Hay quienes consideran que el materialismo ontológico es la filosofía perfecta para explicar el mundo. Y hay quienes piensan que, al contrario, el mundo ha sido reducido a los caprichos del materialismo ontológico.
Esto último es lo que defiende el filósofo chileno Hugo Eduardo Herrera en su libro Más allá del cientifismo, cuya idea principal podemos resumir en que, si existe una aplicación práctica que exprese la influencia del observador sobre lo observado, esa podría ser la del hombre moderno que ha cerrado todas las puertas y ventanas con vistas a lo trascendente para más tarde afirmar que, puesto que no se ve, no hay trascendencia que valga.
En el prólogo a la Crítica de la razón pura, Kant recurre a dos ejemplos de relación con el conocimiento: la del discípulo con su maestro y la del juez con los testigos. El discípulo recibe con devoción ingenua todo cuanto proceda del maestro; el juez, por su parte, no escucha a los testigos en actitud pasiva, sino que interrumpe y fuerza el discurso de los interpelados con el fin de guiarlo por las sendas de la lógica y no de los intereses y propósitos de quienes declaran. Para ello, el juez experimentado pregunta de acuerdo a “tesis tentativas” pensadas con anterioridad; no son cuestiones al azar o surgidas de la curiosidad.
Así, mediante sus preguntas, el juez logra limitar las posibilidades de respuesta del testigo.
Esta diferencia de actitudes permite ilustrar la radicalidad de la revolución que tuvo lugar con la ciencia natural. Antes de ella, la realidad era estudiada de una manera más cercana al modo en el cual el discípulo escucha al maestro que a la actitud del juez experimentado. O sea, en atenta apertura a todos los aspectos de esa realidad, a todos sus matices y variaciones.
La desventaja de la mirada ingenua es que “el conocimiento que se obtenga carecerá de control y sistema, y se tratará, por lo mismo, antes de una mera agregación de datos que de un conocimiento ordenado de esos mismos datos”, lo que dificultará el ejercicio de inferencias por el que avanzar hacia nuevos conocimientos.
El científico moderno, en cambio, acude a la realidad, pero no para escucharla pacientemente al modo del discípulo, sino para interrogarla controladamente a partir de preguntas precisas, previamente formuladas. Antes de dirigirse a la naturaleza, el científico ha encasillado los posibles datos que la naturaleza arrojará, según un sistema tentativo. La realidad es forzada así a comparecer ante el científico, tal y como al científico le interesa que comparezca.
El resultado será, de este modo, un conjunto de conocimientos incorporados a un sistema organizado de antemano a partir de hipótesis relacionadas entre sí. La atención se centra en los aspectos definidos por ese sistema previo, cerrándose a todo lo que pudiera darse fuera del mismo.
El enorme control y grandes avances que este método permite en un ámbito dado de la realidad tienen como contrapartida el sesgo cognitivo derivado de una atención excesivamente focalizada.
El modo de interrogación de la ciencia natural se cierra en varios sentidos a la espontaneidad e infinita pluralidad de la naturaleza. […] La realidad es así obligada a aparecerse según los enunciados hipotéticos, es “filtrada”, hecha comparecer sólo en la medida en que se deja abarcar empírica y matemáticamente.
Pero en esta reducción hay algo que se escapa. Y ese algo parece ser la vida. El innumerable conjunto de variaciones que permite, por ejemplo, que lainteligencia artificial siga perdida en la tempestad sin haber divisado puerto seguro en que refugiarse.
El mundo de la ciencia es un mundo de cuerpos, esto es, de las extensiones espacio-temporales que podemos percibir por más de un sentido.
La objetividad supone, de entrada, una falsificación de lo originario, pues la existencia parte de una experiencia directa en la que el sujeto está integrado en la totalidad de un ambiente; es después de ello que puede separarse y establecer la distancia necesaria para el acto de conocimiento objetivo:
La operación puede ser llamada “artificial”, pues nos saca, de alguna manera, de nuestra experiencia, tal como ella se presenta primordialmente, y divide lo que allí se encuentra unido. El científico natural deja metódicamente de lado cuanto hay de sentido en la experiencia cotidiana y la reduce a hecho material y matemático.
Pero la operación de separación en sí misma ya supone una alteración que se aleja de las pretensiones de “objetividad”: es una acción humana y está de antemano comprometida con el sentido práctico; su intención es cuantificar y calcular la existencia para, en un segundo estadio, manipularla y transformarla.
O sea, la propia ciencia natural, tan neutral como pretende ser, se encuentra subrepticiamente interesada y su ethos de la objetividad sería ficticio. La actitud científico-natural estaría orientada, sin decirlo o sin volverse consciente de ello, por un interés de control o dominación.
Esto significa que, antes de haber iniciado la investigación, los resultados de la misma ya han sido limitados y, por tanto, sometidos a un contexto artificial: “hechos neutralizados, calculables y, en último término, disponibles”.
Como dice Nietzsche, lo que se ha perdido en el proceso “no es, desde luego, una fantasmagoría poética, sino la comprensión instintiva, verdadera y única de la naturaleza”.
Haciendo un poco de historia, Goethe es el marginado en esto de la epistemología, pues representó la oposición al dualismo de Kant por el que el conocimiento humano quedaba limitado a lo sensible y se veía privado de cualquier acceso al noúmeno. Para Goethe, la realidad extrasensorial también podía ser aprehendida, aunque no de forma sensible; tal es el papel de la intuición, por la que es posible acceder a la experiencia de lo vivo y no quedarse en el simple modelo que es la representación surgida de la razón.
Además de cualquier sentido originario de la existencia, la visión científico-natural elimina la posibilidad de trascendencia en cuanto que ésta es ajena a las capacidades perceptivas de los sentidos.
Sin embargo, la ciencia natural es un modo de comprensión y la comprensión sólo puede hacerse, dice Herrera, desde la trascendencia, pues al tomar distancia frente al objeto, el sujeto ya está actuando desde un nivel de realidad diferente al mundo de los objetos:
Comprender exige tomar distancia, y tomar distancia no respecto de un ente o de otro en particular, sino que de todos los entes comprensibles, es decir, de la dimensión óntica en cuanto tal. […] Si esa capacidad, me encontraría en contacto cerrado con los entes, sumergido totalmente en su facticidad, lo que implicaría, en definitiva, inconsciencia.
A esta capacidad de estar más allá de la dimensión óntica es a lo que se la ha dado en llamar trascendencia. Frente al nivel fáctico dirigido por la ausencia de conciencia de un yo, en este otro nivel consciente se da lo posible; frente al sometimiento a las leyes del espacio-tiempo y sus interacciones limitadas, la dimensión de lo probable permite una mayor libertad de actuación mediante el acceso a combinaciones imaginarias.
Aquí entra en juego la distinción entre tiempo fáctico y tiempo humano. El primero, sometido a la flecha del tiempo y la fijación del ente en un presente constante; el segundo, caracterizado por las capacidades imaginativas de proyección y evocación.
La trascendencia, en tanto que emplazamiento más allá de los entes y de la dimensión óntica en general, emplazamiento desde el cual el ser humano logra comprender a los entes, es loradicalmente distinto de la dimensión óntica y los entes. Heidegger llama, en este sentido, a la trascendencia “la nada”.
Así que, aunque la ciencia empírica es incapaz de dar adecuada cuenta de esta dimensión, la supone, pues sin ella no sería posible tomar, respecto de los entes, la distancia que se requiere para objetivarlos.
Una condición más de la trascendencia es la autoconciencia. El yo no sólo sabe de los objetos, sino que se sabe a sí mismo como un objeto más del nivel óntico, y esto implica un paso más: saberse observado por sí mismo desde otro nivel de comprensión.
En ese proceso de retroalimentación que es la autoconsciencia, donde, por mucho que se estire el acto de observación sobre uno mismo, siempre hay un yo que se conoce a sí mismo como objeto que se conoce a sí mismo como objeto que se conoce a sí mismo, etc.; ese yo que queda al final de la cadena en cuanto que observador, se escapa a la objetivación, de modo que cuando damos un paso más y logramos convertirlo en objeto, aparece otro yo más profundo que observa, y así ad infinitum, que se sepa.
Tal como el foco de luz, justo en la medida en que ilumina, queda oculto tras la luz y lo iluminado, así también el acto de objetivar, precisamente en la medida en que hace luz sobre un aspecto del mundo para objetivarlo, queda excluido de dicha objetivación.
Como una presencia ajena a la dimensión óntica que se adivina pero no se puede atrapar, pues de logarlo se convierte en parte de esa dimensión y transmuta a otra presencia más profunda, siempre un paso por delante del acto cognitivo.
El conocimiento por objetivación se muestra, así, incapaz de alcanzar jamás esa otra dimensión: el sujeto no puede ser comprendido como objeto, pues en el momento en que se intenta, pierde su cualidad como sujeto y queda convertido en simple objeto; de modo que esas cualidades que lo caracterizan como sujeto se desprenden del mismo y escinden en una nueva réplica del sujeto previo; no pueden ser, por definición, cualidades del objeto, sino que siempre han de quedar fuera del alcance de cualquier observador, en un punto ciego que es el observador mismo.
Si el proceso de objetivación fuese el único método válido de conocimiento, el sujeto no podría saber de sí mismo, la autoconsciencia no sería posible en cuanto que ésta implica tomar consciencia de la existencia de un sujeto. El sujeto se sabe sujeto antes de proceder a la objetivación de sí mismo, la cual es un paso posterior en el acto cognitivo y es motivada por esa autoconsciencia del sujeto. El acceso directo al yo no forma parte de la dimensión óntica, donde sólo cabe el conocimiento de objetos. En ese conocimiento previo es donde residen las cualidades que no pueden ser interpretadas por el conocimiento representativo posterior.
El yo como objeto es un conjunto de aspectos de la dimensión óntica a los que el sujeto les ha atribuido las cualidades de pertenencia a sí mismo; pero en esa acción de atribución siempre ha de quedar fuera aquello que atribuye, el proyector de imágenes no puede proyectarse a sí mismo. Las características “arbitrarias” del proceso de atribución, arbitrarias porque no son inherentes al sujeto sino a su expresión como objeto en la dimensión óntica, su avatar, pueden ser mejor comprendidas con ejemplos como el de la mano de goma y el experimento de los monos que observan en una pantalla cómo una imagen de su mano es golpeada.
Antes de eso [de la atribución], es necesario un saber de sí mismo del sujeto, un tenerse en el saber, directamente, según el cual puede luego atribuir los datos objetivos identificados como cuerpo humano, al portador correcto. La autoatribución de datos objetivos corporales supone un conocimiento del yo que realiza la autoatribución, en tanto que sujeto desde sí mismo.
En resumen:
Es desde la trascendencia que el sujeto llega a saber de sí, emerge la autoconsciencia y la posibilidad de identificarse en medio de los objetos. […] Esa misma ciencia, que al ser una forma de comprensión supone la trascendencia, la soslaya también al limitar lo cognoscible según unos criterios estrictamente inmanentes de sensoperceptibilidad.
La comprensión científico-natural de la existencia, no obstante los avances técnicos, cierra el acceso a esa dimensión en la que se encontraría, de existir, el principio que da sentido de la vida; y, consecuentemente, un pensamiento que se limite a tal comprensión no puede sino empobrecer la visión del mundo, alterando el concepto mismo de naturaleza, concepto cuyo esclarecimiento suponía, paradójicamente, el motivo de su búsqueda. La naturaleza queda reducida a materia neutra, que es la condición necesaria para que la técnica pueda intervenir “sin quedar ya sujeta a más límites que los impuestos por las “leyes” según las que esa materia opera”.
Esta neutralización es análoga a la aparición de un malestar en el ser humano que está vinculado con su enajenación existencial, la cual se da en diferentes niveles.
En la medida en que el ser humano es también natural, ese incremento del hombre sobre la naturaleza significa el incremento correlativo del dominio del hombre sobre sus semejantes.
El hombre adquiere categoría de objeto, y como todo objeto dentro de una naturaleza neutralizada, es susceptible de mercadería, dominio y control.
Quienes mejor adaptados estén para disponer del hombre en cuanto a medio de provisión de dinero y fuerza de trabajo, y valoren tal medio en virtud de la maximización del beneficio como forma de una vida cuyo objetivo es la acumulación de materia, sin tener en cuenta la profundidad y la trascendencia en la naturaleza de ser humano, serán quienes mayor y mejor acomodo encuentren en la sociedad así configurada.
En esta situación de precariedad emergen con fuerza el servilismo, la adulación, la untuosidad y la envidia, por parte de los débiles, y, de parte de los económicamente poderosos, la soberbia. Diferencias que en principio podrían llegar a considerarse accesorias y muy cambiantes, como la cantidad de bienes económicos de los que se está en posesión o la posición social que se ha alcanzado, pasan a tener carácter principal, al punto que los seres humanos se definen y son categorizados a partir de tales circunstancias.
La existencia adquiere un carácter artificial. Pero la búsqueda inconsciente de un sentido y una profundidad siguen ahí, inherentes al ser humano, por lo que la ansiedad, la frustración y la irritación por tanto esfuerzo inútil aumentan progresivamente.
La impotencia se manifiesta como afán de olvido. Tal es el sentido de una vida construida sobre evasiones.