la soledad con medios terrenales. Era un esteta y por ello tuvo que matarse». Fuera como fuere, lo cierto es que el esteta Bertrand protagoniza algunos de los pasajes más bellos y poéticos de toda la obra.
En cualquier caso, Joachim llegará a su vida matrimonial como resultado de una búsqueda del absoluto, resumida en este caso en la lucha, romántica y maniqueísta, entre el Bien y el Mal. Ruzena encarna la dulzura, la sensualidad y el placer que a Joachim le están vedados por convención, aunque el desliz sea tolerado sin graves consecuencias. Elizabeth, en cambio, se presenta como la personificación del ideal de pureza y distinción con el que Joachim, nuevamente por formalidad, está obligado a fundar un hogar cristiano. Sin embargo, al renunciar a Ruzena, fuente de placer pero también de amor y ternura, en favor de Elizabeth, a quien no ama, en nombre del Bien, la Verdad y otros valores absolutos, Joachim está en verdad adoptando una actitud cínica que, lejos de realizar estos valores, los falsea. Y así se nos presenta, a través del conflicto de Joachim, la crisis definitiva de este modo de vida, y se nos descubre cómo esos ideales han quedado reducidos inevitablemente a una pose, a un mero subterfugio ante unos tiempos dispuestos a sepultar todo aquel que no sepa seguir su ritmo.
Esch o la anarquía
A partir del segundo volumen de la serie, Esch o la anarquía, situado en 1903, los cambios de la sociedad moderna se acentuarán drásticamente en el marco del imparable progreso industrial, vivido con mayor intensidad en la región oeste de Alemania, donde se emplaza la acción. De la mano de August Esch, contable despedido injustamente por su jefe, nos veremos abocados a un mundo en pleno conflicto y lucha sindical, cuyos contrastes y absurdos se proyectarán en el espíritu del protagonista. Así, Esch verá su ánimo dividido entre, por un lado, la ambición de imprimir al mundo una suerte de justicia matemática, de ordenarlo según una especie de contabilidad teológica y, por otro lado, la necesidad de arroyarse a sus impulsos más irracionales, bajo los cuales subyace la anarquía y su deseo de libertad.
August Esch se nos presentará, pues, como un personaje que avanza a partir de contradicciones hacia ningún fin último, y es así como debemos entender de hecho su empeño redentor, su afán de lanzarse de continuo hacia proyectos insensatos destinados al fracaso y, especialmente, su obsesión de aniquilar a Eduard von Bertrand, convertido ahora en el gran empresario a quien Esch culpa, sin lógica alguna, de todas las injusticias del mundo. Sin embargo, el breve encuentro con Bertrand ocurrido hacia el final del libro, pasaje de marcado tono onírico y exquisitamente poético, lejos de mostrarnos un Bertrand criminal y culpable, nos lo presentará como un personaje huérfano en su propia soledad, cuya esperanza se cifra, al igual que la de August Esch, en un renacer de la inocencia humana. Con todo, sentenciará Bertrand, esta resurrección exige un sacrificio previo en el seno de la soledad: «Solo entonces pueden penetrar las tinieblas en las que el mundo debe sumergirse para que renazcan la luz y la inocencia, aquellas tinieblas en las que ningún ser humano halla el camino del otro… Y aunque caminemos juntos, no nos oímos y nos olvidamos los unos de los otros, como tú también, mi querido y último amigo, olvidarás lo que te estoy diciendo, lo olvidarás como se olvida un sueño».
Esta misma soledad será la que llevará a Esch a liberar sus instintos más irracionales en su relación sexual con la vieja y viuda Mamá Hentjen, tabernera de la cantina por él frecuentada, cuya seducción, o más bien reducción, obedece, en la extraña lógica de Esch, a la necesidad de sacrificarse para restaurar el orden del mundo y recomenzar de nuevo, anhelo este que se resume en su proyecto, siempre postergado, de emigrar a América.
Huguenau o el realismo
El tercero y último volumen, Huguenau o el realismo, nos presenta al burgués Wilhelm Huguenau como personificación del particular sistema de valores del comerciante, cuya falta de escrúpulos se explica por su exigencia de sacrificarlo todo en nombre del dinero. Huguenau o el realismo es, de hecho, una obra coral que, situada en la región de Tréveris durante los últimos meses de la Primera Guerra Mundial, nos presenta distintos personajes cuya voz común se lamenta ante el sinsentido de la guerra. En cierto modo, esta estructura, que separa el presente libro de sus predecesores, formula la preocupación brochiana por el paso de una sociedad de individuos hacia una sociedad de masas. En cualquier caso, Huguenau, cuya escala de valores sintetiza el proceso de decadencia retratado en los dos volúmenes precedentes, se levanta en esta incipiente sociedad de masas como el oportunista, el arribista, para quien el desorden reinante supone, únicamente, una ocasión para prosperar en los negocios.
Recién convertido en desertor, el alsaciano Huguenau llegará por casualidad a un pequeño pueblo cercano a Tréveris, donde las circunstancias lo enfrentarán a August Esch, transformado ahora en el pequeño editor de un periódico local, y a Joachim von Passenow, comandante del fuerte militar a quien Huguenau querrá agradar para obtener su favor. Sin recurso alguno, el talento empresarial y la falta de escrúpulos de Huguenau lo llevarán a hacerse pasar por el representante de una gran firma industrial para adquirir así el periódico, convertirse en una autoridad local y, sobre todo, someter a Esch, a quien desprecia sin motivo aparente. Esch, a su tiempo, convertido en un fervoroso místico, buscará en la religión esperanza ante las miserias de la guerra y del mundo moderno, lo que lo llevará a convertirse en amigo espiritual del mayor, para gran enojo de Huguenau. Sin embargo, en medio del sollozo general de un mundo en ruinas, el burgués alsaciano buscará el modo de resarcirse del agravio que, según su propia lógica, ha recibido.
Destaca en este tercer volumen, probablemente el mejor acabado de toda la trilogía, el amplio abanico de recursos estilísticos de los que el autor se sirve con la mayor maestría. Desde la poesía hasta el ensayo filosófico, pasando por el teatro, la crónica periodística y, por supuesto, la simple narración, Broch nos propone seguir las vidas paralelas de varios personajes cuyo fondo común es la desintegración del yo y esta «Degradación de los valores» que con tanta pesadumbre señalan los excursos ensayísticos.
La escala de valores propia del comerciante burgués, es decir, aquella en que el negocio ha monopolizado el absoluto bajo la insignia del «business is business», se nos aparece como la peor consecuencia de la crisis de valores del mundo moderno, puesto que aquel que encumbra el negocio como valor único, aquel que se mueve, como Huguenau, en lo puramente racional, desconoce necesariamente todo valor ético, es decir, toda diferencia entre el Bien y el Mal. Por eso, el negociante, llevado a un marco general como es el de la guerra, en el que toda racionalidad queda abolida o, cuanto menos, puesta entre paréntesis, en hallarse sin referente ético alguno, puede devenir perfectamente, como Broch revela, un anarquista o un criminal. Y así se nos desvela, aunque en realidad ya lo sospechábamos desde hacía tiempo, que bajo la máscara de racionalidad que nos hemos construido subyace, indómita, la faz más temible del hombre, la absoluta sinrazón, la humanidad devorándose, sin tregua, a sí misma.
Tristemente, hoy lo sabemos muy bien, la amenaza contra la que Hermann Broch nos avisaba acabó cumpliéndose. Pocos meses después de la publicación de Los Sonámbulos, la maquinaria del nazismo se pondría en marcha, poniendo la racionalidad más fría y matemática al servicio de las atrocidades que todos conocemos. Y esta fue, como sabemos también, la representación más espeluznante que vivió el S.XX, pero no la única, desde luego.
Broch tenía muy claro que la función primordial del arte, es decir, la función que por esencia lo constituye, no podía ser simplemente la de entretener. Juzgar una obra desde el mero punto de vista estético, según pretendía el ideal de «el arte por el arte», no solo no es válido, sino que resulta además completamente kitsch. La obra, pues, había, según Broch, de alumbrar una verdad, de hacernos conscientes de una realidad velada de la que habíamos prescindido. Para Broch, la obra de arte, la literatura, había de ser una sacudida a los hombres, nosotros, los sonámbulos, que preferimos cerrar los ojos a ver la velocidad vertiginosa a la que se mueve, en torno nuestro, el mundo.
Definitivamente, en una Europa medio demolida y culpable, por su propia negligencia, de todas las brutalidades venidas y por venir, las novelas de Broch provocó una conmoción inusual. Lejos de quedarse en sus virtudes líricas, en una profunda capacidad de introspección o en la admirable destreza narrativa, el incisivo talento de Broch se cifraba en una extraordinaria habilidad para desmontar los resortes más complejos del espíritu humano y remover, por así decir, la tremenda llaga que la Guerra Mundial había dejado al descubierto. Y aún hoy, la prosa de Broch nos estremece, a nosotros, lectores del nuevo siglo, sacudiéndonos bruscamente para ofrecernos, en nuestro camino entre la realidad y el sueño, la promesa de la auténtica libertad.