Puesto porJCP on Mar 17, 2015 in Autores
“Teníamos razón, pero por motivos equivocadas”
(Arthur Koestler)
El comisario Villarejo no es el literario detective Carvalho de Vázquez Montalbán, ni mucho menos el rudimentario Plinio de García Pavón. No está solo ante el peligro ni ante su conciencia. Su reino es el Estado y actúa a la orden de sus superiores jerárquicos. Por eso lo pertinente no es debatir sobre “el caso Villarejo”, héroe o villano según las ópticas e intereses, sino sobre si en España actúa a la sombra de las instituciones una policía política. Algo sé de lo que hablo. Conocí al hoy comisario Villarejo, y a otros Villarejos parecidos, durante mis años de actividad profesional como periodista de investigación. E insisto, hay que dejar de mirar al dedo y poner la atención donde el índice señala el butrón. ¿Cabe en una democracia una policía política que, como argumentó en errática ocasión Felipe González, defienda a la sociedad desde las cloacas del Estado?
En el ADN de la transición, una democracia legada por una dictadura, es donde hay que indagar la causa de muchos de los quebrantos que nos asolan hoy. Entonces se aceptó como “mal menor” el continuismo de un régimen que era la corrupción químicamente pura, y disponía de la vida, la dignidad y la libertad de las personas como una “unidad de destino en la universal”, En ese sistema, ni la policía ni la ley estaban al servicio de los ciudadanos sino al del partido único. Suponía, pues, un modelo autoritario-totalitario (según las tornas) de convivencia todo por la patria.
Y como la función crea el órgano, muy pronto los antiguos servidores del franquismo se hicieron imprescindibles para que los nuevos administradores de esa democracia heredada pudieran hacerse con el control del activo adquirido en la transacción de la transición. No solo policías y militares con sexenios en plantilla de la dictadura, la cara más odiada de aquel régimen, sino jueces, políticos y académicos (se pueden contar con los dedos de la mano los catedráticos de universidad que no juraron los Principios Fundamentales del Movimiento Nacional) fueron bien recibidos en los negociados de la tierra prometida. Más tarde, de esos vientos vinieron estos lodos. Aunque como suele ocurrir con la política entendida como un arsenal de manipulación masiva, la iniciativa fundadora llegó desde la sedicente izquierda.
Fue el ministro ugetista José Luis Corcuera, el de la patada en la puerta, quien “fichó” a José Villarejo como policía infiltrado, y luego todos sus sucesores en la cartera de Interior acunaron sus pasos hasta el rifirrafe actual. De esa manera, el Estado de Derecho admitía zonas de impunidad para la actuación al margen de la ley de “agentes del orden”. Lo demás vino rodado. A Villarejo y otros de su gremio sucedieron “los Cortina” (el topo del Cesid en el 23-F), “los Perote” (el topo de Mario Conde en el Cesid); “los Lobo” (el siniestro topo de Interior en ETA luego idealizado en el cine) y demás sucedáneos cuya mención dejamos a la imaginación del avispado lector. Todos ellos integrantes de un escabroso puzle que socializaba pérdidas y privatizaba ganancias con las desastrosas consecuencias que ya conocemos: terrorismo de Estado a manos de los GAL; desfalco de los Fondos Reservados del ministerio de la Policía (nunca ha llegado a ser totalmente de Interior); golpe de Estado del 23-F dado por “topos” del entorno del Rey y atentado del 11-M ejecutado por “topos” de los servicios de información.
Una saga que, al calor de la lucha contra ETA antes y ahora con la excusa puesta en la amenaza del fundamentalismo islamista, fue moldeando a la opinión pública bajo el rictus de la inseguridad ciudadana para que aceptara como un servicio más a la comunidad la persistencia de un Estado (policial) dentro del Estado (de derecho). De esta genuflexión vinieron luego aberraciones mayores. Vimos a jueces estrella saltándose a la torera el derecho de defensa y el secreto de las comunicaciones en la Audiencia Nacional y generales con tricornio galardonados en víspera de entrar en la cárcel por delitos de secuestro, tortura y asesinato. Y lo peor de todo, como la sensibilidad por el “riesgo moral” entre la ciudadanía había sucumbido ante la trompetería patriótica, muchos de esos delincuentes seguirían siendo considerados como “héroes” a diestra y siniestra. ABC trataría a Galindo como un ciudadano ejemplar y El País abriría sus páginas de opinión a Vera, Barrionuevo, Garzón y tutti quanti.
En ese patológico clima moral y con esa cultura que ha llegado a preferir la injusticia al desorden, vemos avanzar disparates antidemocráticos como “la ley mordaza” sin que exista una respuesta contundente desde dentro del propio y minado Estado de Derecho. Muy al contrario, los ejemplos que su entorno lanza resultan cada vez más kafkianos e indeseables. Por ejemplo, un ex presidente y miembro en activo del Consejo de Estado, José Luis Rodríguez Zapatero, ofreciendo sus servicios a tiranos como Teodoro Obiang en Guinea Ecuatorial; dictaduras como la de Hassan II en Marruecos o dictablandas como al Cuba del clan Castro. Por ejemplo, una militar (la comandante Zaida Cantera) humillada en el Congreso por el ministro de Defensa del PP (Pedro Morenés) tras haber sido vejada en su trabajo por un teniente coronel machista que fue ascendido una vez procesado por su antecesora socialista en el cargo (Carme Chacón). Por ejemplo, ese ejercicio de prestidigitación puesto en marcha por Justicia para renombrar a los “imputados” como “investigados” a fin de blanquear en la demora frente al banquillo a los presuntos delincuentes que llevan las listas electorales de PP y PSOE (que curiosamente supone poner al mismo nivel a los “investigados policiales” con los “investigados judiciales”, haciendo buena en la semántica la postración del Estado de Derecho al Estado Policial) con infinito orgullo felipista. Por no hablar del hecho que acortar los plazos de instrucción judicial sin dotar de más recursos materiales, personales y técnicos a los jueces es ampliar las posibilidades de impunidad para la alta corrupción política, empresarial y financiera.
Si en la revolución rusa, que supuso el colapso total del sistema anterior, la organización Ochrana de la policía secreta zarista sirvió a Félix Dzerzhinski como piedra de toque para la configuración de la NKVD, Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos (luego KGB), y en el igualmente rupturista régimen castrista las campos de concentración se denominan Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), según denunció el músico Pablo Milanés, imaginemos el riesgo que sobrevuela sobre un modelo como el español que pasó con armas y bagajes de una dictadura de casi 40 años a una democracia sin cambiar de caballo ni montura si la población se deja seducir por policías y políticos que “fueron jueves”.