Revista Opinión

Los toros y Cataluña, o viceversa (A salto de mata XLVI)

Por Manuelmarquez
Los toros y Cataluña, o viceversa (A salto de mata XLVI)Si ha habido un tema de actualidad (no necesariamente rabiosa, aunque aquí el adjetivo sí que vendría bastante a pelo...) en el raquítico (como siempre) panorama informativo de nuestro país de estas recientes fechas veraniegas, es el de la abolición de las corridas de toros en Cataluña a partir de 2012, en base a lo aprobado por el Parlamento autonómico de esa comunidad hace unos dias. Tema sobre el que, francamente, no tengo una opinion formada, y sobre el cual me van a permitir, amigos lectores, que, amparándome en esa libertad de opinión que a mí, como a todos mis conciudadanos, me reconoce la Constitución, no me la forme (no tengo ni interés ni intención en ello). No me gustan los toros, no me interesan y no los sigo, pero no me planteo, personalmente, si deberían ser prohibidos o no.
Esto último no es obstáculo para que esté siguiendo con interés y atención el debate suscitado alrededor del tema, y a cuyo hilo pro-taurinos y anti-taurinos esgrimen, como es preceptivo en todo debate que se precie, sus argumentos y razones, cada cual en apoyo de su postura correspondiente. Algunos me resultan convincentes; otros, no tanto. Pero hay una idea —en la que se viene insistiendo machaconamente por parte de los pro-taurinos—, que me ha llamado poderosamente la atención y que es la de la proscripción genérica, en nombre de la libertad, de las prohibiciones. Estoy totalmente en desacuerdo con ella.
¿Por qué? Muy sencillo. Vivimos en sociedad —no por gusto, ni capricho, sino por mera necesidad—, y no hay sociedad en la cual se pueda organizar una convivencia mínimante potable sin un sistema de normas. O sea, sin un sistema de prohibiciones. Prohibiciones que garantizan tanto el respeto a unos estándares morales comúnmente aceptados por la mayoría del cuerpo social sobre el que operan como la posibilidad del ejercicio simultáneo y armonioso de los derechos y libertades personales de todos y cada uno de sus miembros. Y sin las cuales esto se convertiría en un pandemonium insufrible que nos garantizaría la autodestrucción (como los mensajes de las historietas de Mortadelo y Filemón) en un visto y no visto (o menos, quizá).
Bien es cierto que es socialmente muy saludable que tales prohibiciones se vean sometidas a dos principios básicos, elementales: el de intervención mínima (o sea, cuántas menos, mejor; las estrictamente indispensables, a ser posible), y el del consenso (o sea, cuánta mas aceptación social, mejor; la unanimidad es un imposible, pero, cuanto más amplia sea la mayoría que la apoya, mejor). Pero, una vez asegurados (en la medida en que humanamente es posible; ya sabemos que lo de los humanos y la perfección funciona como funciona...) ambos estándares, está claro que, no siendo la condición humana capaz de garantizar una hipotética Arcadia bucólica y pastoril, en la que todos, voluntaria y armónicamente, hagamos siempre lo recto y correcto, lo bueno y lo respetuoso, no nos queda otra que admitir, del mejor grado posible, la existencia de tales prohibiciones, y respetarlas y acatarlas.
Esgrimir, como argumento en contra de la prohibición de los toros, que dicha medida es un atentado contra la libertad del aficionado, supone ignorar el fundamento legitimador de la prohibición, y que radica en la legitimación democrática del órgano que la aprueba (y que –dejando aparte el tema de los mecanismos de representatividad política, que daría para (otro) debate mucho más amplio—, supongo que es difícilmente cuestionable); además de abrir una peligrosísima espita para dar cobertura a la proscripción de otras prohibiciones. ¿O es que también atenta la prohibición de la conducción bajo el influjo de bebidas alcohólicas contra la libertad del conductor amante del buen rioja? ¿Socava la prohibición de hacer ruido excesivo la libertad de ese vecino al que le encanta reventar los altavoces de su equipo estereofónico con los aulllidos de Lady Gaga? Son ejemplos a los que apelo (me abstengo de utilizar otros mucho más tremedistas, a fin de evitar identificaciones tan indeseadas como indeseables de los aficionados a los toros con otras figuras mucho más deleznables), para ilustrar cuán peligroso puede resultar el deslizarse por según qué pendientes —y partiendo de la premisa de que, al igual que la tauromaquia a lo largo de extensos tiempos y lugares, también dichas conductas que, a día de hoy, nos parecen moralmente intolerables (por eso se castigan...), fueron socialmente admitidas en ciertos contextos espacio-temporales (o, al menos, hubo con ellas una indulgencia que ya no se mantiene)—. Y es que ésa sería otra cuestión, la de la evolución de la percepción social acerca de lo que debe ser prohibido, y lo que no. Que, como no podía ser de otra manera, varía, por supuesto que varía, en funcion de culturas, entornos y un largo etcétera.
En todo caso, me consta que el tema no es sencillo, y seguirá siendo, sin duda alguna, objeto de encendido debate durante bastante tiempo. ¿Cómo lo ven ustedes, amigos lectores...?
La fotografía que ilustra el artículo proviene de la galería de Flickr de Miki Queen of Planet Goodaboom, y se publica conforme a los términos de su licencia Creative Commons.

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