No es algo nuevo que los detractores de Bertolt Brecht intenten colgar a este autor la etiqueta, tan nimia como superflua, de “escritor marxista”. Tal etiqueta esconde en realidad la acusación de ser Brecht un “escritor comunista”, es decir, panfletario, sectario y ceñido por tanto a las premisas políticas de la Unión Soviética. Tal reproche no sería tan grave si no fuera porque sirve desde hace algunas décadas a cierto sector conservador para rebajar el mérito de la obra brechtiana, tachándola de ingenua, ilusa y carente de perspectiva crítica para con un régimen a todas luces dictatorial. Sin embargo, lo cierto es que dicha denuncia carece, al menos hasta cierto punto, de fundamento. No hay que olvidar que la actitud de Brecht hacia la Unión Soviética, y en especial hacia Stalin, no dejó nunca de esconder una posición marcadamente escéptica. Por otro lado, y en palabras de Roland Barthes, «la grandeza de Brecht, y también su soledad, consiste en que inventa sin cesar el marxismo». De este no toma Brecht un determinado contenido político, sino un método, una cierta forma de ver la realidad que aplica luego, con fecundos resultados, a su teatro. Tal método es la dialéctica materialista.
En cualquier caso, y dejando a parte las críticas puntuales ya mencionadas, Bertolt Brecht es a día de hoy proclamado, de modo casi unánime, como el mayor renovador de la teoría y la práctica teatral desde tiempos de Aristóteles. De hecho, tal consideración es perfectamente pertinente, por cuanto el teatro de Brecht es antes que nada un teatro que rompe de manera absoluta con el orden aristotélico. Y con el orden burgués, por supuesto. Y aquí radica su novedad: porque si la literatura anterior, incluso en sus expresiones más revolucionarias, pretendía representar más o menos miméticamente el mundo, retratar al hombre de tal modo que el lector o espectador pudiera ser exhortado por la vía empática hasta alcanzar la catarsis o purificación, el objetivo de Brecht pasa, al contrario, por alejar al espectador de la fábula, mantenerlo al margen, con el fin de permitirle alcanzar una perspectiva racional sobre los acontecimientos, una distancia crítica que le permita aprehender, mediante la razón, los procesos dialécticos que rigen los hechos que se muestran en escena y los de su propio tiempo. Citando al mismo Brecht, si se quiere «tener el poder y la posibilidad de producir unas reproducciones eficaces de la realidad, el teatro debe conectar con la realidad». Pero no basta con reproducir lo existente: este proceso debe conducir, inexcusablemente, a su transformación.
Brecht llamó a este nuevo género teatro épico, por oposición al teatro dramático y al trágico, así como al género lírico. El teatro épico no es un teatro de hechos, sino de ideas. Es por ello que sus personajes expresan contradicciones esenciales e irresolubles en las que el espectador debe tomar partido. También es debido a ello su carácter gestual, por cuanto, como dice Walter Benjamin, el material del teatro épico no son acciones, sino situaciones. Imaginemos, según nos propone Benjamin, una escena familiar: la madre está a punto de arrojar un bronce a su hija, mientras el marido abre la ventana para pedir ayuda; llega entonces, de improviso, un extranjero. Esa será la escena que verá: los muebles revueltos, las caras descompuestas, una mujer sujetando un bronce, una ventana abierta. En las mismas circunstancias debe encontrarse el espectador o lector del teatro épico. No debe presenciar acciones, sino situaciones, «situaciones que, cobrando una figura u otra, son siempre las nuestras. No se las acerca al espectador, sino que se las aleja de él. Las reconoce como las situaciones reales no con suficiencia, tal en el teatro naturalista, sino con asombro. Esto es, que el teatro épico no reproduce situaciones, más bien las descubre». Y descubrir una situación significa romper la acción, lo que Brecht logra principalmente mediante la continua intercalación de canciones en sus obras, evidenciando y acentuando los procesos dialécticos que rigen su desarrollo.
Madre Coraje, escrita por Brecht en el año 1939 durante su exilo de la Alemania Nazi, es una magnífica muestra de teatro épico, abundante en contradicciones y en procedimientos de distanciamiento. La pieza, redactada a comienzos de la Segunda Guerra Mundial, toma como escenario precisamente un paisaje bélico, aunque en este caso se trate de la Guerra de los Treinta Años, en el S.XVII (la lejanía histórica es otro método utilizado por Brecht para marcar la distancia entre el espectador y la acción narrada). La protagonista de la obra, Madre Coraje, recorre en ella, junto a sus tres hijos bastardos y un carromato, los campamentos militares de los protestantes, donde aprovecha el caos reinante para vender productos y hacer negocios. Y aquí aparece una de las grandes contradicciones de la obra, puesto que Madre Coraje se verá escindida, cuadro tras cuatro, entre, por un lado, el amor sincero e incondicional hacia sus hijos y, por el otro, su naturaleza negociante, ávida siempre de ganancias. La incapacidad para tomar una resolución hacia uno de estos extremos, para entregarse totalmente a un amor maternal que contrarreste los deseos materiales, la llevará a contemplar como la tragedia se traza en torno suyo.
Pero Madre Coraje encarna solamente la quintaesencia de una contradicción mayor, que constituye el auténtico tema de la pieza y que recorre incesantemente sus páginas. Tal contradicción afecta por igual a todos, o a prácticamente todos, los personajes que intervienen en mayor o menor medida en el desarrollo de la obra, desde Madre Coraje hasta el predicador que la acompaña, desde el cocinero que pretende seducirla hasta la prostituta Yvette, pasando igualmente por soldados y campesinos. Todos ellos comparten, por así decir, su condición parasitaria frente a la guerra. A veces la critican, es cierto, otras veces la censuran, pero ni en un solo momento ninguno de ellos está dispuesto a participar activamente para propiciar su final. Porque, como canta en cierta ocasión Madre Coraje con quebrantadora aspereza, «la guerra es sólo un negocio más». Poco importa que maldiga la guerra ante la violación de su hija: cuando se produzca, poco después, un breve simulacro de armisticio, no dudará en exclamar: «¡La paz me mata!». Esta es la deplorable contradicción de Madre Coraje, puesto que cuando el lema de su protagonista, según el cual «la guerra alimenta mejor a sus hijos», lleve a sus vástagos a la tragedia, ella percibirá su desgracia como un infausto e inevitable destino. Pero en realidad, nos avisa Brecht, no se trata de nada de eso. Ya que, como reconoce la misma Madre Coraje, «la guerra se muere sin gente». Algunos años antes, en 1933, Brecht había escrito, en su «Loa de la dialéctica», los siguientes versos:
¿De quién depende que siga la opresión? De nosotros.
¿De quién que se acabe? De nosotros también.
¡Que se levante aquel que está abatido!
¡Aquel que está perdido que combata.
¿Quién podrá contener al que conoce su condición?
El problema es que los personajes de Madre Coraje conocen demasiado bien su condición. Todos ellos deben a la guerra su prosperidad, aún más incluso que su desgracia. Tanto es así, que no dudan en defender la guerra con los argumentos más variopintos, aunque luego lamenten hipócritamente sus resultados. Así, por ejemplo, el predicador, que no vacila a la hora de hacer un alegato a favor de la guerra, puesto que es «una guerra de religión … en la que se lucha por la fe y que, por consiguiente, resulta agradable a Dios», o de preguntar «¡Piénselo! ¿Qué podría haber contra la guerra?», tampoco dudará en cambiar hábitos y consignas cuando caiga en territorio católico, o en sermonear a los demás con palabras como estas: «Pero cuando veo tratar la paz como un trapo viejo lleno de mocos, con dos dedos, me indigno como ser humano; y es que entonces veo que usted no quiere la paz sino la guerra, porque gana con ella». También el cocinero, que ante las cínicas palabras del predicador respondía con indignación que la suya «es una guerra en la que se incendia, se acuchilla y se saquea, sin olvidar alguna que otra violación, pero [que] es diferente de todas las otras guerras porque es una guerra de religión», exclamará más adelante que está «harto de la paz», y que los de la guerra eran para él «buenos tiempos». Incluso Yvette, obligada por la guerra a prostituirse, encontrará en ella la ocasión de casarse con un viejo coronel y de prosperar así socialmente.
Solo Kattrin, la hija muda de Madre Coraje, aporta un poco de luz a las amargas contradicciones de esta pieza teatral. La mudez de Kattrin, provocada justamente por la guerra, puede leerse sin ningún problema como la consciencia silenciada, pero jamás aplacable, de la sociedad sometida. Kattrin encarna también la maternidad y la fertilidad truncadas por la guerra, primero debido a su afonía, luego a las atroces marcas que la violación le ha dejado. Ella, como sus fallecidos hermanos, está exenta de contradicciones, quizá porque todos ellos representan una nueva generación de hombres, capaz tanto de asumir como de rechazar los errores de sus precursores, de sus padres. Y eso último será lo que hará Kattrin. Privada de su voz, así como de la posibilidad de satisfacer sus instintos maternales, cuando vea la guerra acechar amenazadoramente la ciudad católica y a los niños que en ella residen, estallará en una ola de espontánea heroicidad, y mediante el redoble de un tambor avisará, ante la mirada asombrada de unos campesinos y aun a costa de su propia vida, los desprevenidos habitantes de la ciudad. Kattrin habrá así superado las contradicciones inherentes a la obra y actuado en pro de la humanidad, al margen de patriotismos e intereses. Su sacrificio no será en vano: no solo salvará la ciudad del sangriento ataque, sino que abrirá la puerta a un nuevo momento para el hombre, y pronto su mensaje de esperanza tomará relieve en el joven hijo de los campesinos, que animará su acción con gritos de entusiasmo. Con Kattrin la contradicción alcanza su fin, y se prepara el terreno para el cambio. Pero solo de los hombres depende que tal cambio llegue a ser una realidad.
Para Madre Coraje, sin embargo, el momento ha pasado. Perdidos todos sus hijos (marcados con cruces negras ya al principio de la obra), la contradicción ha acabado devorando lo que de bueno había en ella. Ni en su vástago Eilif puede poner la esperanza, puesto que aunque ignora su muerte, intuye sin embargo la inevitable ruina del joven soldado. ¿Qué hacer? «Tengo que volver a los negocios», sentenciará, con desolado afán, ante el cuerpo sin vida de su hija. Pero ¿qué negocios quedan para esta madre huérfana de hijos? Como una letanía, la terrible voz de la guerra retoma entonces, a lo lejos, su tonada sonámbula e inagotable.