– ¡Eres cabrona!
– Si, pero soy tu cabrona, y además te gusta.
Dijo cerrando la puerta del coche con esa sonrisa de sorna cruel, que sacaba cuando quería dejarme peor de cómo estaba antes de empezar, y esta vez lo había conseguido con creces. La vi irse mientras el sonido de sus pasos, sobre en el pavimento de hormigón, marcaba el ritmo del vuelo de las finas capas de tela que formaban la falda de su vestido blanco, telas bajo las cuales se intuían sus dos perfectas nalgas, las mismas que hacia escasos minutos, aún estaba recorriendo con mis manos.
Cuando vives en una ciudad costera la vida social en verano se intensifica, algún amigo de la infancia que escapa de la capital, un concierto de algún grupo trasnochado o una copa en una noche calurosa se prolonga más allá de lo previsto. Pero, sin duda, uno de los clásicos son las fiestas en las residencias de verano de algún amigo. Son precisamente las últimas noches de agosto el escenario por excelencia de ese tipo de fiestas, y en todas ellas, se respira cierto aire de nostalgia tanto del verano que se acaba como de añoranza los veranos pasados.
Habíamos llegado sobre las 11 de la noche, Gustavo me había enviado la geolocalización unos días antes y yo se la había pasado a Félix, que era quien conducía, pero lo que no sabía ninguno de los dos es que yo no la necesitaba, ya que había estado en esa casa unas cinco veces desde el último año. Desde entonces habían pasado por lo menos tres meses desde la última vez que había estado allí.
– Esto es como las noches de Vanitas, pero todos con canas.
– Y con barrigas.
Apunto Julián mientras nos dirigíamos a la improvisada barra, situada bajo un cobertizo adosado a uno de los muros que rodeaba la finca. Dos columnas de granito sostenían su cubierta de teja del bar/cobertizo, un lugar en el que antiguamente se guardaban los aparejos de labranza, pero que en la actualidad eran el lugar ideal para parrillas y churrasqueras, o como en este caso, improvisadas barras de bar para fiestas entre amigos.
Sobre el muro de la finca, un gato observaba atentamente a aquel grupo de gente, desde la seguridad que le daba la altura y no se perdía ningún detalle de lo que hacía aquella manada de humanos; posiblemente aquel fuese su territorio de caza el resto de los días del año, ahora invadido por un grupo de humanos que con sus gritos y risas espantaban cualquier posibilidad de caza.
Por un momento, tras dos ron con cola y otro por venir, hice lo mismo que aquel gato blanco, observar atentamente dejando que mi mente se evadiera imaginando las historias que había detrás de aquella mezcla de polos de marca, vestidos de verano, camisetas con anagramas de grupos;, ellas mostrando un glamour casual con tintes de sensualidad veraniega y ellos agarrándose a los restos de una rebeldía, que ya únicamente se canalizaba a través de viejas camisetas de rock adquiridas en cualquier tienda retro de internet.
El reloj pasaba ya de las doce y el radar de Antonio empezó a buscar algún leitmotiv más allá del alcohol, entre los coros que se iban formando en el jardín, de fondo el “pinchadiscos” emprendía un viaje al pasado con sonidos que pasaban del rock al electropop español, puros años ochenta condensados en canciones algunas de las cuales, lo mismo que nosotros, no habían envejecido demasiado bien.
Aun así, a pesar del tiempo pasado y mientras escuchaba aquellas letras y melodías, me entretuve rebuscando en los rostros de los otros convidados, algunos gestos y miradas de otra época que ayudados por la música volvían a brillar.
– ¿Nos movemos?
– ¿Dónde?
Antonio señalo una de las mesas de madera puestas para la ocasión con bandejas de aperitivos a base de frutos secos y gominolas, alrededor de la cual se habían reunido varios grupos de invitados. A pesar de que empezaba a notar como el alcohol corría por mi sangre, seguía sin encontrarme cómodo en aquella fiesta. Sabía que en cualquier momento me tendría que cruzar con Alba, la anfitriona de aquel evento y la mujer que era capaz de despertar mis fantasías, mis demonios y mis vicios perversos.
Mi inquieto amigo tardó poco tiempo en iniciar una conversación con un grupo de mujeres que parecían, igual que nosotros venir si pareja, sus caras, como casi todas las de aquella noche, me resultaban familiares como conocidos lejanos, que mi mente jugaba a situar en la época y lugar correspondiente. Un juego al que al parecer jugábamos todos ya que el “vuestras caras me suenan de algo”, no tardó en aparecer, y la conversación giro hacia la inevitable charla sobre locales y garitos comunes. Fue en ese justo momento, cuando una mano me agarro por la muñeca haciéndome girar sobre mí mismo y me alejó del grupo.
– Hola, por fin de encuentro, pensé que no habías venido.
Era Alba con un impresionante vestido de seda blanco con el cuello en forma de V que se sostenía únicamente con dos tirantes muy finos que se apoyaban en sus hombros desnudos. Mi mirada recorrió la costura de esos hilos infinitos hasta llegar sus pies, siguiendo el balanceo de su cuerpo que resaltaba la luz de uno de los focos que iluminaban desde el suelo del jardín. Alba se dio cuenta, y separo ligeramente sus piernas haciendo que el haz de luz dibujase su silueta entre las telas de su vestido y dejando patente la ausencia de la ropa interior inferior.
– Joder, ¿no llevas bragas? ¿No se ha dado cuenta nadie?
– No exactamente, me las acabo de quitar y ahora las tienes tú.
Sin darme cuenta, las había atado a mi muñeca, instintivamente me puse el jersey que llevaba atado a la cintura para ocultar mis brazos, menos mal que Galicia aun en verano por la noches solemos salir con un jersey, por si acaso.
– Tienes 10 minutos para devolvérmelas. Estaré en el garaje esperándote, aunque también las puedes desatar y hacer como si nada hubiese pasado, quizás alguna de tus amigas pierda las suyas. Tú verás.
Entonces se dio la vuelta, alejándose con pequeños pasos pero seguros, sabía de sobra que me quedaría observándola, y así lo hice, viendo como aquel diáfano vestido de seda revelaba a la perfección su sexo entre sus esbeltas piernas, después se perdió entre la gente mientras iba saludando de forma efusiva a algún invitado.
10 minutos después ya estaba frente la puerta de madera blanca con un pomo redondeado que separaba la casa del garaje; al sentir el frío y la suavidad de su acero pulido, me percaté de que, si giraba aquel pomo y abría aquella puerta, me llevaría de nuevo a ser el protagonista una escena por la que muchos pagarían. Un débil chasquido al girar el tambor y la puerta se abrió sola. El garaje estaba en penumbra, al cruzar el umbral de la puerta percibí el contraste del calor de la casa con el ambiente fresco de aquel garaje que seguramente proporcionaba la piedra maciza de sus paredes.
La luz de alguna farola cercana de la urbanización se colaba por el tragaluz de una de las paredes, al fondo, un tablero en la pared con alicates, barrenas, destornilladores y un sinfín herramientas de bricolaje y utensilios de jardín. En la pared de enfrente tres tablas de surf colgaban junto a unos trajes de neopreno, al lado de un estante repleto de viejos juguetes veraniegos que parecían estar ordenados cronológicamente. En el centro, entre la oscuridad se adivinaban las elegantes líneas del deportivo negro de Gustavo, el mismo en el que habíamos ido, hacía unos meses, a la presentación del producto que lanzamos. A su lado un crossover gris oscuro, de estos que imponen cuando te los cruzas en un semáforo y normalmente conducidos por una pija deslumbrante con melena y gafas oscuras de sol, similar a la que me observaba fijamente apoyada en el capó, aunque sin gafas de sol.
– ¿Qué tal la fiesta?, ¿Te diviertes?
– Bien, os lo habéis currado.
– ¿Te gusta la música?
– Bueno ya un poco saturado de los temas de los 80 pero supongo que es lo apropiado para este público.
– La he elegido yo personalmente, pero veo que contigo no he acertado
– Bueno, no es eso.
– No hace falta que te justifiques
Dijo, mientras agarraba la hebilla del cinturón y de un tirón seco quedamos frente a frente, después, solo un breve mirado, antes de pegar sus labios a los míos, y abrir su boca, como señal inequívoca de que quería que la invadiera mi lengua; así hice, y enseguida se encontró con la suya, empezando un juego el que se entrelazaban mientras sus dientes buscaban morder mis labios.
Nunca había intentado comprender los motivos que llevaban a la gente hacer algo, no era bueno en descubrir las motivaciones particulares de mis amantes que tenían pareja, al final siempre eran ellas mismas las que me las develaban. La pérdida de amor, descubrir que nunca lo hubo o el sentirse deseadas de nuevo eran comúnmente las causas por las que una mujer de mi generación buscaban en sus amantes. Por lo menos las que había ido conociendo hasta este momento. Alba no buscaba nada de eso, en todos nuestros encuentros me encontré con una mujer que le daba igual que la deseasen.
Desear, Alba anhelaba desear en el sentido más amplio del concepto, sentía una idolatría casi perversa hacia él, con sus caricias no buscaba transmitir ternura ni que se la diesen, sus manos no acariciaban, exploraban en busca del deseo más carnal. Era una niña mayor buscando que la complacieran, pero a su modo, llevando ella la batuta. El riesgo, el cruzar líneas rojas antes inimaginables, eran el combustible necesario para encender su deseo y una vez puesto marcha, el proceso era imparable.
Un zumbido eléctrico, seguido por otro más grave, más metálico, pero sin perder un ápice de elegancia, y la sólida puerta del crossover se abrió, en ese momento aquellos sonidos me parecieron sensuales e incluso con una profunda carga erótica. Hoy en día se diseñan sonidos específicos para casi todo, la mayoría de los objetos que nos rodean nos responden con un sonido, quienes los imaginan, pueden hacer que suenen caros o baratos, lujosos o funcionales, pero todos están pensados para jugar con nuestros sentidos. Aquel sonido me invitaba a entrar, pero cuando me disponía a hacerlo, la pierna de Alba se cruzó entre la entrada y mi cuerpo, impidiéndome el paso. Mis ojos se posaron en su pie firmemente apoyado en el travesaño del coche recorrieron en silencio su pierna, subiendo desde el tobillo hasta llegar a rodilla, donde la tela blanca de su vestido formaba un tentador abanico entre sus dos piernas.
Con su brazo izquierdo me separó unos centímetros, los suficientes para poder sentarse en el asiento trasero y dejar ambas piernas fuera del vehículo, dejando que la tela del vestido se esparciera por el asiento. La observé con detención sentada con las piernas abiertas, dejando que la piel entrase en contacto directo con el rojo coral del tapizado. Su forma de sentarse era endiabladamente provocadora, incluso sucia, y a pesar de ello seguía desprendiendo una elegancia atroz.
Fuera, en la fiesta, seguían sonando viejos temas de música española, al escucharlos me vino a la memoria las cintas de cajas transparentes en la guantera del coche, y una novia de juventud rebuscando entre ellas alguna canción que convirtiese aquellos momentos en algo romántico y que de alguna forma atenuase el pecado que íbamos a cometer. Después de tantos años follando sobre sábanas, encontrarme allí, a punto de hacerlo de nuevo en un coche con esas mismas canciones de fondo, era como cerrar un bucle.
Entre las canciones y los murmullos de la fiesta sonó un casi autoritario – Acércate – , estuve punto de preguntarle si estaba segura de lo que estábamos haciendo, ya que cualquiera podía entrar en el garaje y descubrirnos, pero las manos de Alba ya estaban manipulando la hebilla de mi cinturón y con dos dedos desabrochaba uno a uno los botones de la bragueta de mi vaquero, para terminar, con un solo tirón, el pantalón y los calzoncillos cayeron al suelo, y el fresco de las paredes de piedra no tardó en colarse entre mis piernas ya sin pantalones.
Los labios de Alba se movían ligeramente tarareando las estrofas del Ivonne de los Radio Futura que provenía del jardín, cuando Santiago Auserón entonaba el estribillo “No seas poética, por favor mírame a la cara, no mires al ron”, Alba hizo lo propio, se quedó mirándome fijamente a la cara mientras con su mano derecha tomó con delicadeza mi sexo deslizando con suavidad la piel hasta dejar parte de la punta fuera. El dedo índice de su mano izquierda se perdió dentro de su boca, para volver a aparecer, tras unos segundo, brillante y húmedo de saliva que fue extendiendo por la punta de mí capullo, cuando noté la yema de su dedo, solté un sonoro suspiro.
Al hacerlo Alba sonrió, y sin dejar de observarme, volvió a acercar la mano a su boca, aunque esta vez fueron dos dedos; los introdujo casi completamente en su boca, esta vez humedeció la piel que cubría parcialmente mí capullo con ambos dedos, la vez que la deslizaba para dejar totalmente descubierto mi glande, y como en otras ocasiones noté como iba perdiendo el control de la situación que estaba completamente en sus manos, merced a sus caprichos.
No satisfecha de la humedad de sus dedos, acercó su boca y dejó caer un hilo de saliva sobre mí sexo, para después extenderla con la mano desde la punta hasta llegar a la base, apretando el troco con la palma de la mano, repitiendo esta operación varias veces.
Sin soltar su presa, se levantó del asiento quedándonos de nuevo frente a frente.
– Entra
– ¿No me vas a soltar para que lo haga?
– No – y sentí como su mano me guíaba como si mi miembro fuese el timón de una lancha, en ese momento agradecí la altura de esos crossovers de lujo que tanto odiaba cuando me cruzaba con ellos en carretera. Cuando por fin me tuvo sentado, desnudo de cintura para abajo, se sentó encima de mí dándome la espalda.
Alba permanecía vestida, su vestido blanco ocultó sus piernas y las mías, no podía ver lo que ocurría bajo la tela, pero si notar sus movimientos. Comenzó con un movimiento circular, buscando descaradamente el roce de mi capullo contra su vagina. Cuando ambos sexos se encontraron, su cintura dejo de girar para continuación empezar a subir y bajar su cuerpo, ayudándose con sus manos sujeta a cada una uno de los dos asientos delanteros.
Poco a poco sus movimientos fueron acomodando mi miembro entre sus labios vaginales, que se abrían más a cada pasada pero siempre evitando la penetración, sentí como las venas de mi miembro acariciaban sus labios verticales a su paso.
Su espalda formó una curva entre los dos asientos, lo que permitió que los ojos negros de Alba se encontraran con los míos en el espejo retrovisor, durante unos minutos me sostuvo la mirada sin dejar de rozar su sexo contra el mío. En su rostro pude ver una expresión decidida, provocadora y obscena, que contrastaba con la mía entre expectante y tensa por aquella situación.
Decidí dejarme llevar, para qué engañarme, me gustaba aquello, en el fondo lo esperaba, desde que recibí su llamada invitándome a la fiesta, tras casi tres meses sin vernos, y a pesar de lo formal de la invitación, el tono de su voz recalcó de una forma especial cuando se despidió con “Ya conoces la casa, así que no te perderás”.
Justo cuando mi mirada se desvió hacia la puerta que comunicaba la casa con el garaje, Alba se clavó mi sexo de un solo golpe, y al unísono, un grito de entre dolor salió de nuestras gargantas.
– Joder, casi me la rompes.
– Creo que hay un tocólogo en la fiesta, no te preocupes- Me contestó, arqueando su cuerpo hacia atrás a la vez que comenzaba a subir y a bajar sobre mi sexo.
Sus caderas se movían para guiar mi sexo en su interior, yo estaba completamente inmovilizado, sus piernas impedían que me moviese, sin mi ayuda consiguió que entrase completamente en cada sentada, y por sus gemidos los gozaba con todo el placer,
Mis manos se aferraron a su cintura, clavándola todavía más, subieron por su vientre hasta llegar a sus pechos que movían al mismo compás que sus movimientos, para colarse por fin entre el escote de su vestido. Busqué sus pezones, cuando los encontré los saqué con violencia del sujetador, Alba respondió con un grito tras el cual se clavó de con más fuerza sobre mí.
Mis dedos bordearon su sujetador hasta llegar a sus pezones firmes y duros sobre la costura, con dos dedos de cada mano estire sus pezones, a la vez en el espejo, podía ver como cerraba los ojos por unos instantes y como nuestros rostros eran reflejo salvaje del momento. Separé su melena negra en busca de su hombro mientras seguíamos observándonos por el retrovisor, sin hablar, solo nos comunicábamos con gemidos que se mezclaban con los murmullos de la gente de la que únicamente nos separaba una puerta de garaje.
Entonces Alba aprisionó mis muslos entre sus rodillas y aumento aún más el ritmo de sus subidas y bajadas, estaba completamente inmovilizado por su cuerpo, no podía moverme en ningún sentido, atrapado. Su cuerpo caía cada vez con más violencia sobre mis muslos, se dejaba caer sobre mí con todo su peso, para volver a alejarse de mí, así hasta que noté como su cuerpo, en una última caída, comenzó a tensarse, casi ahogándome entre el asiento y su cuerpo, mis manos en su cintura la notaron temblar y una sensación de humedad se extendió sobre la piel de mis muslos.
La dejé respirar, solo podía ver su melena negra sobre sus nuca y hombros, así permaneció poco más de un minuto, hasta que sentí como salía de mí y se bajó del coche, yo seguía sentado en el asiento trasero, desnudo de cintura para abajo, observando como sus manos adecentaban el vuelo de su vestido; cuando consideró que estaba correcto, se inclinó sobre mí y cogiéndome del brazo desató el nudo de sus braguitas de mi muñeca.
– Esto es mío – dijo mientras me besaba – Tengo que volver a la fiesta, que me estarán echando de menos. No tardes, y no pongas esa cara ya tendrás lo tuyo otro día.
– ¡Eres cabrona!
– Si, pero soy tu cabrona, y además de gusta.
La puerta se cerró, y el garaje volvió a estar en silencio, por instantes me quede en el asiento hasta que el frio se apoderó de mis piernas y pensé que era mejor ponerse los pantalones, si me pillaban así de esa guisa en el asiento de atrás del coche de Gustavo podría despedirme para siempre de mi vida profesional y social. Después de vestirme, un ruido que provenía del tragaluz de la pared llamó mi atención, gracias a la luz de la luna que permitía ver con claridad el exterior de la finca, vi el mismo gato de antes subido al muro, sonreí pensando que aquel animal había sido el único testigo de lo que allí había sucedido.
Cuando llegué al jardín sonaba el Semilla Negra, pensé que nada mejor que otro ron con cola para acompañar los ritmos caribeños de aquel tema, así que enfilé directo a la barra del improvisado bar. Aún antes de que pudiese pedir la consumición, la camarera puso delante de mí un vaso y un chorro de ron añejo cayo directo sobre los cubitos de hielo que había dentro.
– Gracias – no supe que contestar
– ¿Quieres saber el secreto?
– ¿Del Ron con cola?
– De que supiera lo que bebías
– La verdad es que me pica la curiosidad, no recuerdo haberte pedido a ti antes.
La chica debía rondar los 30 años, vestida con un ceñido vestido negro entre provocador y elegante, detrás del cargado maquillaje se apreciaba una belleza natural que hubiese brillado sola sin necesidad de esa capa de cosméticos.
– Me lo dijo aquella chica. – dijo mientras señalaba en dirección a uno de los árboles del jardín-, creo que hoy es su noche de suerte.
– Si, no lo sabes tú bien, lo afortunado que soy.
Le contesté, mientras a unos escaso metros de mí, Anabel, una antigua pareja me sonría, esperando que me acercase a ella.
– Veo que no has cambiado, sigues teniendo un imán para los lechos ajenos
…Continuará.