«Sí, he aprendido de mis errores y estoy seguro de que podría repetirlos perfectamente». (Jonathan Coe)
En el siglo XVII, los europeos se interesaron por el árbol del pan, un cultivo de fácil adaptación climática,abundante y nutritivo propio del sudeste asiático, Polinesia y Oceanía. En 1768, el naturalista Joseph Banks a bordo del HMS Endeavour --al mando del capitán James Cook-- organizó un viaje de estudios que recorrió Brasil, Nueva Zelanda, Australia y Tahití en el que describió numerosas variedades de esta especie. Los científicos de la Royal Society (que había financiado la expedición) quedaron admirados por las bondades de este producto, incluyendo los posibles beneficios económicos. En 1787 --al mando de William Bligh, lugarteniente de Cook durante el viaje de 1768 y de nuevo con la financiación de la Royal Society-- el HMS Bounty partió hacia Tahití. Aquel viaje es historia gracias al cine, ya que, debido al famoso motín, ninguna cepa llegó a Inglaterra. No fue hasta 1793, tras un segundo viaje del capitán Bligh, cuando llegaron a las Indias occidentales los primeros ejemplares para la noble misión que se les había encomendado: el árbol del pan debía servir para alimentar de forma económica a los miles de esclavos que trabajaban en las plantaciones de las colonias británicas. Más información aquí.
Aparte de buenos científicos, los británicos era unos empresarios muy espabilados y estaban seguros de hacer un gran bien alimentando como es debido a toda esa mano de obra esclava, porque así trabajarían mejor y ellos obtendrían más beneficios. Visto así, todos ganaban. Nadie podría convencerles de que su proceder no era ético, porque la esclavitud formaba parte de la naturaleza del sistema capitalista.
Toda esta historia viene a cuento porque anticipa e ilustra la lógica depredadora y el discurso negacionista que comparten el capitalismo esclavista y el globalizado: no hay diferencia, ambos actúan movidos por el enriquecimiento personal, el blindaje de sus negocios, la garantía de devolución de sus inversiones, la inviolabilidad de la propiedad privada y el mantenimiento de los privilegios que les garantizan mejores oportunidades y rentas. En paralelo, su discurso público exhibe un tono beatífico, una férrea defensa de la igualdad y la solidaridad que --sobre todo en estos tiempos-- apenas disimula sus verdaderos intereses. Basta un ejemplo: con un índices de paro escandalosos (especialmente juvenil) del 27%, el gobierno jura y perjura que su primera prioridad es el empleo, y sin embargo apuesta la recuperación a una receta macroeconómica en la que el empleo es la última variable (si se dan las condiciones necesarias durante el tiempo que ellos consideren suficiente) en mejorar. ¿Se necesitan más evidencias?
Estamos en manos de políticos mediocres y trasnochados al servicio de los inversores que les prestan el dinero para seguir gobernando. Políticos electos y designados que adulan la mano que les financia, básicamente preocupados por encajar en la inmensa maquinaria del mercado, temerosos de destacar, de desafinar en el concierto de la austeridad en la que sólo importa la devolución de los préstamos. El texto de Joaquín Estefanía (El País, 10/06/2013) es una síntesis demoledora y documentada de este estado de cosas cuya lectura debería escandalizarnos.
Tras cinco años de desaceleración económica y apenas unos pocos menos de austeridad oficial, la desindustrialización en Europa es un hecho y, como consecuencia, China ha consolidado su supremacía económica mundial gracias al suministro de bienes de consumo a Occidente. China inunda los mercados de productos baratos y de escasa calidad que adquiere ese segmento de la población que es expulsada del mercado o sobrevive en los suburbios de la economía sumergida. Sus clientes son los que tienen el sueldo congelado, las extras embargadas o, directamente, parados que no pueden escoger. China es la principal suministradora de árbol del pan para los millones de desempleados y trabajadores precarios que produce Occidente; el cómplice suficiente, la pieza básica en este capitalismo globalizado del siglo XXI que no necesita trabajadores para obtener beneficios pero sí mantenerlos con vida para garantizar una paz social, aunque sea inestable.
La reestratificación forzosa que provoca el capitalismo globalizado divide a la población en dos grandes bloques: aquellos que no pueden permitirse otra ética que la de la supervivencia, compuesto por desmovilizados y abstencionistas, atrapados en un incontenible deseo consumista que les convierte en eternos aspirantes al mismo mercado que les niega su estatus de miembros de pleno derecho por no disponer de los ingresos que se les niegan. Por encima de éstos, la elite privilegiada: las familias que monopolizan los altos cargos, los que escalan posiciones especulando, los que hacen fortuna en sectores escasamente regulados, los que sacan tajada de los cambios legislativos, los traficantes de armas, los que heredan inmerecidamente, los que dilapidan con dinero ajeno... Ricos que viven en un planeta segregado y securizado en el que la abundancia y el lujo son los únicos signos de identidad y poder.
Pasamos una tercera parte de la vida durmiendo y otro tanto trabajando. El tercio restante se supone que nos queda para hacer lo que queramos, podamos y/o sepamos. A veces, la vida laboral refuerza para bien el tercio que nos queda para emplearlo a nuestro gusto; sin embargo, la reestratificación consigue que, cada vez más, el trabajo sea una zona borrosa parecida a la del sueño, un tiempo ineludible que debemos sacrificar para tener la posibilidad de disfrutar de nuestro tercer tercio. El trabajo, igual que el sueño, es necesario para sobrevivir, lo preocupante es observar cómo ambos convergen en una especie de limbo inerte que hay que atravesar para mantenerse en el lado de los vivos.
Las seguridades vitales, los derechos adquiridos, hace tiempo que han quedado relativizados por decreto. El mundo laboral es, hoy más que nunca, una zona muerta en la que no podemos influir, tan sólo dejarnos permanecer en ella el tiempo que nos exigen los contratos. No echo de menos la seguridad laboral, porque lo cierto es que no podemos saber qué sería de nosotros mañana en caso de que nos diagnosticaran una grave enfermedad, o si tuviéramos un accidente o nos volviéramos majaras. No me preocupa la inseguridad laboral porque es la misma clase de incertidumbre que implica la existencia misma; lo que me preocupa es la evidencia, mayor y más escandalosa, de que la inmensa mayoría de la población sólo cuenta como fuerza de trabajo, siempre y cuando se comporte mansamente. No importan la experiencia ni los conocimientos, ni las relaciones que seamos capaces de tender, no importan nuestras ideas ni nuestras capacidades. Lo único que importa es que obedezcamos y encajemos en el puesto al que nos destinan. No hay que buscar perspectiva, ni preguntarse el por qué de las cosas, tan sólo hacer lo que te mandan y punto. Luego, una vez cumplido el horario, podrás hacer lo que te venga en gana (si tu salud y las secuelas no son un obstáculo). Pero cuidado con los excesos: debes respetar los límites para poder regresar a la zona muerta al día siguiente.
El trabajo se ha convertido en un sustituto del árbol del pan para los que trabajan por cuenta ajena, una actividad que apenas da para cubrir las necesidades básicas y que además debemos compaginar con las impuestas. La formación, el aprendizaje, la adquisición de habilidades hace décadas que han sido barridos de un plumazo por la devaluación interna impuesta por una austeridad que subordina el pago de las deudas (en realidad es la devolución del dinero a los inversores) a todo lo demás. Nunca fuimos imprescindibles, pero es que además ahora somos intercambiables, invisibles e irrelevantes. Lo que tú no hagas lo hará otro por menos.
Las artes narrativas deberían adaptarse a esta situación y aprender a contar historias en las que, igual que se eliminan con total naturalidad los momentos que pasamos durmiendo, también sucediera lo mismo con el tiempo dilapidado en la zona muerta. Ninguna de las dos actividades aporta nada a nuestro enriquecimiento personal. De hecho, esas historias ya se están contando: en el cine y la literatura escapistas; narraciones que nos llevan lejos, a mundos imaginarios donde sí se puede acabar con las injusticias y podemos emocionarnos cuando la cosa acaba bien. Tecnología, amores épicos, aventuras y seres fantásticos...cualquier cosa antes que mirar la realidad de frente
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