Revista Cine
Director:Hugh HudsonGuión: Colin WellandMúsica: VangelisFotografía: David WatkinReparto: Ben Cross, Ian Charleson, Nigel Havers, Cheryl Campbell, Alice Krige, Ian Holm, John Gielgud, Lindsay Anderson, Brad Davis, Dennis Christopher, Nigel Davenport, Peter Egan, Patrick MageeAbrumado por la buena acogida que tuvo entre el público su producción, “El expreso de medianoche” (Midnight Express, 1978), pero decepcionado por los resultados de su fábula norteamericana, The Foxes (1980), el productor David Puttnam regresó al Reino Unido decidido a hacer una película inequívocamente británica y que, a su vez, fuera un canto a los valores humanos en los que él mismo creía. «Quería hacer una película del estilo de Un hombre para la eternidad sobre alguien cuyas acciones no se guiaran por criterios de conveniencia.» El resultado fue lo que él mismo denominaría más tarde «un cuento de la Cenicienta al cien por cien», que se convertiría en la película extranjera que había obtenido mayor éxito de taquilla en los Estados Unidos hasta la fecha.Carros de fuego sirvió para demostrar que no era necesario que los productores británicos optaran por soluciones de compromiso —casi siempre arriesgadas y a menudo insatisfactorias— con los gustos dominantes al otro lado del charco y que se podía alcanzar el éxito con unas temáticas autóctonas, siempre y cuando el presupuesto fuera modesto y el tratamiento eficaz. La película, que cuenta con unas interpretaciones muy conseguidas, un tema musical algo anacrónico, pero enormemente pegadizo, y un atractivo acabado visual (marca de la casa de su director, un publicista reconvertido en cineasta), proporcionó aliento e ilusión a un público cinematográfico que llevaba bastante tiempo privado de ambos.Nominada para siete premios de la Academia, y ganadora de cuatro de ellos, incluidos los de mejor película y mejor canción original, el éxito obtenido por el film indujo a Collin Welland —ganador del premio al mejor guión— a pronunciar su famosa advertencia a los miembros de la Academia: «cuidado, que vienen los británicos». Aunque esta amenaza, proferida con ferviente entusiasmo, no se materializaría en años sucesivos, Carros de fuego se aseguró un lugar en la historia de la cinematografía británica, al conseguir restaurar, aunque fuera momentáneamente, la fe en la industria autóctona tras una década en la que, tanto las estadísticas de producción, como los niveles de calidad artística, parecían indicar una situación de declive inexorable.