¡Hola, Toni!
Fue una verdadera pena que no pudiéramos vernos la semana pasada. Hacía mucho tiempo que tenía marcadas en rojo esas fechas, porque me apetecía de veras que nos viéramos y charlar un buen rato en persona sobre nuestra aventura literaria. Pero ya se sabe que Murphy es un tipo muy cruel y decidió cebarse con mi salud, primero, y, para asegurarse de que la tostada caía del lado de la mantequilla, lo hizo después con mi hijo, desbaratando así cualquier posibilidad de que nos encontráramos.
Ahora ya estamos bien los dos, pero no tengo muy buena combinación para bajar a desayunar o a comer a Antequera desde Barcelona, así que tendremos que aplazar nuestra reunión para una próxima ocasión (que espero sea próxima de verdad).
Tenía varios temas interesantes sobre los que hablar, y, aunque no sea lo mismo que en vivo y en directo, trataré de desarrollarlos por escrito.
Pensaba hablarte, por ejemplo, de una nueva librería que ha abierto las puertas en Barcelona, especializada en autores independientes y en editoriales pequeñas, al estilo de Espai Literari, donde presenté El viaje de Pau hace más de dos años ya, tristemente desaparecida (al menos como librería, si bien continúa como sello editorial). La peculiaridad de este nuevo espacio es que cobra una cuota por exponer los libros. No se trata de una cantidad desorbitada, ni mucho menos, pero el concepto me resulta curioso.
Reconozco que no me gusta, que incluso me molesta. Es tan legítimo como todas esas pseudoeditoriales que cobran al autor por publicar, muchas de las cuales no dejan en absoluto claro que en realidad no son editoriales, sino empresas que buscan el beneficio económico sin atender a la función para la que en teoría se crearon las editoriales. Y precisamente ese mismo aroma es el que desprende esa nueva librería.
Todos sabemos lo chungo que está el negocio de los libros; las muchas presiones que reciben las librerías y lo complicado que les resulta obtener beneficio en un mercado en el que a diario aparecen docenas de novedades reclamando su espacio en las estanterías.
También sabemos que cada vez hay más autores que se lanzan a la autopublicación sin tener ni idea de dónde colocar sus libros. La distribución es un enorme dolor de cabeza, que requiere demasiada dedicación y, a menudo, gastos que un indie no se puede permitir. Que haya una librería que nos reciba con los brazos abiertos es un caramelo muy difícil de rechazar, sobre todo, insisto, cuando no tienes ni idea de cómo funciona el mercado.
Los impulsores del espacio han estado muy vivos, sin duda. Arriesgar con autopublicados puede ser muy romántico pero, probablemente, también algo estúpido. Nadie garantiza ventas mínimas que paguen el alquiler, ni mucho menos un sueldo decente, así que ¿por qué no cobrar a quienes buscan una estantería?
Las puertas de las librerías tradicionales cuesta que se abran a libros sin sello editorial, más aún cuando no reúnen un mínimo de calidad formal. Pero si como autor estás dispuesto a pagar una cuota aparentemente cómoda, quién sabe, quizás acabes petándolo. Sí, si los compradores de libros de Barcelona de repente se vuelven locos y deciden pasarse al mercado indie, y hacer cola ante las puertas del nuevo establecimiento, alguna posibilidad hay.
La pura realidad es que la gran mayoría de quienes se apunten, dentro de tres meses no renovarán la cuota. He hecho unas cuentas rápidas y para no perder dinero tendría que vender cuatro o cinco libros por trimestre. Parece poco, pero tú y yo (y cualquiera que intente vender sus novelas) sabemos que si vendiera cinco libros por trimestre en cada una de las librerías donde tan amablemente los exponen, me podría considerar un autor de mucho éxito.
Aunque la idea no me guste, no tengo nada en contra de sus promotores y, de hecho, ojalá triunfe el modelo y haya una larga lista de autores independientes que se hagan un hueco en el mercado gracias a la iniciativa.
Supongo que habrá no pocos que probarán suerte, atraídos por la posibilidad de que les organicen una presentación en la misma librería, con promoción incluida en la cuota, y por el hecho de que el cien por cien de las ventas son para el autor. Yo, insisto, no le veo el atractivo; no al menos para mí.
Está bien que todo el mundo se busque la vida en torno al negocio editorial, pero, sinceramente, echo en falta una mayor implicación en lo literario. Me asalta la sensación de que aquí todo el mundo busca la manera de hacer negocio y que son pocos quienes llaman a las cosas por su nombre, incluida la honestidad profesional de decirle a un autor que su libro es un truño tamaño diplodocus. Si ese ingenuo proyecto de escritor tiene dinerito fresco para gastar, nadie se lo dirá; al contrario, lo alentarán para que siga adelante.
La autoedición es necesaria. Yo seguiré defendiéndola porque todo el mundo tiene derecho a escribir y a publicar, pero está posibilitando la entrada al negocio editorial de demasiado espabilado con nulas inquietudes literarias.
Escribir bien es difícil. Es realmente complicado conseguir la perfección de un texto sencillo, con las palabras justas y justo las palabras necesarias para transmitir la idea y las sensaciones que cruzaban la mente del autor en el momento en que decidió plasmarlas por escrito. Y es difícil hacerlo de manera única. Aunque todos los temas estén ya más que inventados, el secreto de un texto diferente, que valga la pena ser leído, se esconde en la manera cómo está escrito. El estilo, el sello personal, esa característica casi mágica que provoca que cuando pasamos la vista por esas líneas sintamos que estamos viviendo un momento especial.
Hay una diferencia abismal entre uno de esos textos y los que se escriben a cada minuto y se cuelgan en Amazon o se envían a una imprenta con la vana ilusión de haber creado el próximo best-seller. Nadie lo va a impedir, ni debe hacerlo, pero qué sensación tan diferente provoca leer a un Benjamín Recacha cualquiera (y sabes de sobra que yo no me considero un mal escritor, pero soy el ejemplo que tengo más a mano) o a maestros como Miguel Delibes o John Steinbeck.
Hace un par de semanas que acabé Viajes con Charley, de Steinbeck, y lamenté haberlo hecho, porque experimenté tanto placer leyendo ese libro maravilloso… Lo tengo aquí delante, repleto de páginas dobladas donde se esconden reflexiones que vale la pena releer. No es una novela, sino el relato de Steinbeck junto a su perro viajando a través de Estados Unidos a bordo de una peculiar autocaravana. Es un libro sobre la vida, sobre las personas, los paisajes, la sociedad moderna y la locura colectiva en que ha degenerado nuestra civilización.
Steinbeck no añora tiempos pasados, pero sí pone de manifiesto las absurdas contradicciones en que ha incurrido la humanidad. Y lo hace por contraste, el de los bosques de secuoyas gigantescas, las montañas, las praderas y los lagos, y el de los seres individuales con que se cruza en su camino, con las autopistas, las ciudades arrasadas por la basura, la contaminación y el tráfico, y la masa humana arrastrada por los prejuicios y la falta de empatía.
Es un relato delicioso, cargado de humanidad, de buenos sentimientos y de la sencillez de una persona que, ante todo, amaba la vida. Y está escrito con la sencillez de las obras maestras, con una prosa que baila en la mente del lector, cargada de imágenes poéticas y de palabras que se saborean del mismo modo que se le clavan a uno en las entrañas.
Viajes con Charley es una de esas historias que dejan huella, que uno recuerda entre las imprescindibles, y que a un escritor cuyo mayor deseo es aprender a comunicar como Steinbeck, Delibes o Auster, le hace desear superarse con cada nueva palabra. Porque, amigo Toni, ¿puede haber algo más bonito que la conexión mágica que se crea entre un autor y sus lectores? A mí me dicen que escribo muy bien. Lo agradezco, de verdad, y me gusta oírlo, pero si yo escribo bien, ¿cómo habría que calificar la prosa de Steinbeck? Yo aspiro a eso, por utópico que sea, porque sólo aspirando a llegar a aproximarse al dominio de la expresión escrita de los mejores, se puede mejorar.
“Las ciudades de Estados Unidos son como madrigueras de tejón, bordeadas de desechos, rodeadas de montones de automóviles destrozados y herrumbrosos y casi asfixiadas de basura. Todo lo que usamos viene en cajas de madera, de cartón, en cajones, el llamado embalaje que tanto nos gusta. Las montañas de las cosas que tiramos son mucho mayores que las cosas que usamos. En esto, por lo menos, podemos ver la salvaje e insensata exuberancia de nuestra producción, de la que los desperdicios parecen ser el índice. (…) Me pregunto si llegará un momento en que no podamos permitirnos ya este desperdicio nuestro: desechos químicos en los ríos, desechos metálicos por todas partes y desechos atómicos sepultados en las profundidades de la tierra o hundidos en el mar”.
Sospecho que me habría encantado conocer a la persona que escribió esas palabras, que compartimos una forma de ver la vida muy parecida, y quizás por eso he conectado tanto con este libro. Toda la aventura me ha resultado interesante, pero si me tengo que quedar con una parte del viaje, lo hago con la crónica sobre el conflicto racial en Louisiana. A principio de los años 60 buena parte de la población blanca de los estados del sur no estaba dispuesta a compartir servicios públicos con los negros, y en su viaje, Steinbeck decide hacer parada en New Orleans para asistir a la actuación de las “animadoras”, un grupo de mujeres que, entre las aclamaciones del público, se dedicaba a insultar a quienes acudían a la escuela donde se había puesto en práctica la inmersión racial.
El relato del autor es estremecedor, una crónica en primera persona de un momento histórico que conocemos por las películas, pero que sólo quien estuvo allí podía transmitir en toda su crudeza, y más si se trata de una persona comprometida, de convicciones firmes.
“Tenía el cuerpo revuelto de agobiantes náuseas, pero no podía dejar que me cegara una leve molestia después de haber ido desde tan lejos para ver y oír. Y caí de pronto en la cuenta de que había allí algo equivocado y distorsionado y desenfocado. Conozco Nueva Orleans, he tenido muchos amigos allí a lo largo de los años, gente educada y reflexiva, con una tradición de amabilidad y cortesía. (…) Contemplé a la multitud buscando en ella rostros de personas así, y no los había. He visto gente como aquélla pidiendo a gritos sangre en un combate de boxeo, teniendo orgasmos cuando un hombre recibe una cornada en una plaza de toros, contemplando con anhelo vicario un accidente de carretera, haciendo cola pacientemente por el privilegio de contemplar cualquier dolor o cualquier calvario. ¿Pero dónde estaban los otros, los que tendrían que sentirse orgullosos de pertenecer a la misma especie que el hombre de gris, los que tendrían que estar deseando coger en brazos a aquella niña negra asustada?”
Bueno, lo voy a dejar aquí, que no tengo que convencerte de nada, porque tú también has disfrutado Viajes con Charley. Quiero destacar la cuidada edición de Nórdica Libros y la acertadísima traducción de José Manuel Álvarez Flórez.
Ahora estoy leyendo una novela corta del mismo Steinbeck, titulada La perla. El registro, lógicamente, es muy diferente, pero la prosa es igual de visual y poética. Me está gustando.
Antes de despedirme, igual que he criticado a quienes sólo buscan el negocio, me gustaría dedicar unas palabras a los otros, a los que aprovechan la literatura para generar complicidades y apoyar proyectos y autores alejados de los circuitos comerciales. Es el caso de Ramón Betancor, escritor y periodista a quien no me cansaré de destacar y recomendar, que ha puesto en marcha la iniciativa Redgeneración Literaria, para promocionar a autores canarios que tienen cosas interesantes que contar. Lo más destacable es que en unas pocas sesiones (se reúnen los jueves por la tarde en la sala Quegles de Las Palmas) ha conseguido hacer de esas reuniones literarias un acontecimiento que despierta el interés de un público numeroso.
Gente que construye.
Un abrazo.