Revista Cultura y Ocio
Así se titula el libro de Robert Graves que acabo de leer. La edición es de la editoral londinense Cassell & Co, y se publicó en 1965, aunque el trabajo más importante que contiene, Why I live in Majorca ("Por qué vivo en Mallorca"), vio la luz por primera vez en 1953. El libro, en tapa dura, contiene numerosas ilustraciones de Paul Hogarth, en opinión del poeta, pintor y crítico de arte John Berger, el artista gráfico británico de su tiempo que mejor describía con sus dibujos. Y es cierto: sus apuntes, a lápiz, son deliciosos: los trazos, finos y precisos, llenos de instantaneidad y temblor, transmiten una Palma muy distante —y distinta— de la actual, pero impregnada de una melancólica viveza. (Hay, recuerdo, un libro que se parece a este: una guía de Barcelona, de Camilo José Cela, cuyas estampas, escritas y dibujadas, me transportan a la ciudad de mi infancia, con sus persianas verdes en los balcones, sus granjas y chocolaterías, sus niños con pantalones cortos y sus urbanos con casco blanco). Compré Majorca observed en la charity shop de Oxfam de Marylebone el 25 de mayo: Oxfam es la organización de caridad que más y mejores libros tiene en sus establecimientos, y yo nunca dejo de repasarlos bien. Me costó cinco libras, un regalo. El libro está impecable, salvo por un chafarrinón en la camisa, causado por una tira de celo. Los que ponen celo en los libros deberían ir a la cárcel. El celo es un producto tóxico: las sustancias adhesivas que contiene se oxidan con el tiempo y manchan horriblemente el papel, además de que resulta imposible quitarlo sin romperlo. El volumen aún conserva una tarjeta de cortesía del Bloomsbury Centre Hotel, With the Compliments of the Manager ("con los saludos del director"). Pero no se trata de un regalo: alguien, el manager u otra persona, había escrito en la misma tarjeta peruse and return: "leer y devolver". Me gustaba la idea de que, en Londres, en otro tiempo, los directores de hotel obsequiasen libros a sus huéspedes —hoy solo regalan, en el mejor de los casos, manzanas—, pero me equivocaba: Majorca observed era solo un préstamo. Del libro también me atrajo, como es natural, quién lo había escrito, Robert Graves, autor de algunos libros que me han hecho disfrutar mucho, como Adiós a todo eso, su autobiografía de juventud, en la que relata, con escalofriante pero irónica minuciosidad, su participación en la Primera Guerra Mundial como teniente de los Fusileros Reales de Gales, y su posterior salida de Inglaterra, en 1929, para instalarse, precisamente, en Deià. Graves es también el autor de otros volúmenes excelentes, como Yo, Claudio, que dio pie a la mítica serie homónima, protagoniza por el gran Derek Jacobi, y que ni mis padres ni no nos perdíamos nunca en la televisión en blanco y negro de los 70; y Los mitos griegos, en los que he aprendido casi todo lo que sé de mitología, aunque mis maestros siempre nos recordaban que el compendio de Graves era una racionalización de los relatos originales y que, en consecuencia, había que leerlo con cautela. Curiosamente, el aspecto de la producción literaria de Robert Graves que menos me interesa es su poesía, aunque él se tuviese, en primer lugar, por poeta (como tantos otros grandes novelistas, como Cervantes, Faulkner o Cortázar). Graves murió en 1985 y no tuve ocasión de conocerlo. Pero sí conocí a uno de sus hijos, Tomás, cuando fui a presentar el primer libro de Agustín Fernández Mallo, Yo siempre regreso a los pezones y al punto 7 del Tractatus, cuyo prólogo había escrito yo, en Palma de Mallorca. Agustín tenía entonces una hermosa casa en Deià, en la que me invitó a alojarme. Aquellos días comimos platos de la tierra, hablamos hasta que nos dolía la lengua (sobre Wittgenstein, pero también sobre muchos otros asuntos) y recorrimos buena parte de la isla en un Alfa Romeo descapotable verde de los sesenta que Agustín conducía con la desenvoltura de un playboy. Deià ya no era el paraíso de mar y silencio que había conocido Robert Graves al instalarse allí, cuando en España todavía mandaba Primo de Rivera, sino un lugar atropellado por el turismo de garrafón y los hippies que habían sobrevivido al LSD y que perduraban, en un estado próximo a la fosilización, en las callejas y chiringos del pueblo, pero en el que aún podía reconocerse el encanto de un pueblo pescador, varado en la quietud dorada y azul de la Sierra de Tramontana. Majorca observed reúne los más importantes trabajos de Robert Graves sobre la isla de Mallorca: al ya mencionado "Por qué vivo en Mallorca", de 1953, se añaden una posdata de 1965; un largo artículo sobre los chuetas, los judíos mallorquines; dos, en forma de carta y de boletín escolar, respectivamente, sobre las escuelas en la isla (la educación de sus hijos fue el principal problema que hubo de afrontar el matrimonio Graves en Mallorca: "los colegios —escribe— llevan medio siglo de retraso: los horarios van de las 7.30 de la mañana a las 7.30 de la tarde, las comidas son espartanas y, en general, no se organizan juegos. Las lecciones se aprenden de memoria, sin que se dé ninguna explicación"); y el ensayo que antepuso a su traducción de Un invierno en Mallorca, de George Sand, entre otros textos menores. En todos ellos brilla la erudición, la claridad expositiva y el sentido del humor, inconfundiblemente anglosajones, del autor de La diosa blanca. Y todos me han permitido aprender algo. Por ejemplo, que el consulado británico en Mallorca estuvo en manos de los chuetas desde 1667 hasta principios del siglo pasado, porque, a diferencia de los españoles, empeñados en expulsar a los judíos de su terruño católico, los ingleses preferían beneficiarse de sus aptitudes financieras, comerciales y lingüísticas, y nombrarlos cónsules en muchos lugares del mundo. O que ni George Sand ni Chopin habían tenido una experiencia tan agradable en la isla como dice la leyenda. De hecho, fue pésima: los mallorquines odiaban a Sand ("la más inmoral de los escritores y la más inmunda de las mujeres", resumía el semanario La Palma en 1841) y Sand odiaba a los mallorquines, a los que consideraba "unos desgraciados supersticiosos, monos, caníbales, ladrones e hijos bastardos de los lascivos e hipócritas padres cartujos, cuyo principal placer consistía en seducir a las mujeres casadas que acudían a sus confesonarios" (cito y traduzco de Graves: que no se me enfaden mis amigos isleños). La situación de Chopin no era mucho mejor, aunque no detestaba a los mallorquines como su amante: enfermo de tuberculosis y acosado por un terrible sentimiento de culpa —"católico-polaco", especifica Graves—, se moría de frío en las espartanas celdas de la abandonada cartuja de Valldemosa, en uno de los peores inviernos que se recuerdan en la isla. El libro, no obstante, también contiene errores, como los muchos de la acentuación ("Consistoriál" "Marti", "Alonzo", "Vasquez", "frémasón", "Tio Pepe") y, sobre todo, el pertinaz de considerar el mallorquín "una forma del francés provenzal", en lugar del dialecto del catalán que realmente es. Lo que más me ha gustado del libro ha sido una cuestión que me atrevo a considerar personal. En la posdata de 1965 a su relato de las razones que lo llevaron a vivir en Mallorca, Graves consigna las atracciones turísticas que convocaban entonces a masas de visitantes a la isla, entre ellas las cuevas del Drach, en Porto Cristo. Así describe el inglés la visita: desembarcados de los autobuses que los transportan, los turistas entrarán en las cuevas, donde los guías les explicarán por megafonía, en tres idiomas distintos, a qué se parecen las estalactitas y estalagmitas de la gruta: la tumba de Napoleón, la tienda árabe, la fragata...; luego escucharán, desde las orillas a oscuras de un lago subterráneo, la barcarola interpretada a la luz de unas velas por una orquestina que se deslizará en barca ante ellos, y por fin se pasarán una hora esperando a que otra barca los saque de allí, en tandas de veinte personas. Pues bien: eso es exactamente lo que recuerdo yo de la visita que hice con mis padres, allá por 1966 o 1967. Eran las primeras vacaciones de mi familia. Aún veo las tinieblas de la espelunca, quebrada por las luces que bailaban en las formaciones calcáreas, la tersura inmóvil del agua y, sobre todo, las notas de los músicos barcarólicos. (Por fortuna, la serenata no se vio interrumpida por otra barca, de la Guardia Civil, que llamase al alguien del público, como sucede en El verdugo, de Luis García Berlanga). Aunque mis padres y yo formásemos parte de aquellas detestadas multitudes de turistas, haber compartido la experiencia descrita por Graves me hace sentir una extraña cercanía con él. Que haya narrado algo que forma parte de mis más antiguos y entrañables recuerdos, me hunde en su narración, como si yo también fuera él, como si yo también fuera un personaje, real o imaginado, de su existencia. Y eso, lejos de disgustarme, me ratifica en que la literatura es una forma privilegiada de vincularse con el mundo: con las otras almas que uno, sin saberlo, ha sido.