Pilar Manjón ha caído del altar que le erigió parte de la opinión pública tras el 11 de marzo de 2004, cuando diez explosiones en cuatro trenes de cercanías de Madrid mataron a 191 personas, entre ellas a su hijo Daniel, estudiante de 20 años.
Su discurso con reproches a los políticos en una comisión parlamentaria la hizo famosa; muchos ciudadanos vieron en ella a una heredera de Pasionaria, la luchadora comunista fiel al estalinismo hasta pocos años antes de morir, en 1989.
Diez años y cuatro meses después del 11M, debida según la Audiencia Nacional exclusivamente a yihadistas, Manjón, publicó en Twitter: “Odio al negro de la Casa Blanca. Quiero a mis niños asesinados en Gaza. Quiero que la P de su mujer retire el vídeo de las niñas secuestradas”.
Las niñas son las más de 200, mayoritariamente cristianas, secuestradas en Nigeria por Boko Haram, casi los más brutales terroristas islamistas, para venderlas como esclavas sexuales.
La diosa del dolor elevada por tanta gente apareció así como una racista cargada de odio, desprecio al débil y ciego resentimiento.
Muchos de nuestros dioses en realidad son fantoches que nos hemos creado y que suelen terminar igual: el mismo Obama, premio Nobel de la Paz de 2009, poco después de tomar posesión como presidente estadounidense, defiende con la guerra los intereses de su país, y no convencia a nadie porque todo lo hace con tibieza.
Su triunfal “Yes, We Can”, “Sí, Podemos”, fue copiado por Pablo Iglesias Turrión, nuevo dios que para los perspicaces enseña su peligrosa patita de lobo bajo la puerta, como acaba de hacer el superdios patriótico catalán y defraudador con su famiglia y partido, Jordi Pujol.
Construimos dioses, recuérdese el culto a la ceja de Zapatero, y terminan en el ocaso de los Nibelungos, de Wagner: desaparece Sigfrido y cae la morada de todos esos dioses, incluyendo finalmente al grandioso Odín-Manjón-Obama-Pujol-etcétera.
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