Durante el pleno momento impresionista en el Arte, cuando algunos creadores sintieron la necesidad de expresar las formas de otro modo, más destacado aún a como el Impresionismo había llegado a hacerlo; cuando en su avanzar tendencioso llegaron a despersonalizar las formas frente al color, a esbozar la primera impresión que vieran y sus emociones, el Arte de plasmar imágenes en cuadros comenzaría a dar los primeros pasos hacia su culminación agotadora. Había llegado ya el final de la pintura primando la forma sobre cualquier otra cosa. Se presentía, se vislumbraba, que algo debía hacerse de otro modo. Es el innovar en el Arte. Es ir más allá que los maestros. Es querer ser original a pesar del propio Arte. Así, unos creadores europeos de principios del siglo XX, hace más casi de un siglo ya, en 1907, revolucionaron la forma de pintar. A partir de entonces todo estaría permitido para expresar, con trazos y tonalidades, las emociones más primitivas que el ser humano haya llegado a sentir jamás.
El cubismo se asomó decidido, algo acaso tímido, pero convencido de que las dimensiones de las formas, sus coordenadas naturales, no eran ya cosa que pudiese servir ahora para manifestar sentimientos artísticos en un lienzo. En la primavera de 1907 Pablo Picasso (1881-1973) se atreve por fin y pinta, el primero, un cuadro que inicia el movimiento cubista. Las señoritas de Avignon muestran la sensualidad maravillosa que en la Historia del Arte todos los autores han querido representar. Pero aquí por primera vez todo se deforma, se adimensiona, se afea, se desnaturaliza absolutamente. Otro compañero de Picasso, Georges Braque (1882-1963), llega, fijándose en los paisajes del que ya les ayudase a saltar hacia el vacío artístico, el neoimpresionista Cézanne (1839-1906), a utilizar los paisajes manidos ya del mediterráneo francés, ahora a principios del siglo XX, para manifestar su nueva tendencia cubista. L´Estaque es una pequeña población costera y marinera del sur de Francia; fue el escenario idílico para muchos pintores, que vieron en sus paisajes azules y cálidos y verdes el modelo estimulante que los inspirara.
Cuando el pintor mexicano Diego Rivera (1886-1957) fue pensionado por mecenas políticos de su país para que en 1907 viajara a Europa, llegó a Francia y a España y descubrió fascinado un mundo que comenzaba a cambiar. La extraordinaria personalidad de este creador mexicano le hizo dirigirse, luego, en el sentido contrario. Comienza Rivera utilizando el cubismo como un arma creativa en la que llega a alcanzar a sus influenciadores europeos, Picasso y Braque, pero, diez años más tarde, abandona esta tendencia moderna y actual para regresar al postimpresionismo de Cézanne, curiosamente del que sus influenciadores aprovecharon la fuerza para proseguir con el cubismo en la Historia del Arte.
Después de los neoimpresionistas (postimpresionistas), aquellos que buscaron algo más que la única pasión de los colores para expresar, surge un artista que lleva sin embargo el color a su máxima forma de manifestarse en un cuadro, a protagonizar esa misma pasión que los neoimpresionistas pero ahora exacerbándola, exagerándola. Henri Matisse (1869-1954) es el eslabón último realmente que hace explosionar a los cubistas con su nuevo Arte exploratorio, con su ruptura absoluta. Ya no se podía avanzar más, Matisse había llegado a lo más lejos que se podía llegar en el arte de pintar desde que los primeros Hombres de la edad de Piedra se plantearan algo parecido. Ahora, a partir de 1910, todo cambiaría, todo se revolucionaría en el Arte, como en la vida. De hecho, fue el período histórico más revolucionariamente decisivo de toda la Historia. Comenzó precisamente en la patria de Diego Rivera en ese año, continuó en la Rusia zarista de 1917 y culminó en los arrabales urbanos de las ciudades europeas de los años treinta.
Luego, la Segunda Guerra Mundial cambió el mundo. Lo cambió todo, mucho más de lo que nada, ningún fenómeno histórico, haya cambiado nada antes. Después de 1945 nada continuó avanzando, salvo el desarrollo, la obsesión por la paz a cualquier coste, y la búsqueda del mejoramiento de la sociedad humana sobre cualquier otra cosa. Para entonces, los creadores se perdieron, se desorientaron ya. No había referentes, todo explosionó drástica y radicalmente. No se podía volver atrás ni para inspirarse. O todo era distinto ahora o se corría el riesgo de perecer. Los habitantes de Europa y América, los responsables de todo, se refugiaron ahora en la evasión, en el estupefaciente embriagador de la psicodelia, en expresar su sentimiento de culpabilidad queriendo salvar a los más desfavorecidos del mundo; además de la convicción de que la víctima ya no era sólo el Hombre sino su entorno.
En el desarrollo tecnológico más feroz y despiadado, en la locura más frenética, alterada y desconcertante los creadores artísticos ya no encuentran nada nuevo para expresar lo que quieren. Todo es diferente a nunca. El reto no se satisfará, ahora, con tendencias o formas o maneras nuevas, porque ya no hay nada nuevo que se pueda hacer. Las emociones no tienen forma de encontrar nada, porque éstas ni siquiera se sienten ya. Las imágenes, en los comienzos del siglo XXI, no tienen ningún secreto para nadie. Sin misterio no hay nada que hacer. Quizás por esto vuelven algunos a querer experimentar aquella sensación que sentían los seres cuando deseaban expresar algo nuevo. Pero ahora, tal vez, sólo el medio es la innovación, la forma de comunicarlo, la manera de hacer sentir, como sea, el necesario y salvador deseo de entender el mundo.
(Óleo Naturaleza muerta española, 1915, Diego Rivera, National Gallery of Art Washington; Cuadro Retrato de M.A. Voloshin, 1916, Diego Rivera, Ucrania; Óleo de Diego Rivera, Dos mujeres, 1914, EEUU; Pintura de Diego Rivera, Desnudo, 1919, México; Óleo Las bañistas, 1875, Paul Cézanne, Nueva York; Cuadro del pintor Paul Cézanne, El mar de L´Estaque, 1879, París; Óleo Mar en Collioure, 1906, del pintor Henri Matisse; Cuadro Bahía de Normandía, 1909, Georges Braque; Óleo Casas en L`Estaque, 1907, Georges Braque; Cuadro Las señoritas de Avignon, 1907, Pablo Picasso, Nueva York.)
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