Pese a llevar el actual sistema político casi cuarenta y cinco años instaurado en nuestra Constitución de 1978, continúan perpetuándose una serie de ideas falsas en torno a la elección del Presidente del Gobierno de España. Tras nada menos que quince Elecciones Generales y, pese a la experiencia y el paso de los años, determinadas creencias ciudadanas siguen sin ajustarse a la realidad. Cabe, pues, aclarar determinados planteamientos tan extendidos como desacertados:
- En las Elecciones Generales el pueblo vota para elegir al Presidente del Gobierno. Falso. Una de las confusiones más habituales estriba en considerar que, cuando se introduce la papeleta con la lista elegida para el Congreso de los Diputados o, incluso, para el Senado, se está votando al líder que la formación política elegida presenta como candidato a ocupar la Jefatura de Gobierno y que con dicho voto se participa en la elección del citado cargo. Lo habitual es que ese líder, que aparece en la mayoría de los carteles y opta a dirigir el Poder Ejecutivo, se presente como número uno en la lista al Congreso por la circunscripción de Madrid. Por lo tanto, salvo que se vote en esa provincia, en las demás papeletas del país no figurará su nombre. En realidad, la ciudadanía elige a los miembros de las Cortes Generales, sin que tal elección quede vinculada con la posterior elección del Presidente del Gobierno.
- El Presidente del Gobierno debe ser el líder de la lista más votada. Tal afirmación es errónea. En nuestro modelo parlamentario, el Jefe del Ejecutivo será quien logre mayor número de apoyos en el Congreso. A diferencia de otros sistemas -en los que dicho cargo se elige de forma directa por los votantes y sí se vincula al hecho de ganar en una votación a otros contrincantes-, en España conseguirá el puesto el candidato que reciba el respaldo en la denominada “Cámara Baja” y, en ausencia de una mayoría absoluta, no tiene por qué coincidir con el del partido que ha obtenido más votos o cuenta con más escaños. Cuestión bien distinta supone criticar el vigente modelo y defender su modificación, apelando a la designación directa por parte del pueblo. Pero, para ello, se torna imprescindible cambiar previamente las reglas del juego.
- El Presidente del Gobierno tiene que ser diputado. De nuevo, otra afirmación incorrecta. Un rasgo característico de la separación entre los Poderes Legislativo y Ejecutivo radica en que no se exige que el Presidente del Gobierno ni sus Ministros sean miembros electos del Congreso. Ha sido la tradición la que ha establecido esta práctica, pero en modo alguno se trata de un condicionante legal ni de un imperativo constitucional. Se reduce a una costumbre reiterada en el tiempo.
- El Rey debe proponer en primer lugar como candidato a la Presidencia del Gobierno al líder del partido que ha ganado las Elecciones Generales. Más errores. El Jefe del Estado no está obligado a seguir un orden a la hora de proponer a un postulante a la Presidencia en función de los votos o escaños obtenidos por éste. Me remito al punto segundo de este artículo para insistir en que el Rey debe apostar por quien pueda obtener un mayor respaldo de la Cámara Legislativa. De ahí que, previamente a su propuesta y con el fin de sondear esos apoyos, consulte a las personas designadas por los grupos políticos con representación parlamentaria. Si de antemano estuviese compelido a proponer al más votado, tales reuniones previas no tendrían razón de ser.
- El Parlamento no puede ejercer sus competencias cuando el Gobierno está todavía «en funciones». Otra equivocación más. La situación transitoria del Gobierno saliente supone limitaciones para dicho órgano gubernamental, pero no para las Cámaras Legislativas. Así, se prohíbe expresamente al Presidente en funciones proponer al Rey la disolución de alguna de las Cámaras o de las Cortes Generales, plantear la cuestión de confianza o proceder a la convocatoria de un referéndum consultivo. Y al Gobierno (en su conjunto) se le impide aprobar el Proyecto de Ley de Presupuestos Generales del Estado y presentar Proyectos de Ley al Congreso de los Diputados o, en su caso, al Senado. En general, se establece que sólo se ocupará del «despacho ordinario de los asuntos públicos» pero, en casos de urgencia o de interés general, podrá adoptar cualesquiera otras medidas. Se trata, pues, de recortes en las funciones del Ejecutivo, no del Legislativo, aunque, si la situación de transitoriedad se alarga demasiado, se convierte en anómala y no recomendable.
- Los diputados y senadores se deben a la disciplina de voto impuesta por sus respectivos partidos. Seguramente suponga la cuestión más controvertida, pese a ser la más sencilla jurídicamente hablando. Nuestra vigente Carta Magna prohíbe expresamente que a los miembros de las Cortes Generales se les imponga el sentido de su voto, debiendo votar libremente y en conciencia. Esta proclamación constitucional es una de las más vulneradas en la actualidad, ya que para la opinión pública colectiva se ha asumido la idea de que sus señorías han de someterse en el ejercicio de su cargo a las directrices de sus respectivos líderes. En principio, la teoría establece que el representante se debe a sus representados, es decir, al pueblo, teniendo que sentirse más vinculado con éste que con el aparato de su formación política. Incluso suele calificarse de tránsfugas a quienes se apartan de la citada disciplina de partido. Sin embargo, tránsfuga sólo es el que abandona su partido para conformar otra mayoría con distintas siglas, pero no el que, sin abandonar su partido ni pretender apuntalar otras mayorías de gobierno, vota en contra de las directrices de su formación política.
- Con un Parlamento muy fragmentado no se puede formar un Gobierno. Incierto. Tal vez resulte más difícil pero, al mismo tiempo, puede suponer una gran oportunidad para revitalizar la función de control parlamentario que posee el Ejecutivo y que deviene inoperante cuando se dan mayorías absolutas o coaliciones férreas. El Derecho Comparado da fe de ello. No obstante, para que una circunstancia de este tipo no se vuelva insostenible, se requieren líderes formados, cuyos objetivos trasciendan tanto a sus propias ambiciones personales como a los concretos intereses de sus formaciones políticas. En definitiva, se necesitan estadistas capaces de, sabiéndose no vencedores, no empecinarse en imponer un programa que, visto el escaso respaldo electoral obtenido, carece de aval suficiente para convertirse en la hoja de ruta de toda una sociedad. Dicho de otro modo, es la escasa talla de los dirigentes, y no una patología del modelo de organización, la que ocasiona que el escenario se torne inestable y pernicioso.