La avalancha de casos demoníacos, de apariciones directamente salidas de los infiernos, ha llevado al arzobispado de Madrid a una sabia decisión, quizá tardía pero no por ello menos valiente y decidida: la formación, acelerada, de exorcistas. Sí, exorcistas. Tal cual. El objetivo es que una persona u objeto (¡objeto!) pueda ser liberado de la influencia del Maligno y sustraído de su dominio. Hasta aquí parece todo muy razonable y pío.
El exorcismo es una profesión en alza, una de esas que nacen amparadas por la crisis. Y no es de extrañar, cuando las calles empiezan a oler a azufre, con un Gobierno tóxico y el villano perfecto, que ha vuelto para exacerbar nuestros instintos más insanos. Y, curiosamente, el debate ha tomado un derrotero más malicioso que maligno: ¿se ha tatuado finalmente el bigote sobre esos labios inmóviles? El equipo de exorcistas tiene ante sí una labor de titanes: investigar con rigurosidad la cuestión, hablar con millones de testigos que lo vieron al mismo tiempo en todas partes, que oyeron cómo sus palabras, ya sin bigote al que asirse al salir a la superficie, se enredaban en el aire para desdibujarse en un siseo alcohólico.
El Maligno se erige como el instigador y ejemplo de la podredumbre reinante, de la corrupción, la manipulación de los medios y los fines. Cuando nos dicen que no hay infierno, nos vuelven a engañar como con las preferentes, con la deuda, con las comisiones. Y es que el infierno está aquí, entre nosotros, en cada desahucio, en cada inmigrante sin cobertura sanitaria, en cada esquina donde un pobre pide migajas y lo hace en un limbo, que resulta que tampoco existe, donde adormecen las conciencias mientras se privatizan los restos. Si no erran en el objetivo, los animosos chicos de Rouco no conocerán el descanso. Aunque si quieren cortar por lo sano, lo más práctico será que busquen en las declaraciones de Hacienda. Amén.