No es fácil cambiar de género a mitad de película y que salga bien; es un fenómeno que se produce cada bastantes años en el cine. Una de las últimas veces que sucedió fue en Abierto hasta el amanecer (1996) de Tarantino, y unos cuantos quedamos pasmados. Tampoco es fácil mezclar géneros, intercalarlos sin llegar a permitir que ninguno predomine sobre el resto, hacer reconocible a cada uno y que la historia no se resienta. Así a bote pronto se me ocurre que con Fe de etarras (2017) de Borja Cobeaga fue la penúltima vez disfruté de este insólito efecto narrativo. Porque la última ha sido con Jinetes de la justicia (2020) del danés Anders Thomas Jensen.
Ganador del Oscar al mejor cortometraje por Noche de elecciones (1998), Jensen se curtió como guionista a base de experimentos Dogma 95 (un lastre del que supo desprenderse a tiempo) y fue adquiriendo poco a poco prestigio a base de una dilatada filmografía, hasta culminar con mi admirada Después de la boda (2006). Esta vez, en su quinto largometraje como director, Jensen ha logrado una difícil cuadratura argumental: conseguir que la audiencia se divierta sin complejos ante algunos efectos, tan imprevistos como ridículos, que nacen de escenas estrictamente violentas. Y lo logra sobre todo reuniendo a una galería de personajes que, sin perder su humanidad, no dejar de mostrar un lado grotesco por el que asoma cada tanto, en calculadas y medidas dosis (lo justo para no desvirtuar el relato principal) un genuino y meritorio humor negro.
La película arranca como un convincente thriller sobre un atentado en el metro, uno de cuyos supervivientes empieza a investigar la cadena de acontecimientos que confluye, no sólo en la matanza en sí, sino acerca del increíble azar que le permitió sobrevivir. A partir de ahí, cuando se junta con un heterodoxo grupo de familiares de víctimas --a destacar otra gran interpretación de Mads Mikkelsen--, la historia se oscurece a cada minuto que pasa, desembocando en una auténtica masacre coral. Por el camino, una serie de diálogos que fulminan cualquier voluntarismo sentimentaloide y a unos cuantos lugares comunes de esos que suelen dar combustible a la esperanza. Aun así, Jinetes de la justicia no es un filme deprimente, porque Jensen se las ingenia para intercalar escenas divertidísimas: equívocos, momentos ridículos y, sobre todo, una risa incontenible que brota de la mismísima representación directa --nada diluida e intensa-- de la violencia. De esa mezcla demoledora e inclasificable va la película: una historia que arrasa con cualquier atisbo de autocomplacencia y/o de reconciliación con la tolerancia, la cordialidad o la sensibilidad. O casi.
La cosa es que Jinetes de la justicia no deja de ser en ningún momento un filme cruel, crudo y duro, sin apenas concesiones a la ñoñería o al sentimentalismo, pero que tampoco se deja llevar por la parodia y la burla facilona. Jansen ha logrado sin duda el equilibrio entre géneros en un muy buen filme en el que juntar ese mineral escaso que es el humor negro con una negra realidad.