Edimburgo, 1831. La hermosa capital escocesa vive de día alegre, tranquila y despreocupada bajo el sol de la primavera, entre el rumor de las tradicionales gaitas y envuelta en aromas de whisky añejo. Las gentes transitan por las calles, las plazas y los mercados, en torno a las murallas y los antiguos palacios o de camino a las tabernas para echar el primer trago del día. En este rincón apacible de las islas británicas parecen lejanos los ecos del convulso continente europeo, una caldera en ebullición de ideas, sentimientos y románticos dogmatismos a punto de estallar. Sin embargo, de noche Edimburgo se transforma. Cuando el sol se retira, las últimas canciones tabernarias se sofocan y se apaga la última vela que ilumina la ventana del último pub, las sombras salen de su escondite y extienden su reino sobre la ciudad. Es entonces cuando la muerte acecha, cuando el mal en estado puro sale a buscar víctimas, y cuando ni siquiera los muertos tienen garantizado el descanso eterno. Cada mañana desde hace algún tiempo, los edimburgueses se despiertan expectantes con la noticia de que un cementerio ha sido asaltado y una tumba ha sido removida, y que el cadáver enterrado hace apenas unos días ya no está allí. Eso trae a los escoceses memoria de otros tiempos no muy lejanos, un sonado caso, un juicio y unas ejecuciones. El terror se multiplica cuando, al estar vigilados los cementerios de la zona en previsión de nuevos robos, empiezan a desaparecer personas vivas sin dejar rastro. El ladrón ya no se contenta con cadáveres ajenos: ahora fabrica los suyos propios.
Al mismo tiempo, Donald Fettes (Russell Wade), un joven estudiante de medicina, se sorprende al ser aceptado como ayudante por el célebre doctor MacFarlane (Henry Daniell), famoso en toda Europa por su pericia a la hora de tratar ciertas enfermedades de la columna vertebral. MacFarlane, sin embargo, no ejerce; se dedica a la enseñanza y formación de nuevos médicos, y a realizar investigaciones que poner en práctica para aleccionar a los futuros galenos. Eso conlleva un coste: determinadas investigaciones no pueden realizarse sin realizar pruebas directamente sobre cuerpos humanos, de ahí que necesite ser suministrado periódicamente de cadáveres con los que experimentar y de los que nutrir sus clases. Existe un mecanismo legal a través del cual ciertas personas legan sus restos a la ciencia, pero esto no es suficiente. Ahí es donde entran Gray (Boris Karloff), un popular cochero de la ciudad que por las noches suele llevar en su carromato a un tipo de clientes muy distinto, y Joseph (Bela Lugosi), el criado del doctor, que se encarga de recibir la mercancía, registrar sus datos y pagar la cuenta. Sin embargo, el pasado del doctor tiene mucho más que ver con Gray y sus oscuras andanzas de lo que él quisiera, y algunos nombres del pasado, un famoso médico huido a Londres y dos de sus ayudantes, juzgados y ahorcados no hace muchos años, salen a relucir cuando el doctor, atormentado por los remordimientos, las dudas y la llegada del joven ayudante al que no quiere ver convertido en una versión mejorada de su propia deriva, pretende poner fin a su relación “comercial” con Gray. Éste se destapa como algo más que un negociante sin escrúpulos: la naturaleza criminal de su psicopatía encuentra el vehículo perfecto en la venganza implacable, en el chantaje que pretende ejercer en el doctor para siempre.
Robert Wise dirige en 1945 todo un clásico del género de terror caracterizado por la atmósfera opresiva, la recreación de ambientes sórdidos, oscuros, amenazantes, y la explotación de las señas de identidad del terror gótico revestidas con modos y maneras cercanos a los utilizado por el expresionismo alemán de la mejor época. La película, un producto de bajo presupuesto de la factoría de Val Lewton en la RKO, cuenta con Boris Karloff (inquietante, magnífico en su recreación del psicópata inconsciente de su propio mal) como su principal estrella compartiendo escena con un grande antaño como Bela Lugosi, envejecido, olvidado y confinado en un papel secundario para nada terrorífico sino más bien patético, y Henry Daniell, conocido, por ejemplo, por acompañar al dictador Hynkel de Chaplin en El gran dictador. El mayor acierto del filme lo constituye el contraste entre la recreación inicial de la vida en la capital escocesa durante el día, una ciudad tradicional y provinciana cuya vida transcurre junto al buen fuego de una taberna poblada de whisky y canciones, y su terrible realidad nocturna, en la que los ladrones de cadáveres y los asesinos campan a sus anchas sembrando el terror. Wise, limitado por la escasa financiación, consigue sin embargo paliar la falta de medios con talento para filmar escenas tremendamente sugerentes, no sólo en los cementerios en los que los personajes cavan a la luz de un farol en medio de un nocturo paraje desolado de dolor y muerte, sino sobre todo por la sugerencia: los cascos del caballo y el rumor de las ruedas del coche de Gray sobre el enlosado de las calles, las presencias que se adivinan en los rincones en sombra, la inquietante memoria que se vislumbra tras las miradas nerviosas de la esposa de MacFarlane, a la que él presenta a todo el mundo como su criada para protegerla de habladurías y rumores… Especialmente destacable es la escena en la que la cantante callejera, el leit-motiv musical de la primera mitad de la película, se convierte en víctima de Gray: ella se aleja hacia las sombras de la noche dejando su canción flotando en los aires de Edimburgo mientras el coche de Gray gira en su misma dirección; en la oscuridad, su voz triste y melancólica sigue sonando mezclada con los cascos del caballo blanco de Gray en el empedrado edimburgués hasta que, abruptamente, se interrumpe, se corta a mitad de frase en una última melodía que antes de terminar de salir de su garganta se congela en un gorjeo de sorpresa, de terror, mientras el espectador no ve más allá de la oscuridad de la noche y apenas puede adivinar, más bien recrear, unas siluetas al fondo, lejos del único farol que, en una esquina ilumina de manera insuficiente la escena.
Basada en un relato corto de Robert Louis Stevenson, la película teje su red de terror gótico y crímenes en serie con la realidad de un tiempo, la primera mitad del siglo XIX, en el que la ciencia en general y la medicina en particular intentaban librarse por fin de las estrecheces de los márgenes impuestos por la ética y la moral religiosa y buscaba en la experimentación el vehículo para su avance y la mejora de la calidad de vida de los seres humanos. Imbuida por las nuevas perspectivas resultantes del Siglo de las Luces y de la Revolución Francesa, ansiosa por sacudirse los fantasmas de las acusaciones de brujería, de las supercherías y acusaciones de una Inquisición ignorante y fanática, la ciencia buscaba emanciparse de la religión y empezaba a ser frecuente la abierta experimentación y la investigación directa sobre los propios seres humanos más allá de teorías plausibles, las pruebas médicas en seres vivos y la mera observación de los organismos muertos. Las autopsias y los experimentos directamente con tejidos y órganos eran los nuevos caminos científicos que intentaban abrirse paso entre la superstición, las condenas por hechicería y el miedo inculcado por la religión durante siglos. Al igual que Mary Shelley en su Frankenstein y el propio Stevenson en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Wise presenta una historia que profundiza en las relaciones del hombre con Dios, de lo material con lo espiritual, y, si bien apela a la necesidad de superar timoratos e insanos prejuicios, insiste asimismo en los peligros que tales prácticas pueden representar una vez perdida toda orientación espiritual.
Sin embargo, a través de la cita final de Hipócrates de Cos, el mítico origen de la medicina entendida como ciencia más allá de los designios divinos, Wise parece mostrarse indulgente y comprensivo con el dramático devenir personal del pobre MacFarlane: a fuerza de errores el hombre se esfuerza y adelanta. A fuerza de tragedias, aprende. Todos los caminos del aprendizaje nacen de la oscuridad y salen hacia la luz.