Mándame fotos, hija. Que así te veo. O sube algo.
Es un reclamo habitual de mi madre. Sencillo, pero que incumplo constantemente. No es que no quiera, es que no encuentro el qué, el cómo, el para qué. Nos hemos acostumbrado a la distancia, a las llamadas, a los mensajes de voz que tan cómodos le parecen y que no sabe finalizar. Nos vemos cuando el trabajo, la salud, los kilómetros y la vida nos lo permiten. Pero durante todo ese impasse, ella necesita ver a su hija. Yo a veces trato de explicarle que la rutina de mis días no tiene nada de fotografiable. Que mis trabajos son variados, no así mis hábitos. Así que con el tiempo se ha convertido en una ladrona de guante blanco de fotos de instagram. Sabe que esas fotos no representan más que unos minutos de un día cualquiera, pero como buena madre, en cada una detecta una mala noche, una risa contenida o una preocupación no manifiesta. Menudas son ellas.
Los mejores días no caben en una foto, ni en diez. Desbordan tanto por cada esquina que resulta imposible retenerlos en algo tan estático como una imagen. Los peores, ¿quién quiere recordar los peores?. La mayoría de los días no tienen nada de especial. Son sencillos, lineales, con sus pequeños momentos de felicidad regalada. Porque la felicidad no viene de serie. Por defecto somos pantallas en modo suspensión, consumiendo poca energía, reservándola para los momentos que la requieren. Pero en el momento menos esperado, un mensaje, una llamada, un abrazo o una foto cualquiera nos regala un pico de serotonina que nos saca de golpe de la más profunda hibernación.
Por eso, una foto en la que posas mientras te tomas un café una mañana soleada de invierno, puede ser más que suficiente para quien tiene ganas de verte.
Estás ahí, te echaba de menos.
Mañana vuelvo por aquí a buscarte.