La vida va y viene, y en ese tobogán de idas y venidas, días y estaciones, el tiempo nos trae otras vidas, otros recuerdos que estaban dentro de nosotros para llegado el momento reclamar su protagonismo. Algo así le ocurrió a Marguerite Duras cuando se enteró de la muerte del protagonista chino de esta novela en el año 1990. De ese amor fragmentado en recuerdos nace esta historia ya narrada en su anterior novela El amante. Una historia que, al contrario que la antedicha, profundiza más en la historia familiar de la autora compuesta por la madre, su hermano mayor, Paulo su hermano pequeño y Thanh, el joven camboyano que adoptó su madre y a quien la escritora dedica la novela. Con un lenguaje entrecortado, fílmico por la brevedad de las frases y la estructura de los párrafos, Duras nos va narrando los momentos y las escenas que vivió en Indochina cuando apenas tenía 15 años. Ese tul del tiempo que lo entrevera todo y no nos deja adivinar con nitidez nuestro pasado es el que la autora aparta para afrontar cara a cara su pasado y ese primer amor del que nunca se recuperó. Quizá no hay nada más perverso que ser víctima de ese primer amor que te marca durante toda la vida si sólo se alimenta de los recuerdos. Pero, en este caso, la icónica Duras juega con él y los destellos que logra captar a través del tiempo y los ecos que éste produce son únicos y magistrales, porque esta reescritura de una misma historia es un texto perfecto y sublime en cuanto a los ecos del pasado que se hacen presentes y su poder de repetición. Pocos autores como Marguerite Duras han logrado dar a la repetición la categoría de esencia. Esencia domesticada por su forma de narrar y dejar en el aire una idea, un espacio o un sentimiento. Una indeterminación de la vida que nos recuerda a cada instante su fragilidad.
El amante de la China del Norte nos sumerge en el mundo de los deseos y los miedos que éstos conllevan cuando se trata de romper barreras temporales y costumbres ancestrales que, sin embargo, serán la razón del fracaso de una relación condenada a morir desde un principio. De ese tormento surge y se afianza la relación entre la niña de quince años y el chino de veintisiete. De su apasionado encuentro nace una oda a ese fanatismo de los sentidos que conocemos como amor. Amor pleno de pasión y llanto, cercanía y distancia, rito y trasgresión. Aquí, Duras convierte a la palabra en algo tan matérico que la transforma en el cuerpo de los amantes, o en la estancia en la que yacen sus cuerpos. Esa forma de ver el pasado y el amor está marcada por la polifonía de los ecos del amor a través de los recuerdos y que, en esta novela, van más allá del amor entre la protagonista y el chino, para desdoblarse a su vez en una elegía del amor. Amor carnal, pero también fraternal. Amor con sus juicios y tragedias que, en ocasiones, llega al amor incestuoso que, narrado por la autora francófona, está exento de todo pecado, por estar abordado desde una postura más cercana a la dicha del que lo da todo —y con ello cubre el tormento y el desasosiego del otro— que al pecado carnal.
La vida que nos plantea Marguerite Duras es una desfragmentación del mundo que siempre anda persiguiendo a los desdichados y sus tragedias. A los hechos puntuales de unas vidas que las marcan para el resto de su existencia. Un mundo en el que la escritora ensalza su capacidad para crear una atmósfera de nostalgia y pérdida a la vez, y donde ambas nos someten a un idilio entre lo que una vez fue y lo que nos es mostrado. Una forma de entender la literatura a la que Duras impregna de grandes dosis visuales con las que llega muy cerca del alma y la memoria del lector, porque como dice el refrán: «Una imagen vale más que mil palabras».
Ángel Silvelo Gabriel.