Vargas Llosa recibiendo del rey Carlos XVI Gustavo de Suecia, el Nobel de literatura
Una de las primeras novelas del Boom, La Ciudad y los Perros, del joven escritor de veintitrés años egresado de la Facultad de literatura de la universidad de San Marcos en Lima, Mario Vargas Llosa, empieza a trazar las líneas maestras de la nueva corriente realista de la novela latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX. El novelista, quien a través de su vida tuvo una pugna kafkiana con su padre, un hombre al que de acuerdo con el testimonio de su madre ―que prefigura de alguna manera la cosmología literaria del futuro escritor―, había muerto siendo el muy pequeño, ve signado su destino al ser forzado a ingresar al Colegio Militar Leoncio Prado, para que según el padre, se quitara esas ideas de marica de la cabeza, a fuerza de un espartano programa de estudios mezclados con el rigor militar del centro educativo. Perú pasaba por ese entonces principios de los años cincuentas, por la férrea dictadura del general Odría.
Vargas Llosa en París a comienzos de los sesentas http://www.mvargasllosa.com/crono_varios.htm
Entre la ferocidad de las órdenes marciales cotidianas, el joven cadete Varguitas comienza a prefigurar su obra maestra con los personajes que le rodean en el internado. Un bravucón ejerce bullying en el muchacho arequipeño; según el novelista, este fue el carácter perfecto para perfilar al Jaguar. Este aluvión de recuerdos de su Perú natal, de la amargura en las profundidades y del hostil universo de poderes crecientes entre sus compañeros de adolescencia en esa atmósfera castrense del internado, permitió que exorcizara al fin aquella herida abierta en esa novela descarnada, y sobre todo, tremendamente realista que ganara varios premios por su estilo deslumbrante.
Mario Vargas Llosa, sí se me permite el sacrilegio, está lejos de ser un escritor innovador. Dueño de una técnica prodigiosa innegable, es capaz de entramar diferentes tiempos dentro de una descripción o línea de uno de sus personajes; las intervenciones de sus narradores recuerdan al narratario la eficacia en el estilo de Hugo, Balzac, Camus, Malraux y su santo patrono Flaubert. Heredero de la novela realista francesa con Flaubert a la cabeza ―es conocido su texto La Orgía Perpetua en el que hace una hagiografía de su héroe literario―, ha confesado que intenta sobre todo, ser verosímil al momento de contar una historia: es un flaubertiano consumado. A Vargas Llosa no le interesa experimentar con lenguajes distintos o estilos confusos, y menos, crear como Kafka, Joyce, Borges o García Márquez universos literarios con profusión barroca. Es inútil esperar en sus novelas un adjetivo o un sustantivo inefable y deslumbrante, como sucede por ejemplo en García Márquez; Vargas Llosa prefiere la concisión, la precisión quirúrgica de un escritor obsesionado con la técnica antes que con la pirotecnia del verbo.
El escritor durante un debate con Fujimori a comienzos de los noventas
Denostado por muchos por representar los ideales de la doctrina neoliberal, luego de militar en las filas de la izquierda en sus primeros años europeos, hizo su conversión hacia el centro-derecha, coincidencialmente por las mismas épocas de un escabroso incidente con el escritor de Aracataca en Ciudad de México, cuándo le asestara un soberbio puñetazo que los distanció por completo. Quizá esa faceta camaleónica de libertario apasionado que se esconde tras un orador vehemente por la política, la economía y los fenómenos de la sociedad, lo han hecho ver ante muchos como un hipócrita y un ciego moral en términos políticos. Los electores peruanos, lanzando por supuesto, una teoría hipotética del psicoanálisis de masas, pudieron haberle cobrado esa “traición” a los idearios del socialismo eligiendo a un siniestro dictadorzuelo de origen japonés, que dirigió con mano de hierro los destinos de la nación inca durante los noventas. Sin embargo, como el escritor mismo dice, los regímenes tanto de derecha como de izquierda, son siempre susceptibles de constreñir los derechos humanos, lográndolo la mayoría de las veces sin esfuerzo.
A partir de su novela relativamente reciente, La Fiesta del Chivo, que muchos consideran junto a Conversación en La Catedral, La Guerra del Fin del Mundo y La Ciudad y Los Perros, como una de sus obras fundamentales, su estilo ha oscilado entre el deslumbramiento ante el arte consumado de un narrador efectivo y un ensayista preocupado más por el mundo contemporáneo que por lo eminentemente literario como sucedió con su libro La Tentación de lo Imposible sobre Los Miserables de Víctor Hugo. Al analizar fenómenos como la sociedad contemporánea en La Civilización del espectáculo, Vargas Llosa se muestra ciertamente ingenuo en diseccionar ciertos asuntos que no le competen a su oficio literario.
La concesión del premio Nobel de literatura en 2010, en el que huelga decir tuvo mucho peso su postura política ante lo eminentemente estético; cosa que en los recientes premios, infortunadamente ha brillado por su ausencia, a excepción del gran poeta sueco Tomas Tranströmer, al cual se le otorgó el premio por su larga carrera dedicada a la lírica, ausentándose de emitir juicios políticos dada su condición de mudez. Sus novelas tienen como rasgo principal una eticidad, una concepción amoral de un mundo en el que sus personajes se ven condenados a fracasar sistemáticamente al intentar cambiarlo. Esto es un evidente rasgo de su febril ambición realista. Se puede rastrear la rebelión ante el orden establecido en los argumentos y caracteres de sus novelas y personajes.
El Sueño del Celta, cuenta la historia de Roger Casement, activista en pro de los derechos de los esclavos africanos y trabajadores de las caucheras en Sudamérica, ejecutado por la corona británica bajo sospecha de rebelión soportando a los rebeldes irlandeses del Sinn Fein, además de sus agravantes rumores de sodomía; en El Héroe discreto (2013), Don Rigoberto, personaje de una de sus novelas se niega a ser extorsionado por un grupo criminal peruano, en una valiente decisión moral e individual que prefigura su destino. Se puede decir cualquier cosa de Vargas Llosa, menos que traiciona la estética realista de la novela francesa del diecinueve. En alguna ocasión el escritor dijo, que la frase de Flaubert: «Madame Bovary c’est moi», podía aplicársele a él, perfectamente.