Barcelona. Una tarde cualquiera de un mes cualquiera. Seis hombres que superan la treintena en seis encuentros necesarios, fortuitos o no, que funcionan como un espejo en el que reflejar sus miserias. Seis pálidas miradas, tan patéticas como cercanas. Identificables, sinceras, destinadas a sonrojar a las de su especie. Porque si algo necesita el cine de Gay es la predisposición de su público a dejarse intimidar, eso sí, con una copa de vino para que entre broma y broma el hachazo duela menos. Y es de aplaudir la entrega con la que el respetable se enfrenta a Una pistola en cada mano. Sin escudos, con una pudorosa sonrisa que en ocasiones se disfraza de carcajada.
Al Rey lo que es del Rey. Cesc Gay vuelve a repetir fórmula y a pesar de ello no resulta agotador. La estructura narrativa se asemeja a la de la espléndida En la ciudad (2003) aunque aquí los diferentes episodios cuentan con un final si no tenemos en cuenta la forzada secuencia que cierra la película. Cada jugada con la que el cineasta quiere demostrar la diferencia de sexos en términos sociológicos está bien estudiada. No ha sido necesario adaptar ningún texto sino poner en boca de un soberbio elenco las vivencias de cualquier viandante de cualquier país desarrollado en los tiempos que corren. Si bien es cierto que esas palabras adolecen de un contenido más crítico con la sociedad en la que se desarrollan, Gay opta por distinta senda y se centra en el existencialismo del macho de a pie.
Para disfrutar al completo de Una pistola en cada mano, hemos de dejar a un lado el sexismo machacón de la obra. La generalización expuesta debe entenderse como crítica de refuerzo positivo y no ir en su propio detrimento. Partiendo de esta premisa, el cineasta catalán logra aunar en cinco episodios verdades como puños. Que el sexo masculino difiere en un alto grado del femenino ya lo sabíamos y Gay no viene a crear cátedra sino a sentenciar que la idiotez masculina se puede escribir con mayúsculas en cuanto el hombre no quiere etiquetar su conducta. El hermetismo de sus sentimientos.
En cada uno de los episodios que conforman la cinta somos testigos de que en el pulso entre la pasión y la razón siempre gana el mismo. El "desgraciado global" (Eduard Fernández), aquel que no encuentra su sitio en el mundo pero que sirve de colchón para el "emergente reventado" (Leonardo Sbaraglia) que encuentra en las penas ajenas el bálsamo para curar sus heridas. El "fracasado inconformista" (Javier Cámara) que trata de redimir sus errores. El "patético cornudo" (Ricardo Darín) obstinado en limarse la cornamenta delante del "diestro por sorpresa" (Luis Tosar), enorgullecido matador al que alguna vez le toca triunfar. El "pardillo golfete" (Eduardo Noriega) que no ve más allá del territorio que marca su miembro. El "fíate de las apariencias"(Jordi Mollá), ese lobo con piel de cordero que se amilana ante otro de su especie: el "macho alfa" (Alberto San Juan), aquel cuya supuesta e impuesta fortaleza le convierten a si mismo en el ser más vulnerable, evitando que los demás se enteren. Todos ellos perdieron el pulso a la razón.
Lo mejor: un reparto que vive todas y cada uno de las palabras que salen de sus bocas.
Lo peor: podía haber sido más ácida.