Muchos años después, frente al punto y final de uno de sus últimos párrafos, el escritor Adolfo Suárez había de recordar aquella mañana remota en que un todoterreno blanco lo llevó a conocer Macondo. Macondo era entonces una aldea de casas elevadas sobre unas columnas de madera que las alzaban por encima del suelo de barro, construidas a la orilla de un río que llevaba el color de la tierra en su interior, y que por las tardes se mezclaba sin solución de continuidad con la que caía a cántaros del cielo. Recordará lo reciente que allí parecía el mundo, con tantas cosas que su mirada inquieta señalaba sin poderles dar un nombre. Y sobre todo, había de recordar que aprendió que sabor deja en la boca la esperanza, y que estuvo más cerca que nunca de verdaderos héroes.
Llegaba a Macondo sin saber que lo hacia. Más bien, podríamos decir que fue Macondo el que llegó hasta él. Hasta ese momento, Macondo era un sueño, un mítico nombre forjado en lecturas de un libro inolvidable. Un lugar donde la realidad se fundía con la magia de una manera especial. Una manera de ver el mundo tan lejana y cercana como el fondo del alma de cada uno de nosotros. Amor y guerra, dolor y sueños, deseo y tristeza. Se encontraba allí siguiendo a su mirada. Siempre llegan primero las miradas. Las miradas que habían estado sólo unas horas antes al otro lado de las páginas de papel brillante, en el otro sector de la frontera plana de los informativos de la tele, el país de los salones y los dormitorios con enchufes e internet. La parte del mundo que lee los datos y casi nunca los sufre. El otro lado del espejo, donde no hay 350 millones de niños que jamás han visto a un trabajador sanitario, donde no mueren cientos de miles de menores de 5 años de enfermedades prevenibles.
Y allí estaba. Tras el rastro de su mirada huidiza, que siempre había ido unos metros por delante del coche que trasladaba el resto de sus sensaciones. Ya al otro lado de la frontera, donde un grupo de mujeres y niños se encontraban sentados debajo de una de las casas situadas al borde del camino lleno de baches, por el que el todoterreno parecía haber bailado una danza extraña y discontinua, más que avanzar hacia su destino. Allí estaban las cifras, los números, las estadísticas. Aquellos eran los niños que podían morir si no se les daba la ayuda necesaria. Esas eran las madres que estaban en peligro si alguien no las seguía en su embarazo. Ahí estaban los ojos que pedían ayuda en telediarios entre anuncios de seguros y lejías, en la parte del mundo que estaba segura, tan lejos. No había papeles de por medio, ni pantallas, ni altavoces. El 45% por ciento de los niños de Camboya, de aquellos niños que estaba mirando, sufrían desnutrición, y un porcentaje aún mayor no acudían a ninguna escuela. Estaba en la aldea de Toul Sambour, al oeste de Camboya, en el distrito de Ou Reang Ov.
Y llegó Macondo. Sonrisas. Se agarró a las sonrisas. Las sonrisas de los niños, de sus madres, la suya misma. La sonrisa fue el traductor universal, el idioma de todos bajo aquel cielo repleto de nubes. Una pequeña patria en el límite del mundo con una bandera hecha de las sonrisas que gente desconocida, separada hasta ese momento por un montón de mundos, hacia ondear por encima de todo. Aquel lugar era Macondo. Un lugar donde la magia hacia sonreír a niños en peligro de morir por enfermedades que se podían prevenir fácilmente en otro mundos. Donde el dolor no impedía intentar salvar un poco de futuro. Donde se podía jugar al escondite con un niño y oír su risa romper a alegrías la mañana gris.
Toul Sambour, Macondo. Camboya. La Aldea donde la esperanza tiene el sabor de las palabras de una mujer a otra mujer. Donde dos voluntarias levantaban sueños y futuro. Sueños tan pequeños y tan grandes como ver crecer sanos a tus hijos, como no temer por su vida. Sueños de llevar un embarazo a buen término, de poder dar de comer decentemente a su familia. Esperanza con forma de manos que dan ánimo y consejos. Macondo. El lugar donde los héroes existían. Héroes con el poder de la palabra, de la paciencia, de la sonrisa. De la conversación diaria para convencer de que hay hábitos que salvan vidas.
Macondo no es perfecto, y duele. Macondo es la vida, la sonrisa, la esperanza, el dolor, las pesadillas, la lluvia, el barro. Macondo, Toul Sambour, es la aldea a la que todos deberíamos ir para comprender el mundo. En Macondo hay héroes, #healthworkers. Trabajadores sanitarios que ayudan, que dan, que entregan, que salvan, que sanan, que protegen. Héroes que deberían ser más, cientos de miles más, millones más, para reducir la mortalidad infantil en el mundo, para que este post no hiciera falta, para que sólo hubiera ido el escritor a Toul Sambour, a Macondo, en busca de niños y sonrisas.
Un día, el escritor vió Macondo. Y puede que nunca termine de irse de allí.
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