Joaquín Solís trabaja como vendedor telefónico en la empresa Telemarketing. Anteriormente, estaba empleado en un centro de enseñanza, del que fue despedido por su excesiva afición a los niños. Muy cerca de él se encuentra la única compañera con la que mantiene un tímido conato de amistad: la boliviana Gabriela Bernal, que dejó en Cochabamba a su madre y su hijo, a quienes envía mensualmente dinero. Un día, Joaquín escucha cómo el teléfono al que llama es descolgado por un niño, quien se disculpa por no poder pasarle el auricular a su madre, pues está durmiendo la siesta. A partir de ese momento, encandilado por el tono dulce y angelical de la criatura, Joaquín comenzará a insistir en sus llamadas, recibiendo siempre la misma excusa: la madre no se puede poner al aparato porque se encuentra dormida. Y él, después de pensarlo con intensidad y de sopesar los pros y los contras, decide pedirle al niño la dirección de la casa y acercarse hasta allí, para entregarle personalmente a su madre (es la excusa que esgrime) los folletos informativos que no puede glosarle por teléfono. Desde ese instante, nadie vuelve a ver en el trabajo al solitario y atormentado Joaquín.
Con ese planteamiento, en el que la perturbación mental, el misterio y la pedofilia se aúnan de forma inquietante, Beatriz Olivenza esculpe ante nuestros ojos la narración Mamá duerme la siesta, que obtuvo el XXXII premio Felipe Trigo y que publicó el sello Algaida. La historia, magistralmente contada y con una dosis creciente de tensión, nos lleva hasta un final donde la piel del lector se estremece y donde la saliva desciende por la garganta a borbotones, porque descubrimos cuánto de enigma, ciénaga y oscuridad se puede esconder en el corazón de quienes nos rodean. Y en sus casas. Memorable.