No uso perfume.
Yo soy perfume.
Parecerá una figura poética, pero lo digo en sentido literal: mi cuerpo exuda aroma.
No siempre el mismo. Me habría gustado tener una “marca de la casa”, un solo perfume, único, irrepetible. Pero lo que tengo es una colección viva, cambiante, impredecible… aunque siempre exquisita.
Mi infancia fue una sinfonía de olores. Flor de azahar en los campos vecinos, el jabón de espliego de la abuela, agua de rosas en la bañera de mi madre, ramos de romero y lavanda adornando la casa… Aromas que me envolvían como una segunda piel.
Crecí rodeada de fragancias tan complejas que desarrollé un don. Distinguía cada matiz, incluso los más leves o desagradables. Me convertí en una nariz. Hoy, soy una créateur de parfums en París. El perfume es mi vida.
Yo misma soy perfume.
Fue mamá quien lo notó primero. Si estaba feliz, mi cuerpo creaba un halo floral —jazmín, rosa blanca, mimosa— que se expandía por la habitación. Si me sentía tensa, la fragancia se tornaba cítrica: bergamota, lima, limón, y ese filo de fresia que anunciaba tormenta. Mis emociones aromatizaban el aire. Había días en que podía perfumar una ciudad entera sin salir de casa.
Era un don hermoso. Inofensivo. Hasta que me enamoré.
Mi primer amor… Y mi primer cadáver.
El poder se multiplicó. Emitía lirios, frutas maduras, gardenias. Fragancias dulces, sedosas, nuevas. La pasión trajo consigo el calor del sándalo, la caricia del narciso, la embriaguez de las lilas. Nos envolvimos en un torbellino de terciopelo aromático.
Y entonces, tras el clímax, ocurrió.
Él sonreía. Inmóvil. Desmadejado sobre mí.
Lo toqué. No reaccionó.
Lo sacudí. Nada.
Y llamé a mamá.
Pensamos en un fallo del corazón. Era joven, sano. Queríamos creerlo. Pero el segundo, un compañero de la facultad, confirmó lo que mamá ya sospechaba:
mi perfume los mataba.
Nos deshicimos del cuerpo.
Elegí el celibato. Viví recluida en mis aromas acuáticos: lirios de agua, albahaca, notas limpias. Bellas, sí, pero distantes. Aún así, aquella fragancia espesa y almizclada seguía flotando en las calles. La prensa la bautizó como La Noche Perfumada. Nadie sabía la verdad. Solo mamá. Y yo.
El tercero… también fue ella quien me ayudó. Yo ya no podía más. Prometí no repetirlo jamás.
Ese cuerpo duerme en el jardín de mamá.
Con el tiempo, me convertí en una perfumista célebre. Nadie se sorprendía de que siempre oliera bien. Era mi talento. Mi escudo.
Los años pasaron. Perdí a mamá en un accidente. Dolió. Mucho. Pero seguí. Rutina. Éxito. Control.
Hasta ahora.
Me he enamorado.
Locamente.
Profundamente.
Intento mantener mi don a raya, pero es tortuoso. Mi aroma se descompone, se enrarece: pimienta negra, mandarina, sombra. Y otra vez, inevitablemente, el sándalo. Otra vez ese perfume denso, embriagador, fatal.
Y no he podido evitarlo.
Estoy enamorada.
Y no he podido evitarlo.
Hoy, tras la ensoñación, lo observo.
Sonríe. Desnudo. Inmóvil.
Le acaricio la cara.
No responde.
Lo abrazo una vez más. Brevemente.
Ya no está mamá.
Y me tengo que deshacer del cuerpo.
Otra vez.
Como la mantis.
Hermosa.
Letal.
Perfumada…

