“¡Qué chasco! Le llaman la feria del toro y van y te echan seis juguetes de la señorita Pepis. Así comienza el declive y ya se sabe cómo puede acabar San Fermín pasado un tiempo. La gente que hoy abarrota los tendidos acude para ver el toro, su trapío y su pujanza. Canta, bebe, baila y jalea, le importa poco la pureza y la exigencia, es más festiva que aficionada, pero compra la entrada porque le divierte el toro.
Pero aparecen las figuras e imponen el novillote moderno, el que carece de estampa, de fortaleza, de casta y de bravura, y el festejo se precipita por el barranco de la sosería y el aburrimiento. Que se cuide la Casa de Misericordia porque, de seguir por este camino, el día menos pensado las peñas cambian de opinión y montan el botellón fuera de la plaza. Que no olvide que al cliente hay que cuidarlo; sobre todo, a este tan fiel y generoso.
Si esta es la feria del toro, ¿qué pintan en Pamplona los toros de Juan Pedro Domecq? Sería bueno que alguien explicara semejante misterio. Para empezar, los tres primeros no eran más novillos de plaza de segunda; mejor presentación lucían los demás, pero los seis carecieron de una cualidad fundamental: la fuerza. No se picó ninguno, y los señores del castoreño limitaron su función a simular la suerte, y todos, con la excepción del segundo, llegaron al tercio final casi sin vida, agotados, sosos, dormidos y encogidos. Y ese no es el toro, sino un noble sucedáneo que no emociona, aburre y tensiona.
En esta plaza, sin embargo, cuentan con el antídoto de la comida, las canciones y el griterío, pero cualquier día caen en la cuenta de que los están engañando y se puede ver un número. El que avisa no es traidor…”