Mary Ann Clark Bremer se muestra en cada una de sus apariciones literarias como un espejismo que nos permite interpretar la vida y su sentido de múltiples formas y maneras. Desde su exilio personal y físico en Suiza nos moja los sentidos con palabras que desembocan en la verdad que da cobijo a la soledad y al pasado al mismo tiempo y, como en este caso, los convierte en un viaje contra el olvido, pero también, en otras ocasiones, nos proporciona la incertidumbre que acompaña a la inmensa letanía que protege a la melancolía y a los recuerdos que rodean al amor o la necesidad de amar, o simplemente al viaje como la mejor forma de llegar a conocerse a uno mismo. Atrapada en las redes del tiempo que ella misma se lanza, en esta nouvelle, Los antepasados, nos propone una suerte de diario que transita por los márgenes familiares presentes en libros o notas olvidadas en los mismos, o a través de cartas o notas que ya a nadie interesan, salvo a Mary Ann Clark Bremen, que busca en ellas las huellas de su esencia. Aunque empieza hablando de su bisabuelo, “El Ruso”, este es sólo el pretexto para abordar la tempestad de los recuerdos a través de las voces de las mujeres que la antecedieron en su árbol genealógico familiar. Y al hablar de ellas, nos habla de sí misma con la misma naturalidad que nos narra el paseo con el perro de sus vecinos a lo largo de un bosque que a Mary Ann le sirve para hacernos ver ese espejo en el que se convierte nuestra vida cuando vamos llegando al final de la misma, pero de la que todavía retenemos esas muescas de felicidad en forma de reflejos que están implícitas en el dinamismo de un animal que se siente libre para jugar y obedecer, pero también para abandonar y volver allí a donde se siente más seguro. El caprichoso destino que moldea nuestras vidas, parece decirnos la autora, no está de nuestra mano, sino más bien se encuentra enterrado en el universo de las casualidades.
Las nouvelles de la escritora neoyorquina llevan implícitas, en su brevedad, ese eco malsano que le produce al lector terminar de leer algo con lo que está disfrutando de verdad, porque ese final, entre otras cosas, supone no poder saciar ese ímpetu incontrolable de búsqueda y encuentro que atesoran su narrativa y su estilo poético. Quizá no se pueda llegar a expresar tanto con tan pocas palabras, porque sus palabras nos incitan hacia ese precipicio al que tan bien nos dirige ella para hacernos sentir la brisa en la cara o el viento en los sentidos como sólo pueden hacerlo los verdaderos magos. La caricia de la soledad que maneja como pocos, nos proporciona la necesidad de querer atrapar ese instante por donde se escapa el mundo o toda una vida, pues en pocas palabras asistimos al milagro de la creación de un mundo que creíamos que no existía: «La soledad ha acampado en derredor, ha construido su campamento en torno a mi casa. Viaja conmigo hasta cuando viajo acompañada.
Son estos días anuncio de algo que no comprendo bien del todo. Sé que aún no se trata de mi final, pero es tiempo de acabamientos. He sentido la urgencia de subir hasta ese cuarto lleno de objetos inservibles para buscar la “memoria” de Ann, de Josephine… las mujeres heridas por la vida.
Durante un tiempo imaginé esa “vida” y sus vidas. Imaginé sus amores. No era un soldado joven el amado de mi bisabuela, lo sé; quiero decir: lo intuyo.» Y a través de esas intuiciones que ella poco a poco nos alumbra asistimos a la narración de las historias de esas mujeres heridas por la vida que, como ella, iniciaron su particular viaje contra el olvido.
Ángel Silvelo Gabriel.